Este día ha contrastado con el anterior, en el que no salí de casa: ¡Qué cansancio y qué desorientación!. Me he pasado todo el día perdiéndome y encontrándome, sin entender los mapas ni los carteles ni la mayoría de cosas que ocurren a mi alrededor. Salí a primera hora de casa súper abrigada porque hace un frío que pela en Estambul y, cuando empecé a hacer fotos a los muelles de Kadikoi (el barrio donde me hallo) cinco minutos después de salir, la batería de la cámara se puso a parpadear. Muerte inminente. Como tenía la otra cargando en el apartamento, tuve que volver sobre mis pasos.
De nuevo en los muelles, casi me confundo de barco y me meto en el de los turistas. Este y el barato, que es el que usa toda la población local, van al mismo sitio, pero el primero vale 12 liras (4 euros) y el segundo 3 liras (1 euro) y por dentro está nuevo, limpio y es muy cómodo. Tiene hasta cafetería. También he visto «ofertas» de excursiones por el Bósforo por 20 euros. Qué manera de tirar el dinero.
Lo del barco ha sido divertidísimo porque tampoco tenía ni la menor idea de dónde y cómo comprar el ticket. No hay taquilla, solo unas máquinas en turco en las que metes el dinero, pulsas OK y te sale un token. Sencillo si lo lees en inglés. No es tan difícil pero yo en este viaje voy un poco en la parra, no sé por qué. El trayecto en el ferry es precioso, y eso que lo he visto con muy mal tiempo. Hemos cruzado el estrecho del Bósforo viendo 2Asia a un lado, al otro Europa y, allá en el frente, Estambul», como decía Espronceda en su Canción del pirata. Hay muchísimas gaviotas que nos revolotean todo el tiempo, y eso queda monísimo en las fotos.
Al llegar a Eminönü, es decir, a donde hay que ir para entrar en el meollo turístico, me he sentido un poco decepcionada porque no veía el evocador y romántico Estambul de mi imaginación, pero creo que es por el mal tiempo que me ha recibido en este país. El cielo está siempre gris y hace muchísimo frío, y eso desanima un poco. El canto del muecín desde la mezquita contigua al puerto me ha devuelto un poco de ese ambiente que todos imaginamos cuando pensamos en esta ciudad. Me gusta escuchar a los muecines. A Baturay no, dice que no entiende por qué llaman a la gente a rezar en árabe cuando aquí todo el mundo habla turco y pocos conocen la otra lengua. No sé es una blasfemia tremenda esto, pero tiene razón. «Si quieren llamarme a que rece, que lo hagan en una lengua que entienda, ¿no?» dice. Pues sí, la verdad… es más práctico.
Desde Eminönü, que es el corazón de la ciudad antigua amurallada de Constantinopla, me he dirigido a pie hasta el barrio de Sultanhamet, donde se encuentra el palacio Topkapi y las mezquitas de Aya Sofia y Ahmed , las más representativas de la ciudad. Por el camino he descubierto la calle de los fotógrafos. No puedo recordar su nombre, pero no tiene pérdida, está de camino y se distingue porque hay mil y una tiendas de fotografía con todo tipo de artículos habidos y por haber. Aún así, me he perdido un poco y he salido a donde quería ir pero atravesando unas callejuelas llenas de restaurantes turísticos de mesas y sillas bajitas, cubiertos enteros de alfombras y tapices. Tenían pinta de acogedores y las pide (pizza), kebabs, bocatas de pescado (son típicos de aquí) y guisos humeantes que salían de la cocina tenían muy buena pinta. Por no hablar de las pastelerías que me he cruzado por el camino. Qué tentación…
Por fin, he llegado a un parque enorme y me he encontrado con la mezquita de Ahmed a un lado y la de Aya Sofia al otro. La de Ahmed también es conocida como la mezquita azul porque su interior está suntuosamente decorado con mosaicos de azulejo de Iznik en estos tonos, y ha sido la elegida para iniciar la excursión. Es la única de Estambul que tiene seis minaretes y, de hecho, esto supuso entrar en confrontación con la Meca. Al final, la cosa se resolvió construyendo uno más en la segunda. Por dentro, es preciosa y enorme. Me he quedado boquiabierta, una vez más, con las dimensiones que pueden alcanzar estos templos.
La parte negativa es que estaba atestada de turistas, peor la buena es que así paso más desapercibida para hacer fotos a, por ejemplo, mujeres que rezan. Igual no debería, pero no puedo evitarlo: me emociona la espiritualidad y el recogimiento de esas mujeres cuando dicen sus oraciones y, si las aviso, pierdo esa naturalidad.
Por otra parte, creo que me gustan más las mezquitas que las iglesias por una cuestión muy práctica: el uso del espacio. En las iglesias todo está lleno de bancos fríos y no se puede hablar nada. En las mezquitas siempre hay unas mullidas alfombras en el suelo donde los fieles se pueden sentar a rezar, a leer el Corán en grupo o a mirar a las musarañas o a charlar si no es en voz muy alta. Yo misma me he pertrechado en un rincón para leer un rato tranquilamente.
Desde entonces, todo ha sido deambular. He salido con dirección a Aya Sofia, justo en frente, pero como soy rubia o tonta o las dos cosas he acabado entrando en el palacio Topkapi. Me he chupado una cola inmensa y, cuando me he tocado, se me ha ocurrido preguntar si con el carnet de prensa tengo descuentos. Y me han dicho que me sale gratis la entrada! La faena es que lo había olvidado en casa, así que me he tenido que ir sin ver el palacio. No es un mal descuento: la entrada cuesta 40 liras (13 euros). No estoy por la labor de pagarlos si me los puedo ahorrar. Con Santa Sofía, lo mismo: son 25 liras o 8 euros que me ahorro, pero tampoco entré, claro.
Totalmente agotada y muerta de frío, he decidido que necesitaba sentarme en algún sitio caliente y recargar el móvil, que ya estaba sin batería. He atravesado el hipódromo (o lo que un día fue eso) y he visto los antiguos obeliscos y la columna que aún se mantienen en pie. El mejor conservado es el Obelisco de Teodosio, de granito rosa y muy bien conservado. Fue esculpido en tiempos del emperador Tutmosis III como 1.500 años a.C y destinado al templo de Amon Ra. Luego el emperador Teodosio lo trasladó a Constantinopla. La segunda es la Columna Serpentina, de lo que yo creo que es cobre verde y rota por arriba. Se hizo para conmemorar la victoria de los helénica sobre los persas en Platea y estuvo mucho tiempo colocada frente al templo de Apolo, en Delfos. Representa tres serpientes entrelazadas y la parte que falta, las cabezas, se perdió. Solo queda una en los Museos Arqueológicos de Estambul. La tercera es otro obelisco, pero muy hecho polvo. Es el único que queda de los buenos tiempos del hipódromo y solo se ve la piedra desgastada. Los soldados de la Cuarta Cruzada sobre Constantinopla se llevaron la cobertura de cobre que imitaba al oro creyéndose que era el preciado mineral. Y así se quedó de desnudo.
Tras esta mini lección de historia, me he metido entre pecho y espalda un guiso riquísimo de cordero con queso fundido, arroz y vegetales que me ha sabido a gloria en un restaurante con pinta de turístico pero en el que me han tratado fenomenal y hasta me han puesto un aperitivo gratis: una pasta de aceitunas negras en aceite de oliva. A continuación, he enfilado hacia el Gran Bazar, donde no tenía pensado comprar nada pero quería ver igualmente.
Lo que he visto aquí me ha sobrecogido. La entrada al Gran Bazar está llena de niños de muy corta edad mendigando. No me había fijado hasta ahora, pero sí, es así: en Estambul, sobre todo en zonas turísticas, hay muchos, muchos críos pidiendo y alguna mujer con ellos, de vez en cuando. He hablado con una a duras penas gracias a un vendedor de alfombras que me traducía al árabe. La mujer, que llevaba un bebé en brazos y solo quería mi dinero, dice ser siria, cosa que me han confirmado los vendedores de alfombras. Mujeres y niños huidos de la guerra mendigan por las calles de Estambul y otras grandes ciudades. Pero, parece ser, también mendigaban en su país, según me ha dicho un poli de la secreta que ha aparecido como de la nada. Son «mendigos profesionales» me ha contado, y a continuación los ha espantado a todos porque está prohibida esa práctica en Turquía Lo sean o no, a mi me dan mucha pena, así que le he comprado un kebab, tampoco tengo para mucho más.
Mi primera impresión ha sido que el Gran Bazar está demasiado limpio. Acostumbrada a los caóticos mercados marroquíes (sobre todo el de la medina de Fez) este me ha parecido súper civilizado. El suelo está empedrado, las calles son más anchas, el género está muy ordenado y no te cruzas con burros cada dos por tres. A primera vista hay muchísimos artículos para turistas pero, si miras bien, puedes encontrar verdaderos tesoros. Me hubiera encantado sentarme a negociar precios con un buen té, pero no tengo un duro, como siempre, así que no he comprado nada. Eso sí, me ha dado por socializar y he hecho amigos, como Ali, que trabaja en una tienda de bisutería. Luego he hablado con más tenderos, todos han adivinado mi españolidad, no sé cómo, pero lo hacen. Todos querían que comprase algo pero en general han sido menos pesados que en Marruecos. Al final, he acabado compadreando con la mayoría y me contaban que los españoles ahora no somos buenos clientes, que las latinoamericanas son las que más dinero se dejan.
El problema me ha sobrevenido al querer salir… gran catástrofe. Estaba perdida y sola. Me ha resultado hasta gracioso, es una sensación muy rara la de dar vueltas como una peonza sin saber para dónde vas. He solucionado el asunto moviéndome al tun tun, sin prisas, y al final he salido bien y por la puerta que debía para llegar a mi siguiente parada: la mezquita de Süleymaniye. Por el camino he tenido oportunidad de ver la vida en las calles no turísticas de Estambul. El GPS me ha metido por rincones por los que estoy segura que ningún turista iría: calles oscuras y semi desiertas con tiendas convencionales y vida local -la poca que hay a las 6 de la tarde, con todo oscuro ya-.
Quería ver Süleymaniye porque me habían hablado muy bien de ella y por su parecido con Aya Sofia. Y sí que se parecen. Una vez dentro, sin zapatos, con la cabeza cubierta y todo eso, he estado un ratillo disfrutando de su majestuosidad y del silencio, porque esta sí que estaba medio vacía. Es una de las más imponentes, dicen. La construyó el arquitecto Sinar Minan por orden del famoso Solimán el Magnífico, ese sultán que llevó al imperio otomano a la cúspide del poder. Hay un mausoleo en el cementerio contiguo donde están los restos de Solimán y su esposa Roxelana. Por desgracia, estaba cerrado cuando llegué.
El fin de mi día ha tenido un bonito encuentro. En el Bazar de las Especias, a solo una calle de Süleymaniye y, entre tés, dulces y especias de colorines, me he encontrado con dos chicos sirios que trabajan allí y que me contaron su historia. Ambos son universitarios, uno con la carrera de arqueología acabada y otro en proceso de terminar arquitectura, y ambos huyeron de Alepo hace unos ocho meses porque les tocaba cumplir el servicio militar y no estaban por la labor. Son la otra cara de la población siria huida de la guerra, la de la gente preparada que está trabajando en puestos de menor cuantificación pero se está buscando la vida. No cuento más porque esto irá en un futuro reportaje.
Por cierto, el Bazar de las Especias me gusta mucho más que su hermano mayor. Hay un montón de olores interesantes y artículos con muy buen pinta. Las especias, claro, pero también los tés, los dulces, los quesos… lo veo más local y auténtico que el otro.
Estos dos chicos se han portado conmigo maravillosamente; me han llevado hasta mi ferry e incluso me han pagado la entrada con su bonobús, o bonoferry. Insistieron. Nos hemos quedado con los contactos y volveremos a vernos. Ya en el ferry, una señora muy amable se ha puesto a hablar conmigo en un inglés muy malo para decirme que si viajo sola debo tener muchísimo cuidado porque a las mujeres nos pueden pasar cosas malísimas, y me ha contado una rocambolesca historia en la que una turista sudamericana moría de manera trágica en un tren tras negarse a compartir arrumacos con un turco que se drogaba con heroína. Yo no sé si la señora estaba loca o que yo no entiendo el inglés, pero vaya ánimos que da la tipa…
Toda la información sobre Turquía
- ¿Atravesaré Turquía?
- I. Liándola parda por Estambul
- II. Despistes, rezos y compadreos
- III. Un palacio sumergido y un tablao flamenco
- IV. Éfeso, donde las piedras hablan
- V. Si Pammukale no es nieve, ¿qué es?
- VI. Una visita a los Picapiedra de Göreme
- VII. Rumbo a lo desconocido
- VIII. Los refugiados de Kilis
- IX. Primera experiencia con el gas pimienta
- X. Crónica de una despedida
- XI. ¡Cómete Turquía!
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