A apenas dos días del fin de mis vacaciones de Semana Santa y de esta aventura africana, no me queda otra más que aprovechar el tiempo al máximo en Johanesburgo, ciudad a la que hemos regresado para coger el vuelo de vuelta al hogar. Aquí es donde me he empapado de la historia del país, sobre todo de la reciente. De la segregación racial, del apartheid, de la lucha por la paz y por hacer de Sudáfrica esa nación arco iris que hoy se hace llamar. Para entender, hay que visitar Soweto.
Siempre se ha hablado de Soweto como un suburbio tenebroso lleno de peligros e inseguridad. Un lugar al que no se puede ir sola. Vayamos por partes. Hay que explicar muy bien qué es Soweto. Y aunque siempre recuerdo que este no es un blog de historia, sino de viajes, no puedo obviar el contexto de los lugares que describo. Se trata de un área de 24 kilómetros cuadrados en la que viven unas 800.000 personas según datos oficiales y entre tres y cuatro millones según los oficiosos, pues en los censos no figuran los más pobres, que por no tener, no tienen ni un nombre en el registro. Si esto es cierto, aquí se concentra casi el 70% de la población de Johanesburgo.
El nombre Soweto viene de las dos primeras letras de South Western Townships, es decir, los barrios del suroeste. Fue construido en 1944 durante los años del apartheid para alojar a africanos negros siguiendo la segregación racista de esta ley. Y pronto se convirtió en un símbolo de la represión y de la pobreza a la que se veía sometido este grupo de población: hacinamiento, falta de servicios básicos como agua y electricidad, escuelas deficientes e insuficientes, infraestructuras lamentables… Lo denunció insistentemente el obispo Desmond Tutu, que luego ganaría el premio Nobel de la Paz.
Soweto se convirtió en el símbolo de la lucha contra el apartheid y en sus calles se vivieron algunos de los momentos históricos más relevantes, sobre todo protestas masivas, a veces con muertes. Con la liberación de Nelson Mandela, su nombramiento como presidente y el fin de este sistema brutal, Soweto debería haber descansado. En la actualidad, este suburbio incluye barrios de clase media y alta, pero la pobreza de otros todavía es significativa. No obstante, aquí se dice que no hay corazón que lata con más fuerza que el de Soweto, pues a pesar de las limitaciones, sus vecinos libran batallas diarias para mejorar su vida y sus barrios. El turismo, entre otras cosas, ayuda.
Y a mí Soweto me agrada. Vamos con Mophette y su primo Ciro, que pone el coche y nos recoge a las puertas del Museo del Apartheid, con el corazón aún encogido por lo visto y vivido ahí dentro. Ciro nos guía las calles de un gueto más elegante, de clase media y de aire residencial, y también por otro más degradado.
Me sorprende porque yo también pensaba que Soweto era un tugurio todo él, y no. Resulta que tiene casas bonitas, zonas residenciales… Eso sí, la parte turística es un circo. El epicentro de las visitas de guiris es la calle Vilakazi, en la que vivieron Desmond Tutu y Nelson Mandela. Pero las casas son eso: casas. La de Mandela hoy se exhibe como un museo, pero no entro, soy muy poco mitómana. La de su esposa, Winnie Mandela, es enorme… Menudo casoplón tenía.
La calle Vilakazi tiene, además, un reclamo importante: por ella pasó la marcha estudiantil de 1976 que acabó en masacre. Este episodio sangriento se dio a raíz de que el Gobierno ordenó que toda la enseñanza se diera por igual en inglés como en afrikáans, algo que era un disparate porque una grandísima parte de la ciudadanía no hablaba esta última lengua. El 16 de junio de ese año, los estudiantes de Soweto organizaron una marcha pacífica para protestar, pero la policía la reprimió con disparos y se convirtió en masacre: 556 estudiantes muertos. Se trata, quizá del peor suceso de la historia sudafricana.
Hoy, allí se puede seguir el camino que los estudiantes recorrieron desde sus escuelas, desde las que iban saliendo, hasta que los dispararon. Está señalizado con baldosas rojas y se han colocado diversos murales y recordatorios en los lugares donde mataron a las primeras víctimas. Un crío de 13 años llamado Hector Pieterson fue el primero en morir, según se puede leer en la placa de una plaza que lleva su nombre, y que acompaña a una fotografía de su cuerpo inerte. Da mucha lástima, y además yo me traslado a los hechos fácilmente porque hace poco he terminado de leer una novela ambientada en esta época (de hecho la manifestación es el arranque) que se titula Si no sabes la letra, tararea.
EL LUGAR MÁS BIZARRO DEL MUNDO
Luego, he de decir que aún no tengo una opinión formada sobre un lugar extraño que visitamos. Al principio no sabía ni el nombre, y he tenido que buscar mucho en internet para encontrarlo. Se llama Credo Mutwa Cultural Village y es un museo al aire libre donde se expone la obra artística, fundamentalmente escultórica, de un anciano hombre llamado Credo Mutwa que se describe como artista, chamán, poeta y filósofo. O decía, porque sé que nació en 1921 pero ignoro si ha fallecido. El recinto es como un bosque y entre los árboles se erigen unas esculturas mitológicas, medio humanas medio animales, que resultan muy toscas y primitivas. El espacio está dedicado al culto a la naturaleza, al folclore y las tradiciones ancestrales sudafricanas. Las plantas tienen su significado, pues todas albergan propiedades medicinales.
En una de las chozas se guarda una estatua verde de una mujer y un cuadro misterioso que apenas se ve debido a la escasa iluminación. Gracias a unos débiles rayos de sol que entran por una única ventana se distingue un mural de suelo a techo que representa el vaticinio del pintor, que predijo los atentados del 11S de las torres gemelas de Nueva York varias décadas antes de que sucedieran. O eso te cuenta el guía. Lo que más me gustad de este extraño lugar es subir por una torre de ladrillo altísima con el mismo número de escalones que barrios tiene Soweto. Y qué vistas, caramba. Todo el suburbio a vista de pájaro.
Una vuelta por estos barrios residenciales nos lleva al chalet de una pariente de Mophete, a quien visitamos brevemente, solo para saludar. A la salida nos entra hambre y nuestro guía nos conduce a un misterioso callejón, estrecho pero iluminado. Al fondo, una casa con una ventana abierta. En su interior se preparan los bocadillos más gruesos, grasientos y absolutamente deliciosos que haya probado jamás. Es una bomba de calorías contenidas en pan, patatas fritas aceitosas, bacon, huevo, salsas indistinguibles y a saber qué más. Pero una maravilla.
Mientras comemos apoyados en un coche, yo procurando no pringarme toda la ropa con semejante bicho culinario, se aproximan a nosotros unos adolescentes, cinco o seis quizás, y entablamos conversación con ellos. Quieren saber nuestros nombres, nos dicen los suyos y no sé por qué acabamos intercambiando conocimientos de nuestros respectivos idiomas. A uno le decimos que le vamos a rebautizar como Rodrigo, y es incapaz de pronunciar el nombre. Se mueren de risa los amigos cada vez que intenta pronunciarlo.
LA DESIGUALDAD
También visitamos los barrios más pobres del gueto y la verdad es que da coraje ver cómo vive la gente, sobre todo porque muy cerca de allí todo es muy pijo. Tengo la oportunidad de saludar a una prima segunda de Mophette, que vive en un chabola de techo de uralita, mucho más mísera que el bonito chalet de antes, y me doy cuenta de la precariedad absoluta que reina allí. Y la dignidad, porque es pobre, pero tiene su casa impecable.
Comienza a llover, y ella se lamenta porque la falta de alcantarillado, saneamiento y cualquier otra infraestructura decente hace que cada vez que caen cuatro gotas se inunde todo y su casa quede rodeada por un mar de barro.
Creo que las casas no tienen baño, además, porque en cada calle hay alguna que otra letrina o baño portátil, de estos que son casetas de plástico. Viejos, sucios, destartalados… Y de uso y disfrute de quien no tenga otra opción que meterse ahí.
DISCO BARBACOA
Dado que llueve cada vez más, decidimos que es momento de ponerse a cubierto y, de paso comer algo, pues el bocata se nos ha quedado en poca cosa (y mira que parecía contundente) así que nos vamos a un local que no podría definir ni como restaurante, ni pub, ni terraza. Es todo a la vez. Se trata de un solar repleto de mesas de picnic. A la izquierda, unos soportales alojan dos puestos de venta de carne cruda, una barbacoa gigantesca, como de seis metros como mínimo, empotrada en una pared y, al fondo, una discoteca con sillones de escay blanco, gente elegante, copazos, música y luces de colores como si fueran las 12 de la noche, aunque solo deben ser las dos de la tarde.
En el puesto 1 se compra la carne que quieras, en el 2 te la hacen a la barbacoa, y luego te puedes ir con tu almuerzo a una mesa de picnic o si llueve, como es el caso, en la disco, comprarte un copazo y quedarte ahí comiendo, escuchando música atronadora. Se mezclan amigotes de camisas de cuadros devorando churrasco y brindando con jarras de cerveza, grupos de chicas pintadas como puertas y arregladas como para ir a los Oscar… Y todo lo que uno se puede imaginar entre medias, incluyendo a dos blancos, nosotros, más perdidos que Adán el día de la madre. La carne, por supuesto, deliciosa.
Acabamos viendo las icónicas Orlando Towers, que originalmente formaron parte de una central eléctrica. Antes también tenían pinturas de Mandela y otros personajes pero ahora lucen publicidad de Vodafone y una marca de cerveza, aunque según me explican va cambiando. Solo hay que pagar para que planten ahí tu anuncio, a saber cuánto. Se usan para hacer puenting, cosa que me parece un poco bestia.
Estos son todos los relatos de Sudáfrica:
I. Colonialismo entre pinos y eucaliptos
II. ¿Dónde están los leones de Kruger?
III. Ciudad del Cabo es un paraíso hipster
IV. Cómo llegar al fin del mundo
V. El frío da más miedo que los tiburones
VI. Los rincones más bonitos de Ciudad del Cabo
VII. Soweto rico, Soweto pobre
VIII. Tres museos imprescindibles de Sudáfrica
EXTRA: ¿Cuánto cuesta viajar a Sudáfrica?