SUDÁFRICA IV: CÓMO LLEGAR AL FIN DEL MUNDO

Tanto que ver en Ciudad del Cabo… Y, pese a que el tiempo falta siempre, hay que saber arrancarse de esta metrópoli alegre y salir a explorar nuevos horizontes, aquellos que lindan con el fin del mundo. Literalmente, es tal cual: la Península del Cabo es un apéndice donde el mundo viene a morir, o a nacer, según se mire. El Cabo de Buena Esperanza, primigeniamente llamado «de las tormentas» por razones obvias, espera a los viajeros que ansían poder marcar el fin del mundo en su mapa. En realidad no es el punto más al sur de África, ese el Cabo de las Agujas, 258 kilómetros más al este, pero el otro se lleva la fama, ignoro por qué.

Lo mejor que se puede hacer para llegar al fin del mundo es alquilar un coche que te llevará sin problemas por carreteras bien asfaltadas y libres de peligros en general. Al menos, no más que en otros lugares del mundo.  Si no es posible esta opción, se puede contratar una excursión organizada con cualquiera de las múltiples agencias que se ofrecen en todo Ciudad del Cabo. Cuidado: los precios varían mucho por hacer casi lo mismo. La opción mochilera barata no es mala teniendo en cuenta que lo que estás adquiriendo es un paseo en autobús con paradas y un almuerzo incluido.

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Los turistas y los comerciantes llegan a Haut Bay…/ © Lola Hierro
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Restaurantes marineros, aún cerrados porque es muy pronto./ © Lola Hierro

Antes de llegar al fin del mundo hay que realizar algunas paradas obligatorias. La belleza se tiene que consumir de manera gradual, porque te puede dar un espasmo si la observas toda de golpe. Así que una primera opción para ir entrando en el ambiente es Haut Bay, una bahía, una playa, un puerto pesquero. Los amaneceres son soleados y cálidos, y silenciosos. En el larguísimo litoral no se escucha más que el sonido de las algas al ser arrastradas por el personal de los servicios de limpieza y los ladridos de perros felices porque sus dueños les sacan a pasear bien temprano y sin correa. Libertad total para correr, chapotear y jugar.

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Mañaneando con los perros en la playa./ © Lola Hierro
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La playa de Haut Bay, una delicia./ © Lola Hierro
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Una vecina juega con sus perros./ © Lola Hierro

Haut Bay se ve muy ajetreado de buena mañana: los pescadores se apresuran a descargar las capturas recién obtenidas para que lleguen a los mercados, restaurantes y hogares lo más frescas que sea posible. Los turistas llegan con cuentagotas, al mismo tiempo que el mercadillo de baratijas de estilo africano (las mismas que puedes encontrar en Senegal o Kenia) se despereza poco a poco. El número de puestos abiertos es proporcional al número de turistas que van llegando.

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Los barcos pesqueros permanecen amarrados al muelle de Hut Bay./ © Lola Hierro
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Los pescadores sacan la captura de la mañana./ © Lola Hierro
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Pescadito fresco, listo para llevar a la lonja./ © Lola Hierro

Al borde del muelle, los cruceros para observar focas se preparan para zarpar, y un hombre barbudo con otro que lleva un gorro ofrecen a los que pasan por ahí una foto con su foca amaestrada. Ella parece inofensiva, y seguramente lo es. Quienes no lo son tanto son estos dos perversos, que explotan al pobre animal cautivo como un mono de feria. Si vas a Haut Bay y te topas con ellos, no te hagas la foto, no les des un céntimo. No contribuyas al maltrato animal.

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Los esclavistas de la foca./ © Lola Hierro

Desde allá abajo, en la playa, no se pueden admirar los profundos acantilados del fin del mundo. Hay que subir un poco, o bastante diría yo, para darse cuenta de dónde se halla una. El mirador de Chapman’s Peak es un buen lugar para ello. O para comprarse un pájaro hecho de cuentas de colores obra de las manos hábiles de una vendedora ambulante, o un cuadro en tres dimensiones.  O para hacer pis. Aunque los lavabos no tienen agua, aviso al caminante.

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Vistas desde Chapman’s Peak./ © Lola Hierro
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En lo alto de Chapman’s Peak se puede comprar arte./ © Lola Hierro
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Además de pinturas, también pajaritos de metal./ © Lola Hierro
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Florecillas en lo alto de la montaña, y dos turistas al sol al fondo./ © Lola Hierro

Y luego la atracción de circo, los pingüinos de Boulders Beach. Llegar aquí no cuesta más que la gasolina, pero entrar en el parque nacional para admirar a estos animalillos tan patosos y entrañables sí que es de pago.  Y a gusto del consumidor; puede optar por lo fácil y pagar, entrar y verlos, o puede arriesgarse a encontrarse alguno en alguna playa perdida de Sudáfrica y ahorrarse el dinero. En cualquier caso, no es un gran dispendio y, dejando de lado que los turistas se amontonan hasta un punto que da lástima y vergüenza ajena, ver a los pingüinos es muy divertido.  No solo los encuentras en la playa, sino agazapados en nidos por las dunas de los alrededores, bien camuflados entre las hierbas más altas.

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Los pingüinos de Boulder’s Beach./ © Lola Hierro
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Este como los lagartos, tomando el sol tan pichi./ © Lola Hierro
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Turistas como sardinas en lata para ver a los pingüinos./ © Lola Hierro

Un poco más lejos, a cinco minutos caminando, está una de las playas más fotografiadas del sur de Sudáfrica, aquella con rocas enormes donde siempre hay alguna influencer de turno inmortalizándose.  Si hace calor, una se puede bañar y todo. En abril el tiempo no acompaña y más bien hace falta rebequita por el viento que sopla. 

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La playa de las influencer. Bonitísima, pero no me baño ni loca./ © Lola Hierro
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Se puede trepar por estas rocas para llegar a otras playas, solo accesibles con marea baja./ © Lola Hierro
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Otra imagen idílica de la playa. Aquí falta la sirenita./ © Lola Hierro

Después de todas estas visitas ya es hora de conocer el fin del mundo. Resulta bello en todas sus formas, pero si coincide un día de buen tiempo para visitarlo, mejor que mejor. Hasta allí se llega por carreteras sinuosas en las que los babuinos campan a sus anchas, al acecho de cualquier comestible que puedan robar a los turistas. Tanto es así que existen carteles que avisan a los conductores de que suban las ventanillas de sus vehículos, pues de otra manera estos endiablados animales podrían causar problemas.

LLEGANDO AL FIN DEL MUNDO

Cuando ya no hay más carretera que se pueda recorrer es porque se ha llegado. El fin del mundo se puede contemplar desde lo alto de dos cabos: Cape Point y el Cabo de Buena Esperanza, que es aquel que el marino portugués Bartolomé Díaz lo bautizó en 1488 como Cabo de las Tormentas. Pero el rey Juan II de Portugal decidió cambiarle el nombre al que hoy conocemos porque le pareció muy buena noticia saber que, por fin, se podía seguir navegando hacia el este a partir de este rincón del mundo, tan peligroso y poco manejable, y que la ruta permitía llegar a las Indias. En concreto, fue Vasco de Gama quien lo descubrió.

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En el fin del mundo hay este letrero./ © Lola Hierro
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Las vistas desde el Cabo de Buena Esperanza./ © Lola Hierro

Aquí, en estas playas, vivieron durante siglos los primeros habitantes de estas tierras, los san y los khoi, hace diez mil años. Eran recolectores, cazadores y ganaderos, y supieron muy bien buscarse la vida en estas tierras hostiles, poco apropiadas para la agricultura. Con el paso del tiempo fueron sucesivamente desplazados por los bantúes que bajaron desde el delta del Níger hace 2.500 años, luego por los colonos europeos, primero los portugueses y los holandeses después, y también por otros africanos que vinieron desde el norte, como zulúes. Los san hoy son una minoría muy insignificante, no tienen representación política y su estilo de vida se encuentra amenazado.

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Desde Cape Point se ve el Cabo Buena Esperanza. El camino de uno a otro se puede hacer a pie fácilmente./ © Lola Hierro

Bien, decía que el fin del mundo se puede observar desde dos cabos y que se puede ir a los dos en el orden que a uno más le guste, pero yo recomiendo hacerlo por este orden: primero Cape Point y luego el otro. La razón es la economía de movimientos y también no dejarse lo más cansado para el final. Para ascender a Cape Point se puede llegar con el coche hasta el mismo comienzo de las escaleras que llevan hasta la cumbre. Está todo muy bien acondicionado: un funicular para quienes no quieren o pueden moverse mucho, una tienda de recuerdos, un restaurante, un aparcamiento, aseos y parterres de florecillas. Todo el suelo, además, ha sido pavimentado, así que no hay peligro de tropezarse.

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Para subir, las escaleras están muy bien construidas. / © Lola Hierro

El ascenso a pie es cansado, pero asumible. Los escalones están muy espaciados y se entremezclan con tramos de cuesta suave. El mayor peligro son los babuinos, otra vez, que no dejan en paz a la gente. Como lleves un helado, un refresco o algo comestible, no dudes de que se te van a echar encima. Lo he visto dos veces en un rato allí.

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Maldito mono… Le hice una foto porque estaba de espaldas. / © Lola Hierro

En lo alto de Cape Point existe un antiguo faro que antaño causó problemas porque los barcos no lo veían bien, quiero recordar, así que al final dejó de utilizarse y se construyó otro un poco más lejos, en una ubicación más apropiada. Este ahora se encuentra viejo, lleno de pintadas… Y lleno de turistas. Lo peor de ir hasta arriba es la cantidad de gente haciéndose selfis y hablando muy alto, moviéndose sin sentido… Se pierde un poco la magia del lugar, pero las vistas siguen estando ahí. Hay que subir para decir que se ha estado observando el fin del mundo. Es tan estremecedora la inmensidad del océano y el tamaño de las montañas, la profundidad de los acantilados y el sonido del viento que se te corta un poco la respiración.

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El faro, en lo alto de Cape Point. Ya no se usa. / © Lola Hierro
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Turistas subiendo y bajando del faro./ © Lola Hierro

A continuación, la bajada, que se hace en un periquete hasta el aparcamiento. Y aquí, la idea es tomar un sendero acondicionado con tablones de madera que lleva hasta el Cabo de Buena Esperanza. Es un camino precioso, entre matorrales y flores, nada complicado. Discurre al borde de los acantilados, pero lo suficientemente separado como para no tener miedo a irse hacia abajo.

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La pasarela de madera para caminar cómodamente entre los dos cabos./ © Lola Hierro
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Jose, paseando entre idílicas veredas./ © Lola Hierro
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Florecillas del campo./ © Lola Hierro

En un momento dado, unas escaleras estrechísimas de madera dan la oportunidad de descender a una playa. Son 227 escalones para bajar y luego para subir, pero es la única oportunidad de encontrarse con las furiosas olas que azotan estas costas. Merece la pena.

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La playa a la que se puee bajar. / © Lola Hierro
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Unos excursionistas al sol./ © Lola Hierro

Una vez arriba, el camino señalizado de tablones de madera deja de existir para convertirse en una vía más apropiada para cabras que para personas, pero igualmente, entre pedruscos y recovecos se puede seguir ascendiendo. Ahora cuesta un poco más y hay que tener cuidado de no torcerse un tobillo con las irregularidades del terreno. Pero repito: merece la pena. Arriba del todo, en el Cabo de Buena Esperanza, en el último punto al que el hombre podría llegar, se esconde, ahora sí, la mejor vista de todas, la del océano y nada más. En el horizonte, el fin del mundo, nada y todo. La Antártida, se supone, pero a miles de kilómetros. ¿Tan austral? Es el lugar que casi se puede ver la curvatura de la Tierra.

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En lo alto del Cabo de Buena Esperanza. / © Lola Hierro
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Las mejores vistas hacia la Antártida./ © Lola Hierro
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Arte yogui rupestre en lo alto del cabo./ © Lola Hierro

Cuando una ya se ha llenado los pulmones del aire más puro y los ojos de tantos azules y los oídos del rugir del mar, ya se puede ir. Por donde ha venido es una opción, pero hay otro descenso más abrupto y que hay que tomar con cuidado que lleva hasta otro aparcamiento. En este, además, se encuentra el famoso cartel del Cabo de Buena Esperanza donde la gente hace cola para tomarse una foto. Si es importante la imagen para el álbum familiar, se puede bajar por aquí, que además es más corto (pero más empinado) y luego enfilar a donde se haya dejado el coche. Cuando yo pasé por allí, nos salió al encuentro un avestruz. Así que un consejo: los ojos bien abiertos en este lugar.

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De ahí arriba vengo yo./ © Lola Hierro
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Misión cumplida. Foto instagram de postureo, claro. / © Turista amable
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¡Lo del avestruz es verdad! / © Lola Hierro

Estos son todos los relatos de Sudáfrica:

I. Colonialismo entre pinos y eucaliptos
II. ¿Dónde están los leones de Kruger?
III. Ciudad del Cabo es un paraíso hipster
IV. Cómo llegar al fin del mundo
V. El frío da más miedo que los tiburones
VI. Los rincones más bonitos de Ciudad del Cabo
VII. Soweto rico, Soweto pobre
VIII. Tres museos imprescindibles de Sudáfrica
EXTRA: ¿Cuánto cuesta viajar a Sudáfrica?

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