SUDÁFRICA V: EL FRÍO DA MÁS MIEDO QUE LOS TIBURONES

Sorpresa, miedo y envidia (sana). Estos tres sentimientos se han sucedido en todas aquellas personas as las que les conté que en Sudáfrica iba a ir a un lugar donde te meten en una jaula en medio del mar para ver tiburones nadando a tu alrededor. Menuda locura. ¿Y si te muerden? ¿Y si se meten dentro dela jaula? ¿Y si…?

Las costas más adecuadas para realizar esta actividad son las de Gaansbai, un pueblo a unas tres horas en coche desde Ciudad del Cabo. Se puede llegar a él en contratando un servicio de vehículo puerta a puerta o en viaje organizado, pero sale carísimo. Lo mejor, de nuevo, es alquilar un coche. Esto, además, da la oportunidad de detenerse al gusto del consumidor por los distintos sitios bonitos que se atraviesan a lo largo del camino por el borde de la costa y que llega hasta Port Elizabeth.

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COnduciendo por la costa atlántica. / ©Lola Hierro

Gaansbai es un pueblo pequeño que debe vivir del turismo gracias a los tiburones. En el puerto hay decenas de empresas con nombres muy parecidos que ofrecen esta actividad. Hay que madrugar muchísimo para apuntarse. Las seis menos cuarto es la hora a la que nos convocan.

Debo decir que esto no era algo con lo que yo soñase, para nada. Ni se me había pasado por la cabeza. Si me he visto en este lance es porque se me ocurrió regalarle esta experiencia a Jose por Reyes Magos. Y claro, no se iba a ir solo.

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Los alrededores de Gaansbai… / ©Lola Hierro

Cuando me dispuse a buscar la empresa que contrataría, tenía mis dudas porque no estoy a favor del turismo a costa de explotar animales, así que siempre miro muy bien cómo se hace, qué se hace, quién lo hace… Después de leer mucho encontré que aquí en Gaansbai existen algunas fundaciones de investigación y protección de los escualos que además realizan esta actividad, que en ingles, por cierto se llama cage diving o buceo en jaula.  Los responsables de la empresa que elijo tienen como máxima el respeto y cuidado de estos animales, y reúnen una serie de condiciones que me convencieron; están muy centrados en la preservación de la especie y en la sensibilización a través de participación en proyectos educativos y de investigación científica.

Y así, sin saber muy bien cómo, me encuentro una madrugada de abril en el puerto de Gaansbai ante un amanecer de caerse de espaldas, de lo más precioso que he visto en África y en el mundo entero. Amanecer que presencio desde la terraza de la empresa que elegí para esta aventura.

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Amanecer de infarto en Gaansbai. / ©Lola Hierro

Lo primero que se hace al llegar es desayunar, porque hay que salir al mar con energías. Pero, ojo si eres de los que se marean, cada uno sabrá cuánto puede llenarse la panza y con qué. Si estás pensando hacer esta excursión, considera la posibilidad de llevar pastillas contra el mareo.   

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El puerto desde el que salen los barcos con jaulas para bucear junto a tiburones.. / ©Lola Hierro
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Este es nuestro barco. . / ©Lola Hierro

Tras el desayuno, las explicaciones de nuestro jefe de expedición. Somos un grupo de unos 15 incautos que escuchamos con más sueño que otra cosa todo lo que nos detalla sobre la vida y milagros de los tiburones y sobre cómo va a transcurrir el día. Cuando termina, es hora de ponerse los neoprenos que amablemente nos han cedido, bien mojados por fuera todavía, para que te vayas acostumbrando al frío que vas a pasar. Porque sí, hace un frío que pela a las seis de la mañana del mes de abril de la costa sudafricana. A ver, que no es el polo norte, pero entre el relente, los 15 grados a todo tirar y el traje de buzo mojado…

Partimos con las primeras luces del alba y, cosa curiosa, subimos a nuestro barco con este aún en tierra. Una vez que estamos todos abordo, una grúa nos coloca en el mar. Nunca había embarcado de esta manera y me llama mucho la atención. El capitán pone el motor en marcha y nos adentramos unos 10 kilómetros mar adentro. Por el camino, que dura como 45 minutos, nos acompaña un torbellino de gaviotas a la que los marineros alimentan con pescaditos que ellas mismas recogen al vuelo.

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Gaviotas con nosotros.. / ©Lola Hierro
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Los marineros les dan pescaditos a las gaviotas.. / ©Lola Hierro

Y ya por fin, el barco se detiene. Nos explican que los tiburones podrían aparecer en dos minutos, o en dos horas, o nunca. Vamos a estar aproximadamente tres horas allí y nos iremos sumergiendo de cinco en cinco en la jaula. Esta es una estructura metálica de unos dos metros y medio de alto por uno de ancho y unos cinco de largo, y está pegadita al casco de la embarcación. Caben cinco personas en fila, un a lado de la otra. Una vez en el interior, hay que agarrarse con manos y pies a una barra metálica roja que está metida dentro de la jaula, y no a los barrotes en sí. Eso nunca, es la regla de oro: no puede sacar ninguna extremidad de la jaula, ni siquiera un dedo, ni un segundito la mano para hacerte un selfie o grabar con la GoPro. Los huecos que dejan los barrotes de la jaula son suficientemente estrechos como para que un tiburón no pueda acceder, pero si uno saca las manos… Eso ya es otra cosa.

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Todos deseando entrar. . / ©Lola Hierro

El día pinta bien, parece que se va a despejar, aunque las persistentes nubes que tapan el sol no nos dan tregua con el frío. Las pocas veces que se asoma un rayito y nos calienta, estamos en la gloria. Yo, de primeras, declino meterme ahí. Jose, sin embargo, ya está dentro de la jaula antes incluso de que le hayan dado el verdugo de buzo para no enfriarse las ideas. Le da igual. Se mete a pelo en el agua, que está a unos diez grados. Su cara de frío solo es comparable a la del chico que tiene a su lado.

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Jose, sin verdugo ni nada, listo para recibir a un tiburón. / ©Lola Hierro

La gracia de estas jaulas es que están en la superficie del mar, así que no hay que usar equipos de buceo ni plomo para mantenerse abajo (los plomos se enganchaban entre los barrotes y dieron algún problema, parece ser). Es muy sencillo. Con los pies agarrados en la barra inferior, uno queda con el agua justo por el cuello. Los marineros tiran un cebo enganchado a un anzuelo y este, a su vez, a un cabo muy grueso, pero que no alimenta nada. Uno de los requisitos para que esta actividad sea responsable es que no se alimente a los tiburones porque dar de comer a un animal salvaje puede ocasionar problemas —ya que modifica su comportamiento y el equilibrio natural.

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Vienen mostrando la aleta… / ©Lola Hierro

Total, que el marinero tira el cebo mientras otro lanza cubos de agua mezclados con restos de pescado, pues el olor atraerá a los tiburones. Cuando uno se aproxima, te gritan: ¡down, down! ¡Abajo, abajo! Y tú sumerges la cabeza y el cuerpo, lo ves venir, flipas y luego vuelves a salir a la superficie. Hay que hacer mucha fuerza con los brazos para mantenerse inmersa, aviso.

Pero yo de primeras no sé nada de esto porque el frio me tiene paralizada y no quiero meterme en esa agua tan helada. Así, mis primeras horas en el barco transcurren yendo de un lado a otro de la cubierta, arriba y abajo, para ver a los tiburones que sí que llegan. Aunque en honor a la verdad, la primera en hacer aparición es una manta raya como una plaza de toros de grande. Y luego una foca muy simpática que nada haciendo piruetas y rodea nuestro barco antes de irse. Nada que ver con las que veo en zoológicos o en el Parque de la Magdalena de Santander, que están mustias, apenas se mueven… Pobrecitas.

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¡El morro del tiburón! / ©Lola Hierro

En fin, que los tiburones llegan y es alucinante verlos. Porque lo hacen como en las pelis, con la aleta asomando. Pero sin la música, claro. No se ceban con los barrotes porque, aunque ven muy bien, parce que ellos creen que el barco y la jaula es todo una misma cosa y no les interesa. Se acercan tanto que, a veces, cuando dan la vuelta, pegan un coletazo contra el barco que sacude a los buzos. Pero es increíble verlos tan de cerca.

Lo sé porque, al final, me meto en el agua. Me digo que si no lo hago, me arrepentiré. Así que me quito los dos abrigos, me sacudo el frío como puedo mientras juro en arameo y me coloco las gafas, el verdugo y los calcetines de buzo. Y para adentro. En mi vida he sentido un agua tan congelada, es como meterse en una bañera de cubitos de hielo. Castañeteo y tiemblo toda yo mientras espero a los tiburones, que son unos cuantos. Pero no de miedo, sino de congelación. Dentro del agua la sensación es mejor, el principal problema viene durante el tiempo en que el agua se filtra por el neopreno, hasta que se atempera la cosa.

En el vídeo, un día en las aguas de Gaansbai con tiburones. / ©J. Cerván y L. Hierro

Desde la cubierta, y luego desde la jaula, veo uno, dos, tres y hasta cinco tiburones rondándonos. Y uno blanco incluso, mucho más grande, con una cara que da más miedo y más fuerte también. Pega un coletazo que sacude todo el barco y nos hace trastabillar.

Pero en ningún caso se interesan por nosotros. Solamente uno, precisamente cuando estoy yo en enjaulada, mete el morro entre dos barrotes intentando alcanzar yo qué sé qué. Pero se va rápidamente, no tenía nada que hacer el pobre.  Y no me asusta, no. Cuando estás ahí sumergida es todo muy raro, es como si el tiempo y las sensaciones pasaran a cámara lenta. Ves venir al animal y piensas: anda, mira, un tiburón que viene… Y te quedas tan pancha observando hasta que este se da la vuelta y se marcha. En realidad todo es muy rápido, no son más que cinco segundos de inmersión, pero la sensación es otra.  Quizá tenga que ver el silencio absoluto que hay bajo el mar.

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Uno de los marinos nos graba con la GoPro. / ©Lola Hierro

Al cabo de tres horas de observación, levamos anclas y ponemos rumbo al puerto. Sale el sol por fin y sus rayos me secan el neopreno, mi cuerpo se va calentando después de lo mal que lo ha pasado en el agua. Es una sensación magnífica. Cuando llegamos a tierra firme, la mejor recompensa: una ducha caliente que te quita la sal de encima y la sensación de frío, se te queda el cuerpo como si salieras de un spa. Por último, un almuerzo muy rico (lasaña vegetal y ensalada, recuerdo) y la visualización del vídeo que dos amables ancianos marinos, dos lobos de mar de verdad, han grabado con sus Go Pro durante la travesía y que se puede comprar para llevar de recuerdo a casa. Se nos ve a todos sonriendo a la cámara, viviendo la aventura alegremente. Normal… No todos los días una se baña rodeada de tiburones.

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Demasiado temprano para salir bien en las fotos. / ©Lola Hierro

No puedo terminar este relato sin recordar que el buceo con tiburones es una actividad controvertida. Parte de la comunidad científica sostiene que es algo innecesario y que no se sabe a ciencia cierta cuáles pueden ser sus consecuencias ecológicas a largo plazo. Por otra parte, quienes sí organizan estas expediciones aseguran que desempeñan un papel en la educación de la sociedad para reducir la imagen negativa que se tiene de estos animales y que también sirve para aumentar su protección. Si te decides a hacer algo así, asegúrate de estas condiciones: que la empresa que contrates esté participando en proyectos de conservación de la especie, que informen abundantemente a los clientes, que no usen carnada para atraer ejemplares, limiten el número de personas de cada visita y que el buceo se realice a bastante distancia de la costa para no poner en peligro en bañistas.

Estos son todos los relatos de Sudáfrica:

I. Colonialismo entre pinos y eucaliptos
II. ¿Dónde están los leones de Kruger?
III. Ciudad del Cabo es un paraíso hipster
IV. Cómo llegar al fin del mundo
V. El frío da más miedo que los tiburones
VI. Los rincones más bonitos de Ciudad del Cabo
VII. Soweto rico, Soweto pobre
VIII. Tres museos imprescindibles de Sudáfrica
EXTRA: ¿Cuánto cuesta viajar a Sudáfrica?

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