—»La próxima vez que nos encontremos, ya no seremos las mismas personas».
Ella intentó que su voz sonara firme pese a que la enfermedad le había arrebatado las fuerzas varios días atrás. No quería preocuparle más. Sabía que el viaje llegaba a su fin, que su camino y la de su compañero de aventuras se bifurcarían en apenas unas horas y, pese a las buenas intenciones y las mejores palabras, el reencuentro se tornaría complicado.
Ambos se aferraban a esos últimos momentos viajeros juntos, sabiendo que sus planes se les escapaban como se escapa el cordel de un globo de helio de la mano de un niño. Caminaban junto al río de esa lejana, mítica y sagrada Varanasi donde los espíritus más sensibles perciben que la ciudad late de una manera diferente al resto. Iban muy juntos porque él tenía que sostenerla del brazo para aliviar un poco su agotamiento. Se sentaron en las enormes bancadas de piedra que acaban sumergidas en las aguas del venerado Ganges. Hablaron, sinceros, sobre lo bueno, lo malo… Cayeron, boca, arriba, todas las cartas sobre la mesa. Después, regresaron muy despacio al hotel.
La enfermedad desconocida que la había atenazado unos días atrás la tumbó del todo al llegar a Varanasi. El trayecto en tren desde Agra hasta la ciudad sagrada fue un infierno que puso a prueba los nervios de ambos. Los imprevisibles ferrocarriles indios no se portaron bien esos días con los dos viajeros. Un trayecto de nueve horas con una parada de tres en un pueblo intermedio en el que hacer transbordo se convirtió en una pesadilla: el tren estuvo parado casi todo el tiempo. No había agua, y los ventiladores no se movían. Llegó la noche y tampoco hubo luz.
En el atestado vagón de tercera clase, un hombre con turbante escuchaba música en su teléfono móvil a todo volumen sin auriculares. En el asiento contiguo, un bebé de apenas meses lloraba rabiosamente ante la desesperación de sus padres. Tres indios sentados en el mismo banco discutían acaloradamente en un idioma que podría ser maratí, hindi o bengalí. A saber. En medio de tal circo, ella se ahogaba, se la llevaban los nervios y perdía las fuerzas después de tres o cuatro visitas un mugriento baño en el que había vomitado sangre todas las veces. Él, con un dolor de estómago importante, no estaba de mejor humor. El tren llegó tan tarde a la estación intermedia que tuvieron que cruzar las vías a la carrera, sin mirar siquiera si estaba por pasar otro convoy, y se subieron casi en marcha al que tenía que llevarles a su destino final. Fueron momentos muy feos que se acabaron por llevar las energías de los dos.
Cuando llegaron a la estación central de Varanasi, al mediodía siguiente, ella se desvaneció en medio de una pasarela por la que caminaban, apretujados, cientos y cientos de indios. Cuando espabiló y vio que estaba tirada en el suelo y que había docenas de pares de ojos mirando sin ayudarla, le sobrevino un ataque de ansiedad. Él la calmó, la ayudó a pasar el mal trago. También a parar un transporte que les sacara de allí y a encontrar un lugar aseado y tranquilo donde pudieran descansar.
La enfermedad cambió sus planes de la noche a la mañana. Ya no habría incursión a los Himalayas, no habría una visita al Gobierno budista en Dharamsala, no. En su lugar, transcurrieron días interminables de reposo en la cama de un hotel un poco más limpio que los hoteles de presupuesto medio de India. Los 40 y 45 grados diarios, unidos a los constantes cortes de electricidad que se llevaban con ellos el aire acondicionado, no contribuyeron a su mejoría. Deprimida, desconcertada por ignorar dónde y cómo había perdido la salud y, sobre todo, cuándo volvería, no quería -tampoco podía- comer ni moverse. Tenía cinco días para mejorar y poder coger un avión de vuelta a su país, donde esperaba que la tratasen de sus desconocidos males. De empeorar, no habría más remedio que ingresar en un hospital indio, algo que ella quería evitar a toda costa. No porque fueran peores: solo quería volver a casa. Cinco días.
Él se encargó de que no se rindiera. A diario recorrió las calurosas calles de Varanasi buscando alimentos que su compañera pudiera tolerar. Cuando no, pasaba las horas recostado a su lado, leyendo, durmiendo, escuchando música, pensando… Charlando cuando ella sacaba fuerzas y ganas. Vigilante por si había cambios. Esos son los verdaderos compañeros de viaje.
Ella dormía mal. Pasaba casi todo el tiempo en silencio, aprendiendo de memoria los detalles de ese dormitorio que recordaría toda su vida. La raída cortina de rayas blancas y naranjas por donde se filtraba el sol cada amanecer; el cuadro de dos mujeres vestidas con saris verdes y rojos de las que una se parecía asombrosamente a su abuela paterna; la moderna televisión sostenida en la pared desde la que llegaron a ver un partido de la liga de fútbol española; las mochilas tiradas en un rincón; el plato de arroz blanco sobre la mesita de noche, esperando a que le entrara el apetito…
El cuarto día se despertó más temprano que de costumbre. Aún no había salido el sol, el calor aún no era insoportable. Se sintió un poco más viva. Miro a su lado: él dormía profundamente. Por primera vez en días, cogió su cámara de fotos, más pesada de lo que recordaba. Abrió la puerta de su habitación y, descalza, con pasos vacilantes, salió a la enorme terraza del hotel, que está orientada hacia el Este, a solo unos pasos del Ganges, por donde justo empezaba a despuntar el sol.
Desde la segunda planta del edificio no se oía nada: Varanasi dormía. Un pescador a bordo de una pequeña balsa, justo en el halo de luz que el sol empezaba a proyectar sobre las aguas del río, era la única presencia humana visible. Ella disparó su cámara. Una foto, dos, tres. No sabía muy bien a qué apuntar. Ya a las cuatro y media de la mañana, el astro rey saludaba a Varanasi con toda su furia cegadora. Naranjas, rojos, rosas y negros en la pantalla de la cámara de fotos. El agua, inmóvil, como si fuera aceite. Sentada en una silla de plástico que un día fue blanca, pasó un tiempo indeterminado observando semejante prodigio de la naturaleza, que de vez en cuando sorprende con la belleza más pura en los lugares más deprimidos del planeta.
Ese día se sintió más fuerte. Comió mejor y la sonrisa volvió a su rostro. Caminó un poco más por las calles circundantes durante las horas en las que el sol no pegaba tan fuerte. No estaban en una zona turística de la ciudad, sino en otra más alejada pero más tranquila, de las que no salen en las guías de viajes porque, aparentemente, no tienen nada interesante que ofrecer. Había menos motos, menos ruidos, menos bocinazos, menos gente y menos desesperación. Las vacas paseaban a sus anchas por un asfalto fracturado y adornado con boñigas aquí y allá. Los conductores de rickshaw asediaban a los pocos turistas que veían pasar en su batalla por ganarse una carrera; los sadhus se relajaban un poco: aquí no había tanto extranjero ignorante a quien pedir dinero. En ese rincón de Varanasi la vida pasa más despacio y con mayor sigilo que en el resto de la ciudad.
La última noche, los amigos pasearon un poco más lejos que le día anterior. Él quería animarla; se había hecho responsable de su seguridad y bienestar durante ese viaje hasta el punto de ponerle un anillo de casada y decir a todo el mundo que era su esposa para que no la molestaran más de lo inevitable. Sirvió de algo, pero poco: tez pálida, ojos claros y melena rubia son imanes para los locales y más de una vez tuvo que sacar el genio para quitar de encima de su amiga la mano de algún joven especialmente espabilado.
Una vez más, haría de guardaespaldas. Ella quería ver Varanasi, algo que hasta entonces no había hecho a causa de su enfermedad. Él había leído las noticias del día y sabía que esa noche estaba en la ciudad Narendra Modi, el ganador de las elecciones presidenciales indias. El nuevo jefe de Estado quería dar las gracias por la victoria en el río sagrado. Y le propuso visitar el lugar donde se habían organizado los fastos. Era un poco arriesgado: estaba lejos y habría mucha gente, pero su compañera, a quien la enfermedad no le había mermado la curiosidad, aceptó el plan.
Intentaron llegar en rickshaw, pero el conductor, un hombre enjuto y con los dientes delanteros demasiado prominentes, solo pudo llevarles hasta la mitad del camino: todo estaba cortado por la policía y el Ejército por razones de seguridad. Caminaron por una avenida más ancha que la mayoría de calles en India. Por todas partes los seguidores de Modi celebraban la victoria de su candidato. Unos con banderas, otros con pañuelos naranjas —el color del partido— atados a la cabeza, otros solo con lo puesto, en el peor de los sentidos. A la izquierda, un hombre tañía las campañas de un templo; a la derecha, otro arengaba a un grupo de ciudadanos con ayuda de un megáfono. Las metralletas de las fuerzas de seguridad contrastaban con las guirnaldas colgadas por los balcones, las farolas y el enmarañado cableado que caracteriza a las ciudades asiáticas. Los graves semblantes de los soldados y policías lo hacían con las sonrisas y la excitación de los transeúntes. En ese maremágnum de contrastes no faltaban mendigos, ancianos, comerciantes, vacas, perros callejeros y algún niño desorientado.
No había ni rastro del recién nombrado presidente cuando llegaron al lugar donde se alzaba el escenario desde el que había hablado. En una plataforma a orillas del Ganges, Modi había prometido unos minutos antes a miles de indios que trabajaría sin miedo, por y para todos. Ahora solo quedaban algunos seguidores charlando entre ellos y unos periodistas locales entrevistando a un miembro del partido ganador ante unos 40 o 50 curiosos. No importó que hubiera a terminado el espectáculo; de hecho fue casi mejor porque las pocas fuerzas de ella no hubieran soportado una desbandada de miles de personas. La hubieran pasado por encima.
Caminaron con el Ganges a su izquierda. Intentarían volver al hotel a pie siguiendo el margen del río. Cuanto más avanzaban, más silenciosa y oscura se tornaba la noche. Las reuniones de hombres con pañuelos naranjas se evaporaron y, en su lugar, solo encontraron a un par de chavales caminando apresuradamente hacia a saber dónde y a un anciano que renqueaba ayudado por un largo bastón. En el río solo quedaban algunos pescadores que arreglaban sus redes o adecentaban sus barcas de madera para salir a faenar al día siguiente. Un sadhu ausente perdía la mirada en la negrura del Ganges. Los hieráticos edificios de piedra que adornan la orilla del río observaban caminar a la pareja, y solo los ladridos de un par de perros rompieron la quietud de la noche. Los graffitis y dibujos escritos en lenguas europeas atestiguaban que esa zona, en temporada alta, era mucho más marchosa que en aquel mes de mayo, en el que solo viajeros locos e inconscientes como ellos se atreven a adentrarse en un país donde las temperaturas alcanzan los 50 grados en algunas regiones.
A la mañana siguiente, el conductor enjuto de dientes salidos llevó a la muchacha al aeropuerto. Él le hizo prometer que la protegería durante el camino. Le imperó a que, cuando regresara, fuera a buscarle para decirle cómo había ido el viaje. Los amigos se despidieron con un fuerte, muy fuerte abrazo. No se iban a ver en mucho tiempo. Ella montó en el carrito y se dijeron adiós con la mano y una sonrisa forzada hasta que la distancia fue demasiado grande.
El conductor del rickshaw apenas sabía inglés, pero quería ser amable con la muchacha, que estaba pálida, como enferma. Inesperadamente, paró el vehículo, murmuró algo que ella no entendió y se bajó a toda prisa. Desconcertada, ella le siguió con la mirada hasta un grupo de niños que vendían collares de flores. En menos de cinco segundos él estaba de vuelta con una lustrosa guirnalda amarilla y naranja. Se la ofreció con una mirada de preocupación. «Es un regalo para ti, te va a dar suerte y te va a proteger», dijo con semblante muy serio. El señor, que apenas gana unas rupias al día para sobrevivir, le había comprado un regalo. Ella lloró emocionada y le abrazó. Nunca olvidará la mirada de ese hombre. El resto del camino transcurrió en silencio. Cuando se despidieron, en la entrada del aeropuerto, ella le abrazó igual de fuerte que un rato antes había hecho con su amigo. Sabía que, posiblemente, tampoco volvería a ver a ese hombre de corazón puro.
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