Llevo cuatro días en Bombay, o Mumbai, y no sé si puedo contar algo de esta ciudad y de India. Después de todo lo leído y escuchado, no me siento con autoridad para dar nada más que unas cuantas impresiones que en absoluto sirven para explicar cómo es este país. ¿Pero alguien lo podría explicar? Si algo estoy sacando en claro, tan solo con cuatro días observando la vida de Mumbai, sus barrios, su gente y su ritmo, es que esta urbe de 18 millones de habitantes baila al son de un caos ordenado pero incomprensible al que no vale la pena buscar el sentido. Simplemente tienes que dejarte llevar, mezclarte y confundirte entre la multitud.
Me avisaron de que India era así. De que encontraría ruido, multitudes calor, tráfico, suciedad y pobreza a palas. He hallado todo eso en Bombay, aunque no tanto como esperaba. No sé si porque esta ciudad está más europeizada que el resto o porque ya vengo acostumbrada al follón del sureste asiático. Hay ruidos, sobre todo del tráfico incesante. Aquí no saben conducir y menos aún saben controlar los impulsos de tocar el claxon a todas horas. Pero se lleva bien, pronto asimilas los pitidos como parte del paisaje sonoro y aprendes a sortear el tráfico y cruzar las calles como un indio más, esquivando todo lo que se acerca.
También es cierto que hay muchísima vida callejera. En cualquier rincón te venden de todo; aquí las tiendas de cualquier cosa son el equivalente a los bares en España: están por todas partes. Una cosa que me gusta mucho es que se venden muchos libros en la calle; la mayoría de las veces no son más que ejemplares fotocopiados, pero estos puestecillos abarrotados de tomos y tomos de toda clase de literatura me encantan.
Hay multitudes, pero solo me he agobiado en sitios como los soportales de la calle en la que me alojo, en el turístico barrio de Colaba. Cada mañana, docenas de indios abren sus puestitos de ropa, bisutería, bolsos, zapatos y otros complementos e intentan venderte hasta a su madre en una acera de dos metros de ancho por la que siempre pasa gente de un lado para otro. En Bombay nunca encuentras un espacio vacío, pero esto tiene también su parte buena: yo no me canso de mirar y admirar los preciosos trajes que llevan aquí mujeres y niñas. Los saris y los punjabi (conjunto de vestido y pantalón) son cada uno más bonito que el siguiente. Todos de mil colores vivos, con bordados, pedrería, lentejuelas, hilos de oro y plata… Hasta la mujer más fea va muy arregladita, con sus joyas, sus sandalias, sus pañuelos y sus mil colores. Las mujeres indias son preciosas.
Del calor no tengo nada que decir: es insufrible, como siempre, como en Asia. Qué se le va a hacer. Me paso el día y la noche sudando como un pollo y entre mi compañero de viaje, Joan, y yo, nos estamos bebiendo unas cinco botellas de agua al día. La suciedad es antológica, aunque Bombay tiene zonas que están bastante limpias. Si esta súper urbe destaca por algo es por sus maravillosa arquitectura colonial. Algunos edificios, como el museo Chhatrapati Shivaji Maharaj Vastu (ex museo Príncipe de Gales) o la estación de trenes Chhatrapati Sivaji (ex Estación Victoria) están muy bien conservados, pero otros están que se caen, arrastran una decadencia terriblemente romántica y a mi casi que estos me gustan más. Con mierda encima lucen mejor, parecen sacados de una película de terror ambientada en el siglo XIX.
Luego tenemos que hablar de la pobreza. Y no es esta la peor lacra de Bombay, sino la desigualdad. Niños de no más de tres años pidiéndote dinero en la puerta de un concesionario de Bentley, por ejemplo. Las calles mumbaitíes son el hogar de unos 100.000 niños mendigos, nada más y nada menos. Yo los veo y me los quiero llevar a mi casa. Hay miles de ellos, por todos los rincones. De hecho, los niños de Bombay han sido la nota constante en cada uno de los sitios que he visitado en esta ciudad.
LOS NIÑOS DE LA CALLE
Mi primera noche, en la que andaba con un cansancio indecente porque en dos días de viaje hasta aquí había dormido cuatro horas, me acerqué a la llamada Gate of India (puerta de India), un monumento a la independencia del país situado a la orilla del mar, en un extremo de la ciudad. Está pegada al hotel Taj Mahal, el más lujoso de Bombay y el mismo donde en 2008 hubo unos atentados islamistas que causaron 173 muertos y de los que se libró por los pelos la ex lideresa madrileña Esperanza Aguirre. El atentado también se dio en la estación de trenes y en el Café Leopold entre otros sitios. Este último está pegado a mi hostal y, leyendo sobre la matanza terrorista, ahora entiendo que tengan un detector de metales y un policía en la puerta.
El entorno es muy turístico; hasta la puerta se acercan turistas tanto indios como extranjeros. Siempre hay gente fotografiándola, siempre hay señores que te ofrecen una foto con el monumento de fondo a cambio de unas rupias y siempre hay algún niño merodeando. A mi me tocaron Pooja y Angel, dos niñitas de seis años, de piel tan oscura que apenas se las veía de noche. No me pidieron dinero, solo querían que las hiciera fotos haciendo el tonto y así nos acabamos haciendo amigas. Posaron para mi cámara de mil maneras, nos hicimos fotos juntas, les enseñé fotos de mis sobrinos que llevo en el móvil y así nos pasamos un buen rato. Me contaron que no tienen padres («no papa, no mama», decían), y que viven con su abuelo. Que ellas no duermen, que no van al colegio… están siempre por ahí. Imposible saber la verdadera historia de estas dos niñas, pero me encantaría conocerla.
QUE VIVA LA FIESTA
Basta prescindir de la cámara de fotos un día para que te ocurra algo maravilloso digno de documentar. Es la ley de Murphy. Así fue mi segunda experiencia con los niños de Bombay: exenta de imágenes. Paseando por las callejuelas de Colaba llegué a una barriada cercana al mar, una especie de barrio de pescadores donde destartaladas embarcaciones que un día sirvieron para faenar ahora son parte de estructuras imposibles bajo las que viven familias enteras. Pues había una fiesta. Una fiesta en honor de uno de los muchos dioses que los hindúes veneran. No recuerdo su nombre. Un templito donde los vecinos hacían ofrendas y rezaban, música, carpas de colores atadas entre los edificios y, claro, mucha gente.
Un grupo de niños bailaba al son de los tambores de otro grupo de chavales y de la melodía bollybudiense que salía del teclado que un adolescente tocaba afanosamente. Bailaban para ellos, pero en cuanto nos vieron aparecer, bailaron para nosotros, se volvieron locos y sus saltos cada vez fueron más altos, y sus piruetas cada vez más complicadas. Los adultos nos explicaron qué celebraban, nos ofrecieron dulces y una coca cola y hasta nos hicieron formar parte de un ritual en el que nos dieron una bufanda amarilla y una flor. No sé muy bien si hemos ingresado en una religión nueva o qué ha pasado. Lo que he aprendido es que en India cualquier ocasión es buena para celebrar. Lo importante es hacerlo, no importa el qué.
LOS CONTRASTES: DE COLABA A MALABAR HILL
Uno de los paseos más interesantes que uno se puede dar en Bombay es bordeando la costa desde el barrio de Colaba hasta Malabar Hill, al oeste si se mira el mapa. Siempre con el mar a la izquierda y fijándote en los edificios que dejas atrás a la derecha. Desde el estadio del equipo de cricket local hasta un hospital pijísimo que parece un palacio, hasta casas elegantes de gente con pasta. Y la playa, como una metáfora del país en sí: familias elegantemente vestidas paseando o comiendo helados, vendedores ambulantes de agua o de fruta, indios haciendo windsurf, exclusivos clubs privados que acaparan un pedacito de playa, vagabundos en compañía de monos pidiendo unas rupias para los animalitos, mujeres paupérrimas con la mano extendida, niños medio desnudos que viven entre dos cartones y una tela debajo de una palmera… he visto familias enteras viviendo en las rocas, al final de la playa de Chowpatti que es, supuestamente, donde uno se puede bañar aquí. Yo no he metido ni el dedo del pie, el agua está de un color misterioso y no da buen rollo.
Cuando se acaba la playa, sigues pateando cuesta arriba y acabas encontrándote en Malabar Hill, un barrio de Bombay para buenas familias. Al principio todo es igual que en el resto de la ciudad: edificios de arquitectura colonial medio desvencijados y con los cristales rotos, puestos de comida en sus bajos, humo y tráfico. Pero si sigues subiendo y subiendo, el ambiente se va volviendo más tranquilo. Y sin darte cuenta, te encuentras en un remanso de paz donde ahora las casas ya no son edificios de varias plantas sino viviendas unifamiliares con vigilancia privada, donde no hay pitos ni coches ni humo, sino vegetación, paz y tranquilidad. En este entorno se encuentra un pequeño desconocido: Hanging Gardens.
Hanging Garden -¿Se podría traducir como el jardín colgante? es un pedacito de Europa, o de Gran Bretaña, en medio de Bombay. Están en lo más alto de Malabar Hill y son el lugar idóneo para respirar y relajarse. Aquí vienen hombres y mujeres a caminar, de hecho es muy gracioso ver a las mujeres vestidas con sus sarees y punjabis de doscientos colores combinados con sus zapatillas deportivas haciendo ejercicio con todo el empeño del mundo.
Los jardines están muy cuidados: tienen muchas flores, arbustos con formas de animales como elefantes o jirafas, árboles de toda clase, bancos… el suelo es de arena roja y contrasta con el verde de la vegetación, dando a todo el conjunto un aire mágico. Yo me sentía en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas. Al estar situados en un punto elevado de la ciudad, se puede ver una puesta de sol espectacular sobre el Mar Arábigo. Desde luego, merece la pena pegarse la caminata.
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recuerdos de tu tia clarisa desde lo pagan besitos y cuídate muchos estamos viéndolo desde la pelu y nos a gustado mucho.
Hola! Qué ilusión saber que mi tita me lee. Os mando un beso desde Udaipur, en el Rajastán indio!