Un Saigón más colorista

¡Buenos y lluviosos días desde la gris Saigón! Hoy ha sido una jornada para abrir la mente a la cara más espiritual de la ciudad. Las visitas de ayer me dejaron muy mal cuerpo, así que hoy he intentado oxigenarme visitando templos.

Una devota en la Pagoda del Emperador de Jade.

En el interior queman muchas barras de incienso para honrar a los dioses.

Me he quedado boquiabierta en la Pagoda del Emperador de Jade, que por cierto es un poco difícil de encontrar porque no está muy céntrica. Tras una buena caminata he dado con ella y me he deleitado con el ambiente solemne que se respira en su interior, con sus infinitas barritas de incienso consumiéndose lentamente y hacieno volutas de humo entre las que se pueden distinguir las tenebrosas figuras de las divinidades confucianas. Por no hablar de los devotos que acuden aquí a rezar. Me cautiva la entrega y devoción de los fieles, sean de la religión que sean.

Dioses tenebrosos de la Pagoda.

Reza que te rezarás.

Un lugar que me ha sorprendido es la Catedral de Notre Dame, que en Saigon pega lo mismo que a un cristo dos pistolas. De muros rojizos y un par de torres de 40 metros, no es demasiado espectacular, como todo lo cristiano en Asia. El templo hinduista de Mariammam es mucho mejor, es una nota de color en esta ciudad tan gris.

Rezando en el templo de Mariammam.

Rezando en Mariammam.

Del comer también quiero hablar. Alimentarse aquí se torna complicado para personas escrupulosas como yo, que lo he pasado un poco mal los primeros días. Una que es fiel devota del dicho “los experimentos, con gaseosa”, se ha encontrado ya en un par de aprietos. Porque se tiende a desconfiar cuando escuchas que en Vietnam se come todo lo que tiene patas menos las sillas y todo lo que tiene alas menos los aviones… Pero como todo, esto se trata de ensayo-error. De todas maneras, no escasean los restaurantes de menú occidental donde comer pizza o enchiladas. De momento, he descubierto que no me gustan los platos que llevan un ingrediente llamado lemongrass. Me asquea terriblemente. Pero, por el contrario, siempre puede una pedirse arroz frito y pollo (o lo que se supone que es pollo) y quedarse tan ancha.

Cocineras en un restaurante. Trajinan con alimentos de toda clase y condición.

Por suerte, la cerveza está buena en todas partes.

Moverse por Saigon también es difícil, o más bien, suicida. La ciudad cuenta casi con una moto por habitante, así que el tráfico es de lo más caótico y peligroso. He visto –y sufrido- auténticas riadas de estos vehículos que van por cualquier sitio, incluso por las aceras. Los semáforos también son un caos, y cada vez que uno pretende cruzar la calle se expone a sufrir una muerte lenta y dolorosa provocada por el atropellamiento masivo de vietnamitas en sus motos.

Vietnamitas en moto.

Más vietnamitas en moto.

Eso sí, todos llevan casco y, la mayoría, mascarilla. Lo primero se debe a las duras sanciones que impuso el Gobierno para quienes no lo utilizaran, dado que diariamente hay muchos accidentes. A eso y a que comprarse uno sale por unos dos dólares o menos. Y lo segundo es por la contaminación y , en el caso de las mujeres, para que su piel no se ponga morena con los rayos del sol. Las orientales son tremendamente maniáticas con su piel, y hasta en los supermercados se venden cremas hidratantes que aclaran el cutis… Todo lo contrario a los occidentales, que estamos siempre intentando ponernos morenos.

Las vietnamitas cuidan muchísimo su cutis.

Cascos de moto. Se venden miles de modelos diferentes.

Bueno, pues esto ha sido Saigón a través de mis ojos. ¡Me subo hacia el norte!

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