Este es el último capítulo que escribo de mi primera experiencia como guía de viajes. No es la serie de historias más entretenidas que he parido en este blog, ya que durante esta semana larga no he podido detenerme mucho a mirar qué pasaba a mi alrededor, a intentar describir estas tierras que tanto me gustan y a contar la vida de la gente de por aquí. No he podido porque no he parado de trabajar, literalmente. Ahora, ojalá todos los trabajos fueran así. Estoy agotada, pero me he divertido y he aprendido muchísimo.
Los últimos días del grupo que comando han transcurrido plácidamente en la playa de Bwejuu, en la costa este de la isla de Unguja, la mayor del archipiélago zanzibarí. Después de una semana llevando a mis seis viajeros a un ritmo frenético: que si los madrugones, las horas de todoterreno en los safaris, las caminatas por Stonetown… Ya tocaba dedicar unos días a descansar antes de volver a casa, a los trabajos y los estresores cotidianos.
Bwejuu es una magnífica opción para descansar porque está en una zona muy tranquila. No tiene demasiado turismo, pero tampoco está completamente aislada, así que uno se siente cómodo y seguro. La sensación de seguridad es importante si hablamos de visitantes que nunca antes han viajado por África y a quienes les impone la idea, como a los míos. Aunque a estas alturas, ya no me queda duda de que se han familiarizado con todo. A Paco, que es entrenador de caballos de carreras, le veo dedicándose a la cría de cebras si le dejo aquí un par de meses.
En Bwejuu he elegido un hotel a pie de playa que tiene todo lo necesario para que una se sienta muy a gusto. Siempre repito en este blog que no me pagan ni me dan nada por hablar bien de los hoteles, restaurantes y otros lugares que visito. No me han hecho precio especial en el Sahari Zanzibar, digo que me gusta porque es así. Este hotel tiene todo lo que yo necesito para estar a gusto: fundamentalmente está muy, muy, muy limpio. Luego, su personal es amable a más no poder. En su restaurante se come a las mil maravillas, hay variedad y calidad de platos. Y es bonito, tiene una piscina de agua salada estupenda, tiene muchas terrazas, sofás, hamacas y rincones deliciosos para pasar el rato o echarse una siesta a la sombra… Es un lugar idílico. Y es pequeño y familiar, no agobia. Me ha encantado.
Este ha sido el cuartel general durante los últimos cuatro días, en los que nos hemos movido muy poquito, pero nos han dado para hacer alguna excursión más. Estos han sido los planes imprescindibles:
-Excursión en dhow: Lo he organizado con unos viejos conocidos, Hope Dhow. Conocí a Auni y el resto de la tripulación en 2016, gracias a mi amiga Federica, que por entonces vivía aquí en Zanzíbar. Estos chicos montaron por su cuenta un negocio de turismo que consiste en llevar a excursionistas a pasar el día en su dhow, un enorme barco de vela tradicional que ellos mismos construyeron con sus propias manos. En estos tres años el negocio ha prosperado y ya tienen dos barcos.
El plan es de lo más tentador: una travesía que empieza a las nueve de la mañana y regresa a la playa a las seis de la tarde en compañía de la puesta de sol durante toda la navegación a la vuelta. El capitán dirige el barco hasta las aguas frente a la isla de Mnemba, que por cierto dicen que es propiedad del millonario Bill Gates, aunque no creo que vaya mucho por ahí y además no tengo claro que sea cierto. Al llegar, te facilitan gafas y tubos para bucear porque hay muchísimos peces de colores, tortugas y corales, y es precioso verlo todo debajo del agua.
Los chicos preparan la comida a bordo, un auténtico festín de langostas y pulpo a la plancha, ensalada fresquita, fruta… A nosotros nos ha hecho un poco de mal tiempo, con nubes y viento, pero el rato que ha despejado ha sido la felicidad completa. Hemos puesto música y bailado, hemos comido mucho, nos hemos pegado un par de chapuzones y nos hemos echado alguna que otra siesta aprovechando el vaivén del velero.
–Almuerzo en The Rock: Había que ir, esto es así. The Rock es ese famoso restaurante situado en una casita sobre una roca en la playa de Pingwe, una de las postales más recurrentes de Zanzibar. Todo el mundo quiere ir a ver ese milagro de la naturaleza, pues parece imposible que se puede mantener en pie.
The Rock es propiedad de unos italianos que sirven un marisco y un pescado deliciosos, de lo mejor de la isla, y tienen marca propia de vino (aunque no recuerdo su origen, la verdad). Reservamos mesa para todos y allá que nos vamos un día cualquiera a medio día. La marea está lo suficientemente alta como para tener que hacer uso de las embarcaciones que transportan a los comensales desde la orilla del mar hasta el islote, y conseguimos llegar sin problema.
Nos pedimos cada uno una langosta como un elefante de grande porque oye, los precios aquí son más bajos que en España, hay que aprovechar. Almorzamos en la terraza, con vistas a un mar coloreado de mil turquesas que hoy se exhibe en todo su esplendor gracias a que los cielos están totalmente despejados. La sobremesa se extiende con unos whisky on the rocks que sueltan la lengua a mis queridos viajeros (los hombres, en realidad…) y acaban entablando amistad con dos coreanas, enfermeras y amigas. ¿Cómo? Pues porque una de ellas sabe hablar español. Casualidades de la vida.
-La fábrica de jabones Seaweed Center: Ya he contado muchas veces que en Zanzíbar hay muchas mujeres que se ganan la vida recogiendo algas que luego venden para distintos usos. Entre ellos, se pueden fabricar productos como jabones, aceites y cremas corporales. Hay una empresa liderada por una mujer occidental, no sé si sueca o dónde me dijeron, que tienen empleadas a una docena de señoras zanzibaríes para fabricar estos productos, que luego venden en una tienda propia que poseen en las mismas instalaciones, amén de que hacen envíos a hoteles y comercios varios. En este Seaweed Center se pueden realizar excursiones por las instalaciones en las que te explican todo el proceso de fabricación de los aceites y jabones. La entrada cuesta diez dólares y te reciben con un refresco, una suerte de té frío, a base de no sé qué hierbas.
El lugar está hacia el sur de la playa de Bwejuu, a un par de kilómetros de nuestro hotel caminando por la orilla del mar, así que decidimos ir unos cuantos a pie. La entrada nos parece un poco cara porque lo que te enseñan no es tanto en realidad. La gracia del asunto es visitar los huertos de algas que están en el mar y acompañar a las campesinas en su faena diaria, pero no nos dan esta opción porque hemos llegado muy tarde y para poder llegar a los huertitos hay que salir a primera hora de la mañana. Pero bueno, si no has estado nunca en un lugar así y tienes curiosidad, es una actividad interesante.
Entramos en los laboratorios y vemos a las empleadas en plena fabricación de los productos: cómo se elaboran las mezclas, cómo se enfrían los bloques de jabón en unas cámaras frigoríficas muy grandes, cómo se cortan, se envuelven y se etiquetan para enviarlos a sus respectivos clientes. Un señor nos explica todo el proceso en inglés mientras las mujeres trabajan. Por lo que cuenta, ellas no son asociadas, sino empleadas. Tienen un sueldo fijo por una jornada laboral completa, con un día libre a la semana.
LA AVENTURA DE LA CHANCLA
Como a mí me sabe a poco esta incursión, una de las mañanas decido madrugar y meterme con la cámara de fotos en el mar para llegar hasta los huertos de algas. En Zanzíbar, la marea se retira varios kilómetros durante la noche, con lo cual es fácil adentrarse si vas temprano. Por desgracia, olvido mis cangrejeras, voy con unas chanclas normales y corrientes, y como me da pereza volver al hotel a por un calzado más adecuado, me digo que no pasa nada y me voy hacia adentro. Craso error.
No es tanto por la profundidad, qué va: el agua nunca me llega más arriba de la pantorrilla. Yo veo a lo lejos a varias señoras vestidas de colores sujetando enormes bolsas de rafia en las que están introduciendo las algas que ya están listas para recoger, y quiero ir a hablar con ellas y preguntarles si me dejan hacer fotos. Pero no puedo porque la arena es muy fangosa y se me hunden los pies. Debido a las chanclas, me resulta tremendamente difícil avanzar. Ir descalza me facilitaría las cosas porque no me hundiría tanto, pero… Hay millones de erizos de mar y, aunque el agua es muy clara y se distinguen bien, no me atrevo. Son demasiados y seguro que me los clavo.
Total, que por mis narices sigo avanzando. Como si fuera nueva. Cuando he caminado unos 500 metros con grandes dificultades, apenas queda gente ya en los huertos. Solo puedo ver las hileras de algas, como lechugas, suspendidas de unos cordeles que se atan entre dos palos para que queden sujetas y sumergidas en el agua salada. Me encantan, pero yo quería hablar con alguien, preguntar… Y no hay nadie.
Decido regresar y es todo tan complicado como a la ida. Encima, en un momento dado cuando intento sacar el pie con la chancla del fango, esta se me sale y se me pierde por las profundidades de ese lodazal. Mierda… No puedo avanzar descalza porque hay más erizos que nunca. ¿Qué hago? Me tiro un buen rato palpando con la mano a tientas, escarbando en la arena, muerta de miedo pensando que va a salir de ahí cualquier bicho marino y me va a morder... No la encuentro. Cuando decido tirar la toalla y resignarme a llegar al hotel con los pies atravesados de erizos… ¡Plup! Mi chancla es misteriosamente expulsada del fondo hacia la superficie. Como si me hubieran hecho un favor los dioses del mar. Suspiro, me la pongo y sigo con mi camino. Al cabo de un rato muy largo consigo llegar a la orilla con los pies llenos de rozaduras y la lección bien aprendida: no entrar sin cangrejeras nunca más.
Esta aventura de la chancla es lo más peligroso o emocionante que nos ocurre durante estos días. La verdad es que las últimas jornadas de vacaciones transcurren en completa paz, y lo máximo que hacemos es dar paseos por la costa bien temprano para ver la salida del sol, lecturas y siestas bajo la sombrilla, baños en la piscina, veladas de charleta y vino con el sonido del mar de fondo… Hasta nos damos masajes y tratamientos corporales gracias a que el hotel ofrece este servicio… Nada que no se pueda esperar de unas tranquilas vacaciones en una playa zanzibarí.
Nuestra calma solo se ve perturbada una vez al día, cuando los adolescentes de una escuela aledaña salen de clase entre gritos y risas y se quedan un buen rato en la playa jugando, vacilando, escuchando música con sus altavoces, pelando la pava… Lo que hace cualquiera a esas edades, vaya.
HISTERIA COLECTIVA EN EL FERRY
Hoy nos hemos vuelto muy temprano desde el hotel hasta Stonetown, donde hemos cogido un ferry para llegar a Dar es Salaam. Desde el aeropuerto de esta ciudad, la capital administrativa de Tanzania, nos cogeremos un vuelo de vuelta a España.
La experiencia del ferry ha sido delirante porque el mar estaba agitado y se ha empezado a marear todo el mundo. Pero no ha sido esto lo peor, sino el pánico que ha empezado a cundir entre algunas pasajeras. El barco se bamboleaba muchísimo debido al oleaje, y varias mujeres se han asustado, se han puesto a llorar, a gritar, algunas se tiraban al suelo de manera teatral, como si se desvanecieran… No había ningún peligro, el ferry es muy grande, muy moderno y muy seguro. Parecido al que se coge para ir de Tarifa a Tánger, ahora que lo pienso. Pero no sé, imagino que para más de una era la primera vez que cruzaba el mar y se han asustado. Y claro, el miedo se contagia. En cuanto han empezado a llorar por un lado, a vomitar por otro… Ha sido la hecatombe.
Yo intentaba calmar a las que podía, pero no me entendían ni atendían a razones. Tenían ataques de ansiedad y no se calmaban. Buah… Al cabo de un rato, el interior del ferry olía a vómito que echaba para atrás, así que me he rendido en mi afán de hacer la buena acción del día. He dejado a toda esa gente con su histerismo y me he salido a la cubierta, donde ya estaban todos mis viajeros. Allí el barco se bamboleaba más, quizá, pero yo no me mareo, y además daba el fresquito, así que he llegado a Dar es Salaam muy a gusto. Aunque siento lo mal que lo han pasado todas esas mujeres.
Salir del puerto ha sido relativamente fácil porque estaban esperándonos dos chóferes amigos de un amigo que vive en Tanzania y que me había recomendado contratar para que nos llevaran al aeropuerto. Dos hermanos diligentes y amables que nos han sacado del maremágnum de viajeros y maletas con rapidez. Siguiendo mis instrucciones nos han llevado a comer a Akemi Revolving Restaurant, un restaurante pijo total que se encuentra en lo alto de uno de los rascacielos llamados Golden Jubilee Towers. La gracia de este sitio es que gira: es un restaurante redondo acristalado de techo a suelo que da vueltas sobre sí mismo, con lo cual puedes ver todo Dar es Salaam mientras almuerzas. Las vistas son espectaculares y la comida es buena, aunque tardan muchísimo en atenderte. A continuación, un vídeo del lugar:
Esta ha sido nuestra última parada. Lo siguiente ya ha sido dirigirnos al aeropuerto para salir rumbo a España. Me da mucha pena que nos vayamos porque Tanzania me encanta y siempre me quedo con ganas de más. Espero que nos encontremos pronto.
CAPÍTULOS DE LA SERIE ‘PERIPECIAS DE UNA GUÍA DE VIAJES’:
I. El experimento tanzano
II. Niñera de safari
III. Tanzania con nuevos ojos
IV. Tanzanitas y botellas de ron escondidas
V. Desde una playa zanzibarí
BONUS: Cuánto cuesta viajar a Tanzania sin estrecheces
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¡Qué experiencia! No sabes cómo me encantaría poder viajar allí… ¡Qué ganas!
Muy buen post y mejor relato.
Un saludo.
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