PERIPECIAS DE UNA GUÍA DE VIAJE, III: TANZANIA CON NUEVOS OJOS

Bien temprano, como es costumbre, y con el cielo encapotado comienza un segundo día de safari, esta vez en el cráter de Ngorongoro, una de las mayores calderas volcánicas del mundo que colapsó hace tres millones de años. Lo que antes era lava y ceniza, ahora es un paraíso verde. El volcán y sus alrededores se conocen como Zona Protegida del Ngorongoro y está protegida por la UNESCO. Cuando lo visité en 2015 por primera vez me quedé completamente anonadada con este lugar, con un ecosistema único contenido entre las paredes del cráter. Es la zona de menor extensión donde es posible encontrar a los cinco grandes: león, elefante, búfalo, rinoceronte y leopardo. Ahora, temo que con tanta niebla mis viajeros no apreciar este prodigio de la naturaleza en todo su esplendor.

Jimmy conduce por serpenteantes carreteras de tierra y solamente se ve eso: el rojo desvaido del suelo, las ramas de los árboles que crecen en los márgenes e intentan colarse por las ventanillas del todoterreno, y más allá de los dos metros de distancia solo se ve blanco. Nada por arriba, ni por los lados, ni de frente. ¿Será así todo el día?

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Así de nublado está el día. / © Lola Hierro
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Ya va saliendo el sol… / © Lola Hierro

Por suerte, según avanzamos el día va abriendo y yo recuerdo que en mi anterior visita también fue así, que al principio no se veía nada pero luego despejó. De la niebla más absoluta pasamos en apenas media hora a tener un cielo azulísimo en el que brilla el sol, que ya nos obliga a quitarnos los abrigos y chaquetas. Es entonces cuando llegamos a una aldea masái, la típica que se ha organizado para recibir visitas de turistas. Pagas 10 dólares y ellos montan una jarana: bailes regionales, saltos, cantos, visita al interior de sus manyatas (sus casas) y explicaciones sobre su manera de vivir.

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Un poblado masái. / © Lola Hierro
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El recibimiento de los jóvenes del pueblo. / © Lola Hierro

En el Área de Conservación del Ngorongoro viven aproximadamente cien mil masáis, según datos del Gobierno tanzano, que conservan sus derechos de pastoreo en esta zona y pueden moverse libremente por ella con su ganado.

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Mujeres y niñas masái. / © Lola Hierro
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Una mujer elabora una pulsera. / © Lola Hierro

Todo está muy visto para mí, pero la panda se lo pasa en grande con estos folclores. Las chicas siguen los pasos de baile de las mujeres. Y José Luis y Paco, que se apuntan a saltar con un grupo de chicos jóvenes. Los masáis exhiben siempre lo alto altísimo que son capaces de brincar con las piernas juntas y muy tiesas. Tradicionalmente era una manera de conseguir esposa y ahora lo hacen para los turistas.

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Bea, Macu y mi madre, cuan turistas de catálogo, se marcan unos bailes. / © Lola Hierro
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Paco hace buenas migas con los chavales. / © Lola Hierro

Son los jóvenes del pueblo quienes se encargan de pasear a los visitantes por el pueblo. De dos en dos, mis viajeros se van cada uno con un guía, aunque como no saben inglés no se enteran de ninguna explicación. Yo me voy con otro chico por mi cuenta y tomo buena nota de todo lo que me cuenta para luego explicarlo a mi grupo.

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De este señor me flipa cómo lleva la oreja. / © Lola Hierro
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Una mujer joven y preciosa. / © Lola Hierro

Mi anfitrión se llama John y su historia no es muy diferente a la que ya he escuchado otras veces. Que está casado y tiene un par de críos, que si las visitas de turistas ayudan mucho a la economía de la aldea, que él tiene ganado y su mujer se encarga de la casa y de los niños (y de absolutamente todo, vaya…). Bueno, ya escribí mucho sobre masáis en artículos anteriores en este blog, así que no me extiendo.

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A la izquierda, manyatas; a la derecha, el mercadillo de artesanía. La compra es casi obligatoria. / © Lola Hierro
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John, mi guía por el pueblo. / © Lola Hierro

La novedad para mí es que en esta ocasión tengo la oportunidad de conocer la escuela de educación primaria. Irrumpo en plena clase: una profesora enseña a una docena de niños de distintas edades, ninguno mayor de nueve o diez años. Se nota que están acostumbrados a recibir visita porque corean un educado saludo. Esta aldea no tiene más centros educativos, apenas debe haber aquí unas 200 personas viviendo, así que cuando los chicos quieren continuar con sus estudios una vez acabada la escuela elemental, deben irse a ciudades más grandes. Pocos lo hacen, y prácticamente todos los que salen son varones. Las chicas todavía tienen muchas desigualdades de género que sortear. En la cultura masái, la mujer está muy desconsiderada.

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La casa más grande es la escuela primaria. / © Lola Hierro
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Los niños, en clase. / © Lola Hierro

Terminada la visita a la aldea, previo paso medio obligado por los puestos de artesanía de las familias, nos dirigimos al interior del cráter. Ya solo bajar por las crestas del volcán, de 400 a 600 metros de altura, es una maravilla porque desde ahí se puede apreciar lo grande y majestuoso que es. El Ngorongoro sigue siendo tan maravilloso y precioso como lo recordaba. Allí dentro la vida discurre a otro ritmo, es como si sus habitantes, los animales que pueblan su sabana, estuvieran en otro mundo ajeno a todo lo que ocurre afuera.

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Bajando por el cráter. / © Lola Hierro
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Pumba y su familia, a su rollo. / © Lola Hierro
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Una manada de ñus. / © Lola Hierro
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A esta cebra le picaba la cabeza y se rascaba con la piedra. / © Lola Hierro

Pasamos el día entero dando vueltas, es genial, relajante… Los viajeros charlan y lo pasan en grande, y yo disfruto mucho el camino. Por fin vemos un león macho, que está dormido a la bartola, pero durante un momento eleva la cabeza, bosteza y le consigo hacer una foto. A unos metros, las leonas y sus cachorros también descansan a su aire. Sumergidos en el lago Magadi, una docena de hipopótamos pasa el día tan a gusto, ajenos a nuestra presencia, y los flamencos tiñen el paisaje de rosa.

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Mufasa, el dormilón. / © Lola Hierro
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Las leonas, en la orilla del río. / © Lola Hierro
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Esta me ha visto. / © Lola Hierro
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Los hipopótamos se echan la siesta. / © Lola Hierro

Con estas imágenes tan preciosas nos despedimos del cráter. Subimos trabajosamente la empinada cuesta hasta salir y enfilamos hacia nuestro hotel. El sol cae, todo se vuelve naranja y yo soy feliz.

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Por dentro del cráter. / © Lola Hierro
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Así es la sabana del Ngorongoro. / © Lola Hierro

AVERÍA EN EL MANYARA

Nuestro último día trotando por los parques nacionales tanzanos ha empezado muy bien, pero hemos tenido el primer —y espero que único— percance. Una aventurilla para recordar que, por mucho que planifiques un viaje, nunca estás exenta de sufrir contratiempos. Pero a las seis de la mañana no teníamos idea de lo que nos esperaba…

Bien temprano, como es costumbre, Jimmy ha arrancado el motor del todoterreno para llevar a siete somnolientos viajeros hacia el Parque Nacional del Lago Manyara, declarado reserva de la biosfera y ubicado en pleno valle del Rift. Es el más pequeño del país, con 330 kilómetros cuadrados, el 60% de los cuales están ocupados por el lago que dan nombre a esta zona protegida. Yo no lo conocía y me he quedado atónita con su extensión, con su diversidad y su belleza.

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Este es el Parque Nacional del Lago Manyara. O una de sus caras. / © Lola Hierro
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Pajarracos exóticos. / © Lola Hierro
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Otro pájaro extraño, no me sé los nombres de ninguno. / © Lola Hierro

No esperaba tanta diversidad: hay bosque, hay lago, hay sabana… Hay de todo. Aquí viven más de 350 especies, y una de ellas es el llamado león trepador. Yo esperaba ver alguno, pero por más que me he dejado los ojos oteando las ramas de los árboles, no ha habido suerte.

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Bebé mono, este da menos miedo pero su madre jamás dejaría que nos acercásemos. / © Lola Hierro
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Hay varias especies de monos en Manyara, como este. / © Lola Hierro
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Mis odiados babuínos, que están en todas partes liándola. / © Lola Hierro

Ahora, lo que más abunda por aquí son las aves, y doy fe que de estas ves de todos los colores, tamaños y formas. Aquí en Manyara viven miles de flamencos, pelícanos… Y yo no soy muy fan de avistar pajarracos y casi no distingo entre una garza y una grulla, pero este sitio me gusta, el paisaje es espectacular de verdad. Uno de los lugares más bonitos es una pasarela sobre el lago que te permite acercarte muchísimo a los flamencos, pelícanos, garzas y otros inquilinos de estas aguas.

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A orillas del lago. / © Lola Hierro
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Los flamencos tiñen de rosa el lago. / © Lola Hierro
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José Luis, en la pasarela sobre el lago. / © Lola Hierro

Mi panda, que ya se ha ventilado un montón de cervezas y algo de ron, debate gran parte del camino sobre qué parque les gusta más. Estaban entre los dos primeros, pero cuando hemos llegado a este lago, se han quedado más indecisos de lo que ya estaban.

En este debate nos hallamos inmersos cuando Jimmy decide que paremos a almorzar en una zona de picnic que tiene hasta un merendero cubierto. Nosotros, por aprovechar el buen tiempo, desplegamos la comida en una mesa bajo una acacia muy grande. Tan tranquilos estamos cuando, de repente, un grito y un revuelo: Es mi madre. Tras el susto inicial, las carcajadas incontroladas: un águila desvergonzada le ha arrancado de la mano un muslo de pollo que mi progenitora se estaba comiendo tan a gusto. Suerte que no se ha llevado también un par de dedos. Esto me recuerda que a mí me ocurrió lo mismo unos años atrás, también en Tanzania. Un ave que no me dio tiempo a identificar me birló un plátano y el susto que me dio fue mayúsculo. ¡Hay que tener este riesgo en cuenta si se decide comer al aire libre! Después del susto y el cachondeo, decidimos meternos dentro del merendero, que está cubierto, para evitar males mayores.

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Arrancando el vuelo. / © Lola Hierro
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Desbandada. / © Lola Hierro

Pero no es este el problema que sufrimos, qué va. Ocurre cuando más tranquilos estamos, mientras Jimmy conduce ya de regreso hacia la puerta de salida del parque. Sin comerlo ni beberlo, el todoterreno se rompe en pleno parque, en medio de la nada. La avería está en alguna pieza de los bajos del coche, y los expertos (Paco, mi padre, José Luis y el conductor) en seguida concluyen que la causa es el sobrepeso: vamos hasta arriba de equipaje porque ya no pensábamos pasar más por nuestro hotel. La idea es marchar desde aquí al aeropuerto. Pero estamos a 22 kilómetros de la salida y yo me empiezo a agobiar porque tenemos que llegar en menos de cuatro horas al aeropuerto de Arusha, del que estamos a dos horas de camino o unos 130 kilómetros. Son las doce de la mañana más o menos y a las cinco tenemos programado un vuelo a Zanzíbar, nuestro siguiente destino.

Paso momentos de nervios porque no sé cómo nos van a llevar, si van a arreglar el coche o nos mandan otro, cuánto tardarán… Todo va muy lento, veo que Jimmy habla por teléfono sin parar en suajili, pero no sé con quién, ni qué dice, no me da explicaciones… Encima, la cobertura es mínima, y el coche andar, anda, pero suena un ruido muy chungo por ahí abajo y tememos que si forzamos la maquinaria, al final se fastidie del todo y el coche quede inservible.

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Y en estas, se nos rompe el coche. / © Lola Hierro

En estas, Paco, que tiene conocimientos de mecánica, decide bajarse del todoterreno para examinar los bajos y ver qué puede hacer. Pero no tenemos ni una puñetera herramienta, así que su hazaña solo le sirve para que el resto de viajeros le vacile un buen rato: «¡Paco, que tienes un león justo detrás!», «¡Paco, estás arriesgando tu vida!», le gritan desternillados de la risa. Y Paco, con más miedo que vergüenza, sin dejar de mirar en todas direcciones.

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Como para tener un percance por aquí… / © Lola Hierro

Al final hablo por teléfono con Seka, el dueño de Taste os Afrika, la empresa de safari que hemos contratado. Y la cosa se resuelve muy rápido: por una parte, aprovechamos la ayuda que nos ofrece el conductor de otro coche de safari que pasa por nuestro lado: meto a todos mis viajeros salvo a mi padre en el vehículo, que va medio vacío.  Luego, mi padre, Jimmy y yo reanudamos la marcha a 15 kilómetros por hora en nuestro todoterreno averiado, que al estar menos cargado, circula un poco mejor. Mientras, Seka ha hecho que un autobús enorme vaya a la puerta de parque a recogernos. Tardo la vida misma en alcanzar la salida del parque, y cuando llego, están esperándonos los otros viajeros, incluida mi sufrida madre, que es muy sufrida y sentida y ya pensaba que no íbamos a volver nunca. Ni que nos hubiéramos metido en la guerra.

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En Manyara también hay elefantes. / © Lola Hierro
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Imagen típica del Lago Manyara. / © Lola Hierro

Total, que cambiamos las maletas de vehículo, nos despedimos de Jimmy, que se queda con el marrón del coche roto, y nosotros nos vamos a toda prisa en un autobús escolar hacia el aeropuerto. Vamos fenomenal, sin contratiempos, y al final llegamos con tiempo de sobra a coger nuestro vuelo gracias a la rápida gestión de Seka. Si ya estaba contenta con él, su manera de solucionar este contratiempo me convence aún más de que he encontrado un tipo genial. Si alguien quiere ir de safari por Tanzania, que me escribe y yo le paso su contacto. Es que, incluso, se busca la manera, no sé cómo, de plantarse en medio de la carretera a su paso por Moshi, que es donde él vive, para abordarnos. Yo sin saber nada: el caso es que, de repente, el conductor detiene la marcha y abre la puerta. Me digo: «¿Vamos a recoger pasajeros?». Pues no. Es Seka, que se sube de un salto. ¡Menuda sorpresa! Que nos quiere acompañar hasta el aeropuerto, me dice, y despedirnos en persona, como dios manda. Un crack este chico.

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Más escenas lacustres de Manyara. / © Lola Hierro
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Ahora, aterrizando. / © Lola Hierro

Así llegamos al aeropuerto, con más de horas de antelación. Nos despedimos de Seka y del continente tanzano, pero no del país, porque nos vamos a pasar los cinco días restantes al archipiélago tanzano de Zanzíbar, donde yo ya he estado otras dos veces. Y, sí, también tengo muchas ganas de volver y encontrarme con viejos recuerdos. El viaje en avión dura apenas una hora y es muy bonito porque desde las alturas se ve muy bien cómo el Índico recorta las costas de Tanzania. Justo ahora es cuando termino estas líneas. Vamos a llegar a ya con la noche encima, pero ha merecido la pena el paseo.

CAPÍTULOS DE LA SERIE ‘PERIPECIAS DE UNA GUÍA DE VIAJES’:
I. El experimento tanzano
II. Niñera de safari
III. Tanzania con nuevos ojos
IV. Tanzanitas y botellas de ron escondidas
V. Desde una playa zanzibarí
BONUS: Cuánto cuesta viajar a Tanzania sin estrecheces

5 respuestas a «PERIPECIAS DE UNA GUÍA DE VIAJE, III: TANZANIA CON NUEVOS OJOS»

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