Llegamos a esta isla con mucho cansancio y polvo después de todo un día de viaje por carretera en la otra punta del país, cuando aún estábamos de safari por el lago Manyara. Sin tiempo para darnos una ducha, los viajeros decidieron regalarse una buena cena en la terraza de la azotea de nuestro hotel, el Maru Maru, en pleno centro del casco histórico de Stonetown, la capital. Yo ya conocía este hotel de un viaje de trabajo anterior y la verdad es que no defrauda, es una maravilla. Con el estómago lleno, solo quedaba darse una ducha y meterse en la cama.
Y resulta que me he puesto enferma, no sé cómo ni por qué, pero me está fastidiando un poco los planes. No es nada más grave que un constipado fuerte que me tiene con décimas de fiebre. Por suerte, una de mis viajeras es enfermera y me tiene muy bien cuidada.
Yo hoy quería haber llevado a mi grupo a visitar Prison Island, que es un islote a media hora en barco de Stonetown que se usó hacia 1860 como cárcel para esclavos y luego como lugar de acogida de pacientes con fiebre amarilla y otras enfermedades contagiosas desde 1923, pero solo año y medio. Hoy es un popular destino turístico. Lo más interesante para mí no es la fortaleza, sino las tortugas: aquí viven casi medio centenar de ejemplares gigantes de las islas Seychelles, y son viejísimas y muy grandes. Ya las visité hace unos años y quería repetir la experiencia, pero no me siento con ganas. Les he dejado haciendo turismo por la ciudad, que nunca defrauda.
Stonetown es grande, pero su centro histórico es pequeño, de calles estrechas y enrevesadas, nunca sabes muy bien por dónde vas así que lo mejor es dejar que tus pies te guíen. Cada incursión guarda sorpresas diferentes: quizá una tienda de artículos de regalo que no habías visto antes y que te encanta, quizá una escuela de baile con las puertas abiertas en cuyo patio un grupo ensaya pasos de breakdance, quizá una plaza donde unas cuantas madres descansan a la sombra mientras sus hijos juegan… Mis viajeros están de paseo a su aire mientras yo paso mi constipado en el hotel.
Al menos durante un día he podido ejercer de guía por la ciudad. El primer lugar al que les he llevado es la catedral anglicana, donde se encuentra el museo de la esclavitud que da cuenta de los horrores que se vivieron aquí hace un par de siglos, cuando Zanzíbar era epicentro del tráfico humano. Hace tres años, que es cuando estuve por última vez, no había casi nada. Hoy me he sorprendido con unas instalaciones que no me esperaba: hay numerosísimos murales llenos de información sobre la trata de esclavos que se produjo en esta isla. Me quedé afónica ayer traduciendo del inglés al español, pero es que la historia es tan interesante que no puede dejar de contarse. Ya hablé por primera vez de ello en este blog la primera vez que estuve, así que no me extiendo más. Las mazmorras, eso sí, siguen igualitas a como las recordaba, igual de asfixiantes y claustrofóbicas.
Luego de una visita breve al interior de la pequeña catedral, hemos seguido paseando por la ciudad. Mis viajeras, sí, ellas, están especialmente interesadas en irse de compras, y de pronto me he visto traduciendo un regateo de precios interminable. Sobre todo por mi madre, que cuando se pone es imposible… Consigue lo que quiere. A mí no me gusta regatear, no me sale, no parezco su hija en esto.
He llevado a mi grupo a almorzar al Mercury’s, el famoso restaurante llamado así en honor a Freddy ídem, el cantante de Queen, nacido en esta isla. El ambiente es mu agradable, ya que el comedor está situado sobre un porche que da a la playa, al oeste, así que si vas por la tarde puedes ver un atardecer precioso además de toda la vida que hay en la orilla del mar: chavales jugando al fútbol, haciendo gimnasia, pescadores recogiendo sus aparejos, turistas que curiosean…
Y para cenar querían algo especial, así que he reservado en uno de los restaurantes más exclusivos de Stonetown que desde ya mismo recomiendo. Se llama Tea House Restaurant y pertenece a un hotel que es todo lujo y boato de nombre Emerson on Hurumzi. Ojo, no se puede ir sin reserva previa porque el espacio es muy limitado. Las mesas están en la azotea del edificio, una construcción de estilo arquitectónico roshani, muy de moda en esta isla en el siglo XIX. A esta terraza se llega después de ascender cuatro pisos por escalera. No es apto para personas con movilidad reducida, ya aviso.
Para quienes sí pueden llegar arriba, el premio es una maravilla: una terraza con vistas a toda la ciudad y dos opciones para comer: en mesas y sillas normales y corrientes o en el suelo, entre cojines y alfombras, para los más exóticos. Nosotros hemos elegido la mesa porque mis viajeros no quieren tirarse por el suelo.
La cena consiste en un menú degustación de cocina omaní y persa compuesto por media docena de platos, todos ellos deliciosos: baba ganush con pan de pita, curry de cordero, tajine de calabaza, samakis, ensalada de papaya, arroz pilau… Además, durante toda la velada hay una cantante y unos músicos que interpretan música taraab, un estilo tradicional zanzibarí muy sugerente, relajado… Acompaña muy bien al escenario.
LA LOCURA DE LAS TANZANITAS
Hoy, como digo, estoy mala, aparte de afónica (creo que tiene algo que ver que no paro de hablar a voces para que me oigan todos). Por la mañana he salido un ratito con ellos pero en seguida me he dado cuenta de que no les hago falta para nada. La razón es que están obnubilados con las joyerías donde venden tanzanitas. La tanzanita es una piedra preciosa o semi preciosa que se llama así porque solo se encuentra en estos territorios. Su color oscila entre la gama de morados y azules, y es muy bonita, qué voy a decir. Nunca antes había entrado en una joyería de Zanzíbar, mis recursos económicos no me permiten casi ni mirar, pero estos viajeros y su curiosidad han ido derechos a ellas, a interesarse por los precios… Cuando me he despistado, todos se habían marchado por su cuenta y riesgo a buscar una buena ganga, así que yo he regresado al hotel. Ya no me necesitan para nada. Me pregunto cómo se harán entender si ninguno sabe apenas inglés…
Por la tarde se me ha ocurrido subir a la terraza del hotel para despejarme un poco y me he encontrado una escena tremenda: mi padre y sus dos amigos en el bar, en una de las mesas. Entre risas y cachondeo me cuentan que se han pedido unas coca colas con hielo, y a mí me extraña porque mi padre no es de tomar refrescos… Pero entonces, él me enseña algo más: la botella de ron que compraron al inicio del viaje, envuelta en una sudadera o algo así. ¡Se estaban haciendo copazos! Me he querido morir de la vergüenza porque eso no se hace en un hotel, no sabía dónde meterme, pero a ellos tres les hacía mucha gracia y se reían sin parar.
Ya sí que he deseado que me tragara la tierra cuando un camarero que se ha dado cuenta del percal se ha acercado a la mesa y me ha pedido que les dijera que no está permitido meter en el hotel bebidas compradas fuera. Pues claro… Yo me he deshecho en disculpas, pero ellos solo han acertado a decir que sí, que lo sentían mucho pero que la advertencia llegaba tarde porque ya se habían bajado la botella entera. O lo que quedaba de ella. Que prefiero no saber cuánto era pero me da que bastante a juzgar por sus coloretes y sus risotadas.
Luego dicen que los jóvenes son los que la lían siempre. En fin… Por cierto, me consta que más de uno ha hecho buenos negocios y se ha comprado alguna alhaja con tanzanitas.
CAPÍTULOS DE LA SERIE ‘PERIPECIAS DE UNA GUÍA DE VIAJES’:
I. El experimento tanzano
II. Niñera de safari
III. Tanzania con nuevos ojos
IV. Tanzanitas y botellas de ron escondidas
V. Desde una playa zanzibarí
BONUS: Cuánto cuesta viajar a Tanzania sin estrecheces
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