Nota para el lector: Este es el noveno episodio de una serie de apuntes de viaje que escribí en septiembre de 2018 durante un viaje por Letonia y Rusia en compañía de mis padres. No se trata de un relato viajero corriente, sino de la transcripción de un diario personal de aquellos días que estuvieron marcados por la pérdida de nuestra mascota. Es, por tanto, una serie de textos muy subjetivos, alejados en muchas ocasiones de descripciones de los lugares que visitaba y más centrados en emociones, sentimientos, estados de ánimo y anécdotas sin importancia. Salvo los datos históricos y prácticos relacionados con algunas visitas turísticas, todo lo que se cuenta en los siguientes capítulos es puramente opinativo, y como tal deben tomarse.
Estos son todos los capítulos:
1. Un viaje que comienza regular
2. Una vuelta por Riga
3. Viajar con padres es surrealista
4. San Petersburgo, rebonica del tó
5. Al encuentro de la princesa Anastasia
6. En busca de la pierna incorrupta del abuelito
7. Pánico en el Hermitage
8. La ansiedad que se borra con un atardecer
9. Moscú a vista de tour guiado
10. Como Vilma y Pedro Picapiedra por Moscú
11. Madre e hija mano a mano por Moscú
12. Despedida de un viaje agridulce
Moscú, 6 de septiembre de 2018
Me despierto muy tarde y con un dolor de cabeza importante y muy mala leche. Por lo de Barry, por mi familia, por todo… Me siento mala gente por pensar así, pero agradezco que mi padre decida quedarse en el hotel para descansar. Así yo podré caminar mucho y cansarme a base de bien, que lo necesito. Y lo hago.
Primero me dirijo, siempre en compañía de mi madre, que no se amilana ante mis interminables caminatas, hacia la catedral de Cristo Salvador, que quiero verla por dentro. Es el templo ortodoxo más alto del mundo, inspirado en la iglesia de Santa Sofía de Estambul. Toda de piedra y mármol blanco, tan brillante y reluciente, pero no imagino en ese momento el motivo. Ascendemos a las terrazas con sendos tickets de niño porque no nos llega el efectivo para pagar los de adulto, no se admiten tarjetas y la taquillera se apiada de nosotras y nos deja pasar a precio reducido.
Miles de escaleras después, tenemos que memorizar las vistas a toda prisa, que ciertamente sí que merecen la subida, aunque solo sea para tirar una foto desde cada esquina, y salir corriendo hacia el teatro Bolshoi, la cuna del ballet en Moscú. Inciso: no lo he visitado por dentro, pero creo que merece la pena hacerlo y, si tienes dinero para pagarlo, ver algún espectáculo. Resulta que teníamos una excursión con guía contratada y nos hemos dado cuenta de que no vamos a llegar a tiempo. Pero lo conseguimos: a la una en punto finalizamos un recorrido de un kilómetro y medio que hemos cubierto en 15 minutos primero por la orilla del Moscova, luego bordeando las murallas del Kremlin y, en el tramo final, pasando de largo por la tumba del soldado desconocido y la catedral de Kazán, amén de varios hoteles y comercios de lujo.
El Moscú santurrón
Pero llegamos y, misterio: no hay nadie junto a las fuentes del teatro, punto de encuentro designado. Claro: porque reviso la reserva y me percato de que me he equivocado de hora, pues la ruta empieza a la una y media. No hay mal que por bien no venga: nos da tiempo a acercarnos a una terraza y beber algo de agua, que estamos desfallecidas. Y luego, ya sí: iniciamos una excursión con Leo, de 27 años, ruso ortodoxo y con el seminario recién acabado. Vamos las dos solas con él, nadie más se ha apuntado, así que es perfecto. Y él resulta ser el mejor para guiarnos por el Moscú viejuno y santurrón: por 15 euros, tenemos un par de horas para conocer el Moscú ortodoxo, los barrios y calles más antiguos de la ciudad. Allá que vamos…
Lo primero que hacemos es volver sobre nuestros pasos hasta la catedral de Cristo Salvador, y menos mal, porque Leo nos descubre la iglesia de debajo… Subterránea, medio secreta. Preciosa, recogida. Nuestro guía nos ilustra sobre la historia de su religión, el cristianismo ortodoxo, de cómo fueron perseguidos los fieles por Lenin y Stalin (demolieron unos 2.200 templos). Nos cuenta que la catedral se construyó durante 44 años desde 1839, que fue cerrada por Lenin al comienzo de la revolución bolchevique, que luego Stalin la demolió con explosivos en 1931 y quiso erigir ahí el palacio de los Soviets, un mega edificio con auditorio para 20.000 personas y 415 metros de altura destinado a ser el mayor del mundo, prueba de la grandeza soviética.
Al final, se quedó el agujero para los cimientos porque empezó la II Guerra Mundial y todos los trabajos se interrumpieron dada la falta de fondos. Y al acabar, se hizo una piscina que funcionó hasta 1989 y que fue la más grande del mundo. En ese año se decidió reconstruir la catedral, para lo que se utilizaron fondos públicos y donaciones privadas, muchas de fieles que quisieron aportar en la medida que pudieron. En el 2000 se abrió y se consagró de nuevo. ¡Así estaba de reluciente, es que es nueva!
Como curiosidad: este fue el templo donde, en 2012, las integrantes del grupo de música punk Pussy Riot montaron un concierto. Les costó dos años de cárcel. Así que está muy bien ver el soberbio iconostasio, los miles de mármoles y piedras de todos los colores posibles adornando las paredes, las maderas nobles, las imágenes de santos, el pan de oro, etc… Pero mola más visitarlo mientras imaginas el jaleo que se debió montar.
Salimos a tomar aire fresco después de la bajada a las catacumbas de la catedral y Leo nos conduce por el barrio Khomovniki y la calle Osltohzenka, equivalentes a La Moraleja o a la calle Serrano de Madrid. Esta, de hecho, es una de las diez más caras del mundo. Aquí vivía la nobleza moscovita y ahora debe seguir residiendo gente con mucho dinero, a juzgar por las viviendas.
Por esos alrededores, Leo nos muestra más catedrales e iglesias, y en concreto llegamos a la de San Nicolás en Khamovniki, que sobrevivió al comunismo. Que no fue demolida, vamos. Este templo data de 1679, aunque antes había otra de madera más antigua. Fue construido con las aportaciones de los comerciantes tejedores, pues este era su barrio, y en su interior hay un icono supuestamente milagroso de una virgen y también un libro donde se detallan los milagros que ha obrado.
También pasamos por la casa-museo del escritor Leon Tolstoi, su vivienda durante las largas temporadas que vivía en Moscú. Aunque solo vemos el jardín, donde me cautiva un pequeño montículo con un banco en lo alto en el que el hombre debía sentarse ahí para imaginar qué iba a escribir en sus novelas. En la cocina de esta casa escribió Resurrección. Mucha envidia, ya me gustaría a mí tener un rinconcillo así para escribir. El interior lo cotilleamos a través de los cristales porque hay que pagar entrada y, la verdad, lo que merece la pena de esta visita es el jardín aunque, por lo visto, dentro aún están unas botas que él mismo cosió, una bicicleta que tenía a medio montar y muchos libros y manuscritos de este importante filósofo y literato del siglo XIX.
Dejamos para lo último el monasterio de Novodevichi, al que vamos en autobús. Se trata de un complejo amurallado del siglo XVI muy apreciado por los moscovitas, dicen, y muy de obligada visita para todo el que pasa por la ciudad. Está junto al río Moscova y en su interior se respira mucha tranquilidad, no parece que estés en pleno centro de la capital de Rusia. Y, por supuesto, cuenta con una larga historia desde su creación hasta hoy: fue mimado por los zares, fue cárcel para una princesa rusa obligada a retirarse allí (cosas del siglo XVII), fue ocupado por las tropas francesas durante la invasión napoleónica y dicen que las monjas evitaron que lo volaran con pólvora, fue refugio de niñas huérfanas y monjas ancianas en el siglo XVIII, fue cerrado —pero no destruido— durante la revolución bolchevique, y desde 1990 recuperó su actividad eclesiástica. Y hasta hoy.
De ruta por el metro
Terminada la excursión, que dura más de las dos horas acordadas, Leo se une a nosotras para comer y nos lleva a un centro comercial solo de niños, frente al edificio de la KGB. Central Kids Store on Lubyanka se llama. En la última planta hay un restaurante llamado Grably, que es como un sueño para mí, llenito de comida y postres ricos. Es como el cuento de la Charly y la fábrica de chocolate y hasta la decoración te traslada a un escenario de fantasía. Nos ponemos hasta las patillas, hasta el punto de que llegamos con el tiempo justo al teatro Bolshoi otra vez para comenzar otra excursión por el Metro de Moscú, al que llaman el palacio del pueblo.
María, una rusa granadina muy salada y muy sabia, nos enseña estaciones preciosas, llenas de mosaicos, vidrieras, esculturas… Se comenzó a construir en 1935 y hoy cuenta con 12 líneas, casi 200 estaciones (si no las ha superado ya) y 330 kilómetros de vías. Transporta una media de siete millones de pasajeros diarios y su frecuencia de paso es de 90 segundos (ya podían copiar esto los del metro de Madrid, ejem…). Si vas por libre, es interesante buscar en internet alguna guía que dé cuenta de cuáles son las estaciones más bonitas, porque es tan grande que no hay manera de abarcar todo. Hay una guía de un arquitecto ruso que las califica por estrellas y puede ayudar. La lista está en ruso, pero si pinchas en cada una de ellas te sale el nombre en inglés. Nosotras optamos por la excursión guiada con María y es un acierto, ya que nos lleva a tiro hecho.
Durante las horas que dura la visita, María nos da muchísima información sobre las estaciones que visitamos, toda ella ligada a la historia del país y de la ciudad, en gran parte durante la revolución soviética, claro. Y también muchas anécdotas y detalles curiosos. Es imposible recordar todo lo que María nos contó, pero resultó tan interesante que me arrepentí de no haber grabado todo.
¿De qué me acuerdo? Por ejemplo, de que en la de la Plaza de la Revolución hay una escultura de un perro que da buena suerte si lo tocas, otra de un gallo que da dinero, y otra de un niño que trae fertilidad… (lo toqué sin saberlo, mierda). Recuerdo la estación de Bielorrusia, la de Ucrania, la de las vidrieras de la catedral de Riga… La anécdota de que se quitó la cabeza de Stalin y se sustituyó por la de Lenin en todas las pinturas, esculturas y mosaicos (a veces con resultados lamentables) porque Krushev odiaba a Stalin… Muy curioso saber que el metro no se hizo antes porque la gente le tenía miedo, pensaban que aproximaban al infierno… Desde luego, el tour por el metro ha sido de lo mejor del viaje.
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