8. LA ANSIEDAD QUE SE BORRA CON UN ATARDECER

Nota para el lector: Este es el octavo episodio de una serie de apuntes que escribí en septiembre de 2018 durante un recorrido por Letonia y Rusia en compañía de mis padres. No se trata de un relato viajero corriente, sino de la transcripción de un diario personal de aquellos días que estuvieron marcados por la pérdida de nuestra mascota. Es, por tanto, una serie de textos muy subjetivos, alejados en muchas ocasiones de descripciones de los lugares que visitaba y más centrados en emociones, sentimientos, estados de ánimo y anécdotas sin importancia. Salvo los datos históricos y prácticos relacionados con algunas visitas turísticas, todo lo que se cuenta en los siguientes capítulos es puramente opinativo, y como tal deben tomarse.
Estos son todos los capítulos:
1. Un viaje que comienza regular
2. Una vuelta por Riga
3. Viajar con padres es surrealista
4. San Petersburgo, rebonica del tó
5. Al encuentro de la princesa Anastasia
6. En busca de la pierna incorrupta del abuelito
7. Pánico en el Hermitage
8. La ansiedad que se borra con un atardecer
9. Moscú a vista de tour guiado
10. Como Vilma y Pedro Picapiedra por Moscú
11. Madre e hija mano a mano por Moscú
12. Despedida de un viaje agridulce

Moscú, 6 de septiembre de 2018

Hace dos días llegué a Moscú y hoy, que ya es viernes, me encuentro algo más animada. La capital de Rusia me está sorprendiendo y gustando mucho. Mi padre dice que en 15 años (cuando él vino por primera vez corría 2003) ha mejorado, que ya no hay putas ni borrachos por la calle y que ahora la ciudad está limpia. Ciertamente, lo está, y además el sol brilla a diario y la ausencia de nubes me está regalando unos atardeceres de infarto. Grabé un time-lapse durante mi primera tarde aquí, desde la catedral del Cristo Salvador, que está sobre una colina, muy impresionante.

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Un time-lapse del atardecer moscovita desde la catedral del Cristo Salvador. / © Lola Hierro

Ese día fue doloroso y también tuve problemas para respirar. Ya empecé mal cuando cogimos el tren desde San Petersburgo: me puse de los nervios con el ritmo tan lento de mis padres y con el empeño de mi madre por parar en una cafetería para tomarse su obligatorio segundo café de la mañana. Que, la verdad, viéndolo con perspectiva, no había razón para ponerse histérica porque nos dio tiempo de sobra a todo. Esto son las consecuencias de la ansiedad…

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Padres con su pachorra por Moscú/ © Lola Hierro
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Cuadros en la calle Arbat/ © Lola Hierro
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Paseos domingueros bajo la mirada de un condecoradísimo militar. No sé quién es./ © Lola Hierro

En Moscú seguí con mis nervios porque el Uber que tomamos nos dio mal el cambio, quedándose con unos 15 euros de más, y yo pensé que seguro que lo había hecho a propósito. Y también me enfadé con la recepcionista del hotel porque se lió con nuestra reserva y nos hizo subir dos pisos —maletas incluidas— cuando la habitación estaba en el primero.

Ya con la intendencia solucionada, salimos a turistear y tardamos mucho en llegar a la calle Arbat; luego, otro tanto en sentaros en un restaurante a comer. Que fue el elegido uno llamado Erik el Rojo, de rollo vikingo, donde recuerdo una hamburguesa decente y nada malo a reseñar. Luego vamos a tomar otro puñetero café… Otra vez a sentarse. Y ya cuando logramos arrancar, mi padre dice que está cansado y se aparca en una cafetería.

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De paseo, por fin. Esculturas que encuentras por el camino./ © Lola Hierro
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Los monumentos en Moscú son muy originales./ © Lola Hierro
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Mi madre, abrazando a una especie de canguro o cervatillo de piedra./ © Lola Hierro
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Un bonito paseo bajo las flores./ © Lola Hierro

En ese momento, arrancamos mi madre y yo a caminar hacia la catedral a través de un bulevar muy verde. Yo, que había estado llorando a la hora de comer porque me acordaba de lo que ha pasado con Barry, agradecí poder distraerme un poco. Y aunque la catedral había cerrado poco antes de nuestra llegada, no importó, porque lo que tenía delante era espectacular… ¡Qué fotos! ¡Qué luz! Precioso.

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Atardecer desde la catedral. / © Lola Hierro
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Ojo a lo limpita que se ve la catedral. / © Lola Hierro

Justo al lado, mi madre que es muy de buscarse la vida, dio con una publicidad de unos cruceros muy económicos por el río Moscova y decidió hacer caso. Y era una buena oferta en verdad, así que avisamos a mi señor padre, que seguía aparcado en una cervecería, este se arrastró hasta donde estábamos nosotras y lo hicimos. Y también estuvo bien porque vimos Moscú iluminado y algunos monumentos interesantes como la estatua de Pedro el Grande, que a mí me parece más Cristóbal Colón; el Kremlin; una de las siete hermanas de Stalin (son esos edificios enormes que están repartidos por Moscú y que mandó construir Stalin para conmemorar los 800 años del nacimiento de la ciudad)… Desde el barquito, sentada tranquilamente y en silencio, todo es como mejor. Eso sí, es importante ir bien abrigado porque te quedas tieso de estar ahí sin moverte.

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El Kremlin desde el barco./ © Lola Hierro
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Esta terraza suspendida sobre el río Moscova me flipó./ © Lola Hierro
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Una de los edificios llamados Siete Hermanas que mandó construir Stalin./ © Lola Hierro
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Detalle de la escultura a Pedro el Grande y que a mí me parece más de Cristóbal Colón./ © Lola Hierro

Al acabar, yo quería ver la Catedral de San Basilio de cerca que es esa famosa que hay en la Plaza Roja de Moscú y que sale en todas las postales. Para allá que fuimos caminando por el borde del río con mi pobre padre muy agotado y con ganas de orinar muy fuertes. Quería irse detrás de un arbolito, ¡junto a la muralla del Kremlin! porque no había ningún lugar donde poder aliviarse. «¡Pero cómo te vas a poner a hacer pis en el muro de la oficina de Putin! ¿Quieres que nos manden a un gulag?», le gritaba yo. Creo que me lo estaba diciendo en broma para chincharme, pero le cayó una buena bronca. Por suerte, pronto llegamos a San Basilio y encontramos unos aseos públicos hacia los que se abalanzó.

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Dando las noticias en plena tarde noche de Moscú./ © Lola Hierro

Nosotras fuimos a merodear por el exterior de la iglesia, que ya estaba cerrada, y él nos esperó sentado. La verdad es que no hicimos más que la foto típica, las dos juntas, pero sé que es una imagen que voy a guardar siempre con cariño. Y aunque no había iglesia que visitar, era de noche y hacía fresco, aún nos dio para una buena caminata por la Plaza Roja, o por lo que queda de ella, porque la mayor parte de sus 330 metros de longitud estaba ocupada con unas gradas puestas ahí no sé para qué. Esto, claro, fastidia las fotos bastante. Pero es interesante: data de finales del siglo XV, aunque parece más nueva, y su nombre no se refiere al rojo de los muros de ladrillo que la rodean sino a que su nombre ruso, Krásnaya, significa roja, pero en ruso antiguo significaba bonita. Era la plaza bonita. Aquí han pasado cosas muy llamativas: desde conciertos importantísimos de grupos como Scorpions, Pink Floyd o Paul MacCartney hasta… ¡el aterrizaje de un avión! Lo pilotaba un chaval de 19 años llamado Mathias Rust que voló desde Helsinki esquivando las defensas aéreas en plena Guerra Fría, en 1987. Fue a la cárcel, ¡pero se pegó un buen vacile!

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San Basilio, preciosa./ © Lola Hierro
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A la izquierda, gradas en la Plaza Roja. A la derecha, los almacenes GUM./ © Lola Hierro

Aunque es verano, me topé con una sorprendente decoración a priori navideña: miles de lucecitas enredadas en los árboles y fachada de un suntuoso edificio ubicado en un extremo de la Plaza Roja. Resulta que están todo el año y pertenecen a la decoración exterior de los famosos almacenes GUM, un contubernio de lujo y boato donde hay que entrar aunque solo sea para admirar la arquitectura. Nosotras hicimos algo más: meternos en el súper mercado, que es tan pijo que los carritos y las cestas son de piel, y hacer algo de compra. Así, gourmet, en plan capricho. Pan, fruta, fiambre… Prefiero no acordarme de lo que gastamos.

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Los almacenes GUM y su permanente iluminación navideña./ © Lola Hierro
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Mi madre pasa por delante de Cartier imaginando todo lo que no se va a comprar./ © Lola Hierro
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Tres mujeres pasean por el interior de los GUM./ © Lola Hierro

Al llegar, cargadas de bolsas, encontramos a mi padre en el mismo banco donde le habíamos dejado hablando con mi hermano pequeño por teléfono. Le estaba contando lo que ha sucedido con nuestro perro, pues él no sabía nada porque está de vacaciones en Estados Unidos. El golpe fue considerable, claro. Yo hablé luego con él y lloramos mucho, muchísimo, y yo ahí en plena calle, delante de todos los rusos que pasaban, pero me daba igual. Y yo creo que he llorado más por el disgusto que le hemos dado a mi hermano que por la muerte del perro en sí, que me sigue doliendo, pero con los días voy poco a poco asimilándolo. Quien no tenga perro pensará que soy una exagerada. Quien lo tenga, me comprenderá totalmente.

Después de esta difícil conversación me tocó encontrar un Uber, y tuve que llamar a cuatro porque ninguno nos encontraba. Me acosté nada más llegar, con mucho dolor de cabeza y de corazón.

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