10. COMO VILMA Y PEDRO PICAPIEDRA POR MOSCÚ

Nota para el lector: Este es el décimo episodio de una serie de apuntes que escribí en septiembre de 2018 durante un recorrido por Letonia y Rusia en compañía de mis padres. No se trata de un relato viajero corriente, sino de la transcripción de un diario personal de aquellos días que estuvieron marcados por la pérdida de nuestra mascota. Es, por tanto, una serie de textos muy subjetivos, alejados en muchas ocasiones de descripciones de los lugares que visitaba y más centrados en emociones, sentimientos, estados de ánimo y anécdotas sin importancia. Salvo los datos históricos y prácticos relacionados con algunas visitas turísticas, todo lo que se cuenta en los siguientes capítulos es puramente opinativo, y como tal deben tomarse.
Estos son todos los capítulos:
1. Un viaje que comienza regular
2. Una vuelta por Riga
3. Viajar con padres es surrealista
4. San Petersburgo, rebonica del tó
5. Al encuentro de la princesa Anastasia
6. En busca de la pierna incorrupta del abuelito
7. Pánico en el Hermitage
8. La ansiedad que se borra con un atardecer
9. Moscú a vista de tour guiado
10. Como Vilma y Pedro Picapiedra por Moscú
11. Madre e hija mano a mano por Moscú
12. Despedida de un viaje agridulce

Moscú, 7 de septiembre de 2018

El único día en Moscú en el que no hemos hecho ninguna actividad con guía ha sido también el que menos ha cundido. Yendo con padres, quizá sea mejor tirar de excursiones organizadas para aprovechar algo más. Por suerte, hoy papá ha decidido hacer la guerra por su cuenta otra vez. Que ya ha visto el Kremlin y que pasa. Que nos vemos luego. Qué pajaro… Luego he entendido que pasara del tema.

Nos vamos nosotras al susodicho con idea de invertir muchas horas allí. Este Kremlin en Rusia es como la Casa Blanca en Estados Unidos. A ver, Kremlin significa ciudad fortificada y hay más de 20 en todo el país que empezaron siendo ciudades medievales desde las que se fue expandiendo la población. Pero este es el más importante porque es el lugar de trabajo del presidente, es decir de Vladimir Putin y también porque alberga la Armería, que es el principal museo del país, cuatro catedrales y cuatro palacios. Todo está rodeado por una muralla en cuya pared Este se encuentra la famosa Plaza Roja.

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Plaza de las Catedrales, en el Kremlin. / © Lola Hierro

Pero cuando llegamos, nos asusta la cola para comprar la entrada. Por algo recomiendan que se saque a través de internet... Por suerte, la gente aquí tampoco es muy de pensar, así que las máquinas expendedoras están vacías, y yo puedo adquirir los tickets a la plaza de las catedrales en un abrir y cerrar de ojos. Con la Armería y el Fondo de diamantes no hay suerte, la taquilla no empieza a vender hasta la una (falta una hora) y no queremos esperar tanto. Para otro día, o para otro año. En realidad no me importa mucho no ver estos sitios. La Armería posee una tremenda colección de carrozas, huevos Fabergé, coronas y otras alhajas, y el fondo de diamantes dicen que es comparable a la colección de la realeza británica. Pero a mí todas esas cosas lujosas me dan un poco igual.

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Las puertas del Kremlin. / © Lola Hierro
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Trabajos de restauración dentro del Kremlin. / © Lola Hierro

El segundo susto es la cola para acceder al recinto del Kremlin, pues hay una sola para individuales y grupos y, en ese momento, cientos de turistas asiáticos se agolpan ahí. Tenemos que batirnos el cobre para entrar: colarnos mucho, pero mucho, apretujarnos y sufrir lo indecible. La marea humana nos escupe a una pasarela de acceso y, de ahí, ya alcanzamos el interior. Pues vaya. Es un recinto enorme, de suelo empedrado. A la derecha está el Palacio de Congresos, donde se puede ver a la compañía de ballet del Kremlin, la más importante del país; a la izquierda el Palacio Presidencial que no puede visitarse… Al fondo, el cañón del zar Pushka, que pesa 538 toneladas nada menos, rodeado de turistas hasta el punto de que no se ve nada, ni que estuviera Brad Pitt ahí repartiendo besos.

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Turistas inmortalizándose en el Kremlin, con el Palacio Presidencial de fondo. / © Lola Hierro
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Ya estamos dentro del Kremlin. / © Lola Hierro

Más allá, la vasta plaza de las catedrales. Aquí es donde antaño fueron coronados todos los zares, donde se les hicieron las ceremonias fúnebres y hoy en día, donde los presidentes rusos toman posesión de su cargo. Visitamos dos de las cuatro catedrales y ya no podemos más: entre tanto turista con el palo selfi y que ya vamos hartas de arte sacro, decidimos marcharnos. Pasamos por la campana de bronce del Zar, que con sus 6,6 metros de diámetro es la más grande del mundo. Pero también cercada por visitantes, y nos salimos. Por cierto, está rota: tiene un trozo separado del resto a causa de un incendio. Vaya decepción de visita. A mí, personalmente, no me ha llenado de orgullo y satisfacción.

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La plaza de las catedrales y una y un trozo de otra. / © Lola Hierro
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La campana rota del zar. / © Lola Hierro

La siguiente odisea es cruzar del Kremlin a la Plaza Roja y de ahí al Gran Café Doctor Zhivago, en el hotel nacional, donde mi padre nos espera para comer. Lleva todo el viaje empeñado en ir porque ya estuvo años antes, le gustó mucho, y nos quiere mostrar lo bien que se almuerza. Vale un ojo de la cara, otra vez ventajas de ir con padres… Lo que ocurre es que se está preparando una gran fiesta para el inminente fin de semana por el 871 aniversario del nacimiento de la ciudad de Moscú, y hay escenarios instalados en medio de la calle, vías cortadas… En un escenario cercano a la Plaza Roja, un grupo de percusión realiza una prueba de sonido y tiene buenísima pinta lo que ensayan, pero a saber cuándo es el concierto.

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La Plaza Roja. El edificio del fondo es Museo Estatal de Historia. / © Lola Hierro
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San Basilio, de día. / © Lola Hierro
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Iglesia de Nuestra Señora de Kazan en la Plaza Roja. / © Lola Hierro

Tras perdernos un poco por los pasos subterráneos, llegamos al elegantísimo restaurante, una maravilla de lugar, con decoración de principios del siglo XX, camareras vestidas de época… Precioso. En este Zhivago he probado la mejor carne Strogonoff de mi vida, y yo pensando que no eran más que filetes con pimentón… ¡Qué va!

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Una de las esculturas del Café Zhivago. / © Lola Hierro
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Ambiente selecto. / © Lola Hierro
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El techo del restaurante. / © Lola Hierro

A lo Picapiedra

En este punto de la historia, decidimos irnos los tres a ver la Plaza y el Museo de la Victoria, es decir, los de la II Guerra Mundial o, para los rusos, la Gran Guerra Patria. A esto mi padre se apunta, que le van mucho los asuntos de guerras y la historia militar. Vamos en metro y ya solo del trayecto nos cansamos un poco. Por eso, al llegar a mis padres les parece genial tratar de alquilar unos cochecitos como los de golf que vemos rodando por ahí. El parque es INMENSO, así que no lo veo mal. El problema es que no hay; el último que queda está roto, pero hay muchos otros vehículos y él decide subirse en una especie de triciclo a pedales para dos. Lo alquilo, se montan y marchan los dos muy cómicos, parecen Pedro y Vilma Picapiedra.

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En el Parque de la Victoria, lo primero que encuentras. / © Lola Hierro
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La avenida que conduce al museo. / © Lola Hierro
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San Jorge a contraluz. / © Lola Hierro
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Una pareja observa el atardecer con el museo de fondo. / © Lola Hierro

Yo alquilo una bici, pero la paz no me dura ni cinco minutos porque en la primera mini rampa, el vehículo de mis padres casi vuelca hacia atrás por el exceso de peso. Por lo visto, les ayudan unos chinos y gracias a ellos no vuelcan, pero mi madre se hace daño en un pie, mi padre se cabrea, decide que ya no quiere montar más y se sienta en un banco. Así que mi pobre madre tiene que ir a devolver el armatoste. Al principio no me deja ayudar y se vuelve a hacer daño… Total, que al final soy yo la que se acaba agarrando un buen cabreo hasta que pongo firmes a los dos, el uno por cogerse rabietas y la otra por cabezona. Viajar con padres es como viajar con niños, pienso en momentos como este…

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Pedro y Vilma con el numerito del triciclo. / © Lola Hierro

60.000 recuerdos de guerra

Volviendo al museo, es muy imponente, no en vano está dedicado a los sacrificios de los pueblos soviéticos durante los años de la guerra, entre 1942 y 1945. Visito primero una zona al aire libre que está llena de vehículos de guerra, aviones, baterías antiaéreas y hasta una trinchera por la que puedes caminar

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Por la trinchera. / © Lola Hierro
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Paseo entre maquinaria de guerra. / © Lola Hierro
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Un resto del nazismo. / © Lola Hierro
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Un avión de guerra. / © Lola Hierro
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Equilibrios sobre un tanque. No tengo claro que esté permitido subirse ahí… / © Lola Hierro

Luego accedo al interior, que también es muy grande y soberbio: repartidos en cuatro pisos tiene nada menos que más de 60.000 objetos de todo tipo relacionados de alguna manera con este momento de la historia. Dentro se respira solemnidad, respeto, todo está en silencio absoluto… Es como un templo. Lo que me impresiona sobre todo el Salón de los Comandantes, donde se rinde homenaje a los militares de alto rango que recibieron la distinción de la Orden de la Victoria, y no están allí solo los nombres de quienes pertenecieron al Ejército Rojo; también hay comandantes extranjeros como el yugoslavo Tito y los estadounidenses Montgomery y Eisenhower. También impresiona el Salón de la Gloria, que es redondo, en sus paredes están escritos los nombres de 11.800 héroes de guerra y en el centro hay una estatua inmensa de un soldado que ocupa todas las atenciones. Te sientes como una hormiguita allí, y en cierto modo un poco incómoda, como si fueras una intrusa.

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Entrada hacia los dioramas. / © Lola Hierro
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El Salón de la Gloria. / © Lola Hierro
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Escalinata hacia las plantas superiores. / © Lola Hierro
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Recreaciones de la guerra. / © Lola Hierro

En la planta baja el aspecto es mucho más moderno, o futurista incluso, porque se han colocado ahí seis dioramas o pinturas panorámicas de forma semicircular que representan momentos importantes de la guerra y que parece que están en 3D porque tienen objetos que completan el paisaje, ya no sabes que está pintado y qué no. Rodean un pasillo llamado Salón de la Memoria y el Dolor, en recuerdo de los 26 millones de víctimas soviéticas de la II Guerra Mundial. A pesar del nombre tan chungo, es una preciosidad, especialmente por lo simbólico de cada elemento y por lo que encuentras si miras hacia arriba: miles de lucecitas que cuelgan del techo suspendidas de finos hilos, como lágrimas.

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La galería hacia el Salón de la Memoria y el Dolor. / © Lola Hierro
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Estatua del Salón de la Memoria y el Dolor. / © Lola Hierro
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El cielo llora. / © Lola Hierro

La exposición es muy completa (hay desde anillos con calaveras que entregaba Himmler a algunos elegidos hasta dientes de víctimas del campo de exterminio nazi de Auschwitz) y harían falta horas para verla entera. Muy impresionante el museo, la verdad. Es un lugar para volver.

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Dientes de víctimas del nazismo. / © Lola Hierro

A la salida, justo el sol se acaba de poner y es la hora azul. El monumento-torre-aguja de 1.418 metros (por los días que duró la II Guerra Mundial: 1418) está iluminado, con su San Jorge en la base, dragón incluido, y la estatua de la diosa Niké en lo alto. La ciudad financiera al fondo, también muestra todo su esplendor nocturno. La estampa es tan bonita que no me queda otra que sentarme en la escalinata y admirarlo todo. Al rato ya solo resta volver a casa. En Uber, claro, porque es de noche y no podemos más de cansancio después de una visita tan larga. Por cierto que este conductor es de los más majos que nos han tocado, hasta se ha bajado del coche para ir a buscarnos porque no dábamos con él.

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Hora azul. / © Lola Hierro
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El paseo frente al museo, iluminado. / © Lola Hierro
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El museo y la torre con su iluminación nocturna. / © Lola Hierro

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