Nota para el lector: Este es el sexto episodio de una serie de apuntes que escribí en septiembre de 2018 durante un recorrido por Letonia y Rusia en compañía de mis padres. No se trata de un relato viajero corriente, sino de la transcripción de un diario personal de aquellos días que estuvieron marcados por la pérdida de nuestra mascota. Es, por tanto, una serie de textos muy subjetivos, alejados en muchas ocasiones de descripciones de los lugares que visitaba y más centrados en emociones, sentimientos, estados de ánimo y anécdotas sin importancia. Salvo los datos históricos y prácticos relacionados con algunas visitas turísticas, todo lo que se cuenta en los siguientes capítulos es puramente opinativo, y como tal deben tomarse.
Estos son todos los capítulos:
1. Un viaje que comienza regular
2. Una vuelta por Riga
3. Viajar con padres es surrealista
4. San Petersburgo, rebonica del tó
5. Al encuentro de la princesa Anastasia
6. En busca de la pierna incorrupta del abuelito
7. Pánico en el Hermitage
8. La ansiedad que se borra con un atardecer
9. Moscú a vista de tour guiado
10. Como Vilma y Pedro Picapiedra por Moscú
11. Madre e hija mano a mano por Moscú
12. Despedida de un viaje agridulce
Novgorod, 3 de septiembre de 2018
Sigo en el tren, con destino a Novgorod, una ciudad a 190 kilómetros de San Petersburgo a la que vamos por dos razones: por un lado, es la más antigua de Rusia: se menciona por primera vez en el año 856 y en el 862 el Príncipe Rúrik (el fundador de la primera dinastía rusa) proclamó el Estado ruso moderno. Por otro y más importante, aquí luchó mi abuelo durante la II Guerra Mundial como miembro de la División Azul y aquí perdió su pierna. Vamos a recorrer lugares donde quizá estuvo él, vamos a acercarnos hasta el río Vóljov que, según mi padre, mi abuelo fue el primer español en cruzar. Me hace mucha ilusión venir aquí, a ver qué nos encontramos… Una curiosidad: la estación en la que nos tenemos que bajar se llama simplemente Km 64.
Unas horas después…
¡Pero qué redonda nos ha salido la jugada! Estoy en la misma cafetería en la que desayunamos esta mañana, el Gourmetto se llama, donde el café es delicioso y las tortitas son jugosas y bien grandes. Ahora hacemos tiempo hasta que salga nuestro tren de nuevo hacia San Petersburgo. Mi madre bebe un cortado, yo una limonada y mi padre, cómo no, sangría. La camarera me acaba de preguntar si la quiere con vino tinto, blanco o sin vino, y yo no puedo evitar arquear las cejas hasta el inicio de mi cuero cabelludo y partirme de risa cuando traduzco al castellano. Además, antes también nos había preguntado si sabemos qué es la sangría, a lo que hemos respondido que sí-por-supuesto-cómo-no, que somos españoles. Y esto ha dado rienda suelta a mi progenitor para explayarse y ahora le está mostrando vídeos de toros con el móvil. En fin… Por supuesto, la sangría con vino tinto, hemos dicho, pero no sé qué espera mi pobre padre beberse. No apuesto por una sangría de una ciudad rusa.
Está siendo un día tranquilo, por lo demás. Y emotivo, porque hemos ido a buscar la pierna del abuelito. No la hemos encontrado, pero casi. Mi idea era acercarnos al cementerio de Pankovka, donde descansan los restos de los caídos alemanes y españoles en la II Guerra Mundial durante las batallas en Novgorod. Estos últimos eran de la División Azul todos. Aquí, en los alrededores de esta ciudad, es donde él fue herido en la pierna, se la amputaron y casi no lo cuenta. Hemos hecho la broma de que su extremidad quizá se encuentre incorrupta y tirada por algún bancal o cuneta, y que a lo mejor la encontramos. La gracia es que un amigo de mi padre se lo ha tomado en serio cuando se lo ha contado por teléfono…
El problema es que el lugar en cuestión se encuentra a las fueras, a unos 45 minutos caminando. Y claro, mi padre no puede. Ya he contado varias veces que él está bastante impedido porque una pierna le da muchos dolores y no le permite recorrer grandes distancias. Ni pequeñas. Qué gracia, ahora que lo pienso, es como una especie de herencia surrealista e imposible de su padre. El uno sin pierna y el otro con ella estropeada…
Ante semejante obstáculo, se me ha ocurrido preguntar en la oficina de turismo y oh, sorpresa, no hablan inglés. He descubierto entonces lo bien que funciona el traductor de Google incluso con el cirílico. Gracias a esta cibernética manera de comunicarme con la señorita del mostrador he logrado que nos buscara un taxista que nos ha llevado y traído de vuelta haciendo las paradas que queríamos por 800 rublos, que son como 12 euros. Sin cansarnos y sin perdernos. Perfecto.
La primera parada ha sido en el cementerio, que es muy sencillo y no tiene placas conmemorativas cantosas ni nada. Solo hay una en ruso y otra en español muy discretas. Demasiado es ya que tengan un terreno cedido en este suelo, creo yo, pues los alemanes y españoles son los que vinieron aquí a matar rusos, vamos.
La parte española es mínima, y en ella están los nombres grabados en piedra de los fallecidos y desaparecidos en combate, con fechas de nacimiento y muerte. Eran todos unos críos, la verdad. Qué pena. De 19 a 25 años como mucho. Y más de uno ni quería estar ahí. Con el tiempo se ha documentado que entre los integrantes de este cuerpo había opositores al régimen de Franco que se alistaron porque así podrían limpiar sus antecedentes. Fue el caso del director de cine Luis García Berlanga, de familia republicana. Este artículo sobre los hallazgos de un historiador ruso acerca de los españoles en Rusia, donde los describe como «violentos y ladrones, pero más humanos que los nazis», es revelador para saber un poco más sobre el paso de estos chicos. Por cierto, hemos buscado a Gago, un amigo de mi abuelo, pero su nombre no estaba ahí. Y nos ha extrañado porque al pobre lo mataron delante de mi abuelo ahí mismo en el año 1941.
En la orilla del Vóljov
De allí nos hemos dirigido en el viejo Renault 14 del taxista la orilla del río Vóljov, y en concreto a donde está enclavado el monasterio de Otensky. La casualidad nos ha sorprendido porque, sin saber muy bien a qué parte del río íbamos, al llegar y mirar hacia la orilla de enfrente mi padre ha identificado este punto exacto como el lugar que mi abuelo describía en sus notas por el que cruzó hacia el lado ruso y fue herido. Lo ha sabido al fijarse en la posición de una ruinosa fortaleza en la orilla opuesta.
La historia de mi abuelo, más cierta que inventada, pero quizás exagerada como siempre se hace en las familias con las experiencias luctuosas, es fuerte. Él era un alférez en la 14 compañía del Regimiento 269 de antitanques de la división 250 de la Wehrmacht, las fuerzas armadas de la Alemania nazi. O también llamada División Azul. Se pueden escribir miles de páginas sobre ella, pero por no desviarme mucho me limitaré a contar que fue una unidad de infantería formada por unos 50.000 voluntarios españoles para luchar contra la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial entre 1941 y 1943. Participaron en varias contiendas, principalmente en el sitio de Leningrado.
Ahí, a orillas del río Vóljov, un río de 250 metros de anchura media y de 200 kilómetros de largo, estuvo el primer frente donde la División Azul combatió en el invierno de 1941 y 1942 que, dicen fue el más frío que tuvo que soportar la División Azul, «con temperaturas por debajo de los -30ºC grados que provocaron la obstrucción de muchas armas y 103 hospitalizados por congelación«. Cuenta el historiador Xavier Moreno Juliá en un artículo del diario ABC lo siguiente: «Al Voljov los españoles llegaron entre los días 10 y 11 de octubre de 1941, y el 12, fiesta de la Hispanidad, entraron en combate. El frío era ya intenso, por debajo de los cero grados centígrados, y el Ejército alemán —y con él la División Azul— carecía de equipo de invierno, en tanto que Hitler había previsto que la campaña rusa iba a estar acabada en unos dos meses». Al llegar, la División intentó llevar a cabo «pequeñas conquistas» al otro lado del río y la contienda se alargó hasta enero, y hubo muchísimas bajas… Y es una historia muy larga de contar que está bien documentada, y por eso no me voy a extender más. El libro A orillas del Vóljov cuenta muchísimo sobre este episodio de la Historia.
El 6 de noviembre de 1941 estaba mi abuelo charlando con su amigo Gago cuando el proyectil de un francotirador ruso impactó la vaina (casquillo) sobre a que mi abuelo tenía apoyado el pie. Tras el sobresalto inicial, se dispuso a comentar a Gago su buena suerte por no haberla recibido él y se encontró con que su amigo yacía muerto con un tiro en la frente, seguramente disparado por otro francotirador.
Mi abuelo se cabreó muchísimo (huelga decir que era un hombre de un genio terrible): llevaban tiempo ahí parados, con los rusos al otro lado del río, sin dejarles avanzar. No lo hacían porque el río estaba helado aún y no podían cruzarlo caminando; corrían el riesgo de que se rompiera la frágil placa de hielo y se ahogaran. Pero mi abuelo insistía en que sí se podía ya, discutió con su capitán y este le dio carta blanca para que fuera a probar, a ver si lo cruzaba. Y se fue con sus hombres durante la noche del día siguiente. Logró cruzarlo (por eso dicen en casa que fue el primer soldado español en hacerlo), y agazapado, llegó hasta las ruinas de la fortaleza que se distinguían desde la otra orilla, las mismas que hoy vemos desde nuestra posición, y que por aquel entonces estaban llenitas de soldados del Ejército Rojo armados hasta los dientes.
Pero fue descubierto. Alguien le lanzó una granada de mecha y cuando mi abuelo la chutó para devolverla, explotó y le llevó por delante parte de su pierna izquierda y un dedo de la mano que le quedó colgando de un hilito.
De este episodio, lo más cercano que he encontrado es este artículo en la revista Eurasia 1945 sobre la batalla de Possad: «Possad era un sector boscoso situado a 12 kilómetros de distancia entre el Río Voljov y el Monasterio de Otensky, donde el 8 de noviembre tomaron posiciones los voluntarios de la División Azul para repeler una contraofensiva del Ejército Rojo desencadenada el 8 de noviembre y que fue precedida por bombardeos de artillería y aviación».
Al ser herido, mi abuelo cayó de espaldas y cuentan que mató a varios enemigos disparando a bocajarro mientras sus compañeros lo sacaban de ahí a rastras, agarrado por las axilas. Una vez en territorio seguro, de vuelta en la orilla segura, le amputaron dos veces la pierna. Primero en Novgorod, sin anestesia. Luego en Riga, la capital letona, ya con ella. Cuentan en casa que en aquel entonces le daban por muerto y que en Riga un compañero suyo llegó a encañonar con la pistola al médico que le quería desahuciar para que siguiera manteniéndolo con vida. Cuando estuvo un poco más recuperado fue repatriado a España, donde ingresó en el hospital militar Gómez Ulla y donde le fue amputada la pierna por tercera vez, ya hasta el límite con la cadera, porque se había gangrenado.
De nuevo pensaron que no saldría adelante, pero salió. Se casó con mi abuela, de la que ya era novio cuando marchó a Rusia. Ella le había pedido que no volviera ni ciego, ni manco. Y cumplió su promesa. Luego tuvo tres hijos y, lejos de considerarse un inválido, pasó su vida trabajando y conducía, cazaba, montaba a caballo y hasta nadaba. Siempre fue en muletas, y nunca jamás, ni cuando estuvo más grave en los días previos a su muerte, con 73 y años y un cáncer terrible, aceptó la silla de ruedas. Y tengo mil historias más sobre este abuelo mío tan bravo, pero ya las contaré otro día.
Volviendo al 2018, para nosotros, su familia, ha sido emocionante llegarnos a esta orilla que vio a mi abuelo batallar. La misma tierra que él pisó, los mismos paisajes que él vio hace más de medio siglo. Ha sido reconfortante conseguir traer hasta aquí a mi padre desde España, con todas sus limitaciones. En la arena, mi madre ha grabado un mensaje con una ramita: «en honor a Román Hierro, de tu hijo Román y tu nieta Pelusa«. Esa soy yo: de niña me llamaba así porque hasta bien entrado el año no me salía pelo en la cabeza…
Algo más de Novgorod
Esto ha sido lo más interesante de nuestro día. El resto ha servido para dar un paseo por Novgorod, pues no hay que olvidar que esta es una ciudad importantísima de Rusia. Por ejemplo, fue la única que resistió a la invasión mongola. También posee la catedral más antigua de Rusia, llamada de Santa Sofía, de 1045. Y que su centro histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1992.
La principal atracción turística es su Kremlin, el más antiguo de Rusia y que es más pequeño de lo que yo creía. El acceso es gratuito, pero dentro de sus murallas hay algunas edificaciones donde sí hay que pagar si quieren visitarse por dentro. Por ejemplo, el campanario de la mencionada catedral, la torre Kokuy, que es la más alta de la ciudadela, la Cámara de Arzobispos, que es la única construcción civil alemana de estilo gótico y en ella se celebraban los eventos más importantes de índole política y, por último, el Museo Estatal de Novgorod, con diversos objetos religiosos y civiles relacionados con la historia de la ciudad. En todos estos lugares la entrada cuesta 200 rublos o unos tres euros. Es gratuito, por ejemplo, entrar en el monumento al Milenio de Rusia, un trasto con forma de campana construido en 1862 para conmemorar los 1000 años del nacimiento del país, o acercarse a una estatua enorme del compositor Sergei Rachmaninoff, que nació aquí.
Hay unos cuantos lugares más a los que se puede hacer una visita y que te ocupan el día entero. En realidad, es que no hace falta ni dormir en Novgorod, se puede ir y venir en el día desde San Petersburgo y te da para ver de todo: Los monasterios de Perynski y de San Jorge, el nacimiento del río Vójov y la Corte de Yarosláv, que es un jardín salpicado de pequeñas iglesias visitables. Antiguamente aquí estaba el mercado de la ciudad. Se encuentra pasado el puente que cruza el río, a la derecha.
A mi madre y a mí, un paseo un poco sin rumbo por las calles de la ciudad nos acaba llevando hasta la iglesia de Nuestra Señora de la Señal, que es muy antigua, pintada de techo a suelos y sin restaurar. Una joya. Aquí se encuentra el icono de la virgen, que dicen que es milagroso y tiene mucha historia a sus espaldas.
En fin, paseos y paseos para digerir sentimientos nuevos. La vuelta a casa, con el sol cayendo despacito, ha sido cuanto menos melancólica.
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