Desde que vivo y estudio en Madrid no puedo viajar a ninguna parte. Se me hace extraño pasar tanto tiempo en el mismo sitio y me da rabia, siento que estoy perdiendo tiempo y que no me va a dar la vida para visitar todos los lugares a los que aún tengo que ir. Para quitarme el mono, he decidido re-descubrir Madrid. ¿Pues cómo? Hablando de ella en este blog.
He vivido en esta ciudad 24 años, hasta que salí despavorida hacia Cantabria, donde la calidad de vida es mucho mejor. Madrid no me gusta especialmente. Hay cosas de esta ciudad que adoro, vale, como la oferta en servicios, como las noches de verano y los barrios más castizos, con tantos recuerdos de infancia y tanto sabor a antaño. Pero odio todo lo demás. Quizá sea un odio irracional debido a las cosas que no me gustan: la pereza y el asco de ir en vagones de Metro atestados de gente -especialmente en verano, con toda esa inefable gama de sudores y olores-. O tardar mil años para llegar a cualquier parte, o que todo sea caro, o que no tengo verde ni playa cerca. Y más cosas.
Pero he decidido dejar de lamentarme y re-descubrir Madrid, es decir, esforzarme en conocer un poco más la ciudad. Voy a hacer como si estuviera de paso, y voy a hablar de los lugares que me llamen la atención como si fuera una viajera de paso. Mi primer post es para la Plaza Mayor.
Para cualquier madrileño es un sitio obvio, y probablemente todo lo que diga sean obviedades también. Pero este lugar ha constituido uno de los ejes principales alrededor del cual ha girado mi niñez, y además es innegable su importancia en la ciudad. Los datos mínimos que han de contarse sobre esta plaza es que fue construída en el siglo XVI, que sufrió tres grandes incendios a lo largo de su historia que dieron pie a tres restauraciones, que le han ido cambiando el nombre a socaire de los tiempos que corrían (Plaza del Arrabal, Plaza de la Constitución, Plaza de la República…) o que en ella se hacían desde corridas de toros hasta autos de fé -por cierto, muy bien descritos en los libros de El Capitán Alatriste de Pérez Reverte…-.
Las dos fachadas que más llaman la atención corresponden a la Casa de la Panadería en el norte y la Casa de la Carnicería en el sur. Otro de sus puntos más famosos es el arco de Cuchilleros, que da a la calle donde antiguamente trabajaba dicho gremio. El restaurante más antiguo del mundo, según el libro Guinness de los Récords, está aquí: se llama Sobrino de Botín y lleva abierto desde 1725.
Hoy en día, la plaza es una parada obligatoria para cualquier turista o viajero que se precie, pero también de muchos madrileños que los días de sol van a pasear. Los restaurantes situados bajo las arcadas del recinto suelen ser bastante caros salvo que cuenten con algún plato o menú de oferta. Son frecuentados por turistas o por ancianos con abultadas pensiones. Quienes conocen mejor la zona optan por comer en tascas fuera de la plaza. Son muy famosas las tascas en las que sirven bocadillos de calamares; es fritanga pura que sabe a gloria.
Las tiendas de la plaza son un caso aparte. Las de souvenirs son más previsibles, pero junto a ellas sobreviven algunos comercios antiguos muy pintorescos: hay una tienda de sombreros y boinas, otra de espadas y armas, unas cuantas de filatelia y numismática…
La plaza también es un punto de reunión de artistas de toda índole. Están los oficiales, que son todos aquellos pintores que intentan vender sus lienzos a los turistas. Pintan desde sevillanas y toreros hasta caricaturas. Los oficiosos llevan menos años allí, y son todos aquellos señores que se disfrazan para hacerse fotos con la gente a cambio de dinero. Hay un gato con botas, un Spiderman barrigón con muy mal genio, hay unas cabezas sobre una mesa que asustan a los viandantes, un hombre de barro y una especie de perro cubierto de papel brillante que emite un sonido muy desagradable. Con el recrudecimiento de la crisis, los alrededores también se han llenado de personas sin hogar que en invierno se apretujan entre cartones y mantas bajo los soportales. No son muy amigos de la conversación ni de las fotografías, he de decir. Así que, cuidado con molestarles.
No puedo olvidarme de la transformación que sufre la Plaza Mayor durante las navidades. se convierte, diría, en uno de los lugares favoritos para los niños. Primero porque se instala un mercadillo donde se venden desde adornos para el árbol y figuritas para el belén hasta bromas. En mi adolescencia, era común ir el último día de clase a la plaza: había un lugar donde por cada tres suspensos te daban un litro de calimocho o cerveza. Yo, que era muy aplicada y no suspendía nada más allá de las matemáticas, nunca me pude beneficiar de semejante oferta, pero sí recuerdo que algunos se agarraban unas buenas borracheras pre-bronca paternal. Ya a principios de año, concretamente el 5 de enero por la tarde, la plaza se llenaba de niños histéricos porque hasta aquí llegaba la célebre cabalgata de Reyes. Era peor que un concierto de Justin Bieber. Los padres lo pasaban -y lo siguen pasando- fatal: tienen que cuidar de que sus hijos no desaparezcan entre la multitud, encontrar un buen sitio desde el que se vea algo, tratar de coger caramelos (hay técnicas avanzadas para esto, como el despliegue-de-paraguas-a-la-inversa) y no morir en el intento. Pero estas, ya son historias para otra ocasión.