La abuela de Patricia contaba que se casó con su pretendiente —y luego marido y padre de sus hijos— para que le acompañara al baño del tercer patio de su edificio porque le daba miedo ir sola. Patricia es una rubísima y sonriente polaca varsoviana, estudiante de español e italiano en la universidad y enamorada de Sevilla, donde vivió un año. Sus abuelos, ya fallecidos, fueron una pareja humilde que vivió durante la posguerra en el Barrio de Praga, a 20 minutos caminando del centro de Varsovia, capital de Polonia. Pobre de siempre, pero seguro, hasta que en los sesenta el Gobierno comunista tuvo la feliz idea de dar pisos a delincuentes para reinsertarlos en la sociedad. Se volvió tan peligroso que durante décadas ha sido considerado el más indeseable de todo el país.
El tercer patio de los edificios del Barrio de Praga era para los pobres de solemnidad. Las casas tenían tres, de fuera a dentro. Primero, el de los ricos, que eran los únicos que tenían baño privado en sus viviendas. Luego había otro para los que eran un poco menos pudientes y, al fondo, el de los más miserables. Estos dos grupos hacían sus necesidades en un aseo comunitario que estaban en esos espacios al aire libre.
Esta es una de las anécdotas que cuenta Patricia, guía de un grupo de nada menos que 72 turistas españoles apuntados a una excursión gratuita por este histórico barrio varsoviano, hoy muy cambiado. Lejos de lo que cuentan los estereotipos sobre el vocerío y los modales ruidosos de mis paisanos, este grupo se porta muy bien. Escuchan sin interrumpir y no se hacen fotos donde no deben.
Patricia explica que el nombre de Barrio de Praga proviene de la palabra polaca «quemar», porque originalmente se quemaron terrenos para construirlo, y ni siquiera se consideraba parte de Varsovia. A él mandaron muchos judíos que expulsó el rey Władysław IV, el mismo que lo proclamó ciudad independiente en 1648. No pasó a formar parte de la capital hasta 1791.
Hoy es un barrio alternativo, bohemio, multicultural y hipster. Durante la II Guerra Mundial apenas sufrió daños, así que solo aquí se pueden ver edificios de antes de la guerra. No obstante, jaleo hubo, así que aún se distinguen agujeros de mortero y balas en muchas paredes y fachadas. No fue asediado como el casco histórico porque aquí ya vivían soviéticos.
Entre sus calles también se rodó El Pianista, la aclamada película de Roman Polanski sobre un músico judío que sobrevivió al Holocausto, porque muchas se conservan como la Varsovia de guerra. En Mala Street, por ejemplo, se han colocado redes metálicas sobre las fachadas de algunos edificios porque caen cascotes dado su mal estado. Asombra lo reventadas que están las casas.
De tanto caminar estas calles, tengo los pies para tirar. Todo porque una no se puede ir de aquí sin recorrer los escenarios de la película y sin encontrar alguno de los murales enormes que adornan las fachadas y que aportan alegría y color a esta arquitectura comunista y ruda, aunque es fácil desorientarse y frustrarse porque están todos muy lejos y separados unos de otros. Para los interesados, he aquí un mapa con el emplazamiento exacto de un buen puñado de ellos.
Ahora se está gentrificando, rehabilitando y revitalizando. Algunas de las iniciativas son la renovación de 20 de los 400 edificios antiguos que hay o la construcción de espacios de baño en la orilla izquierda del río Vístula, en cuyo margen derecho se asienta este barrio. Dos de estos son la playa Poniatówka y la Saska Kępa, que tienen espacios de juego para niños, zonas de barbacoa, actividades deportivas y clubes pijillos.
En la calle Ząbkowska, una de las principales avenidas, encuentras ejemplos de la mezcla que hoy supone este barrio: un mural enorme, cafeterías bonitas, varios patios interiores con agujeros de bala y altares. Estos fueron construidos por los propios vecinos durante la guerra para poder rezar después del toque de queda, ya que no era posible ir a misa).
Su catedral católica, por otra parte, compite con la soviética de Santa María Magdalena, que es ortodoxa, erigida en el siglo XIX De estilo neogótico y consagrada a San Miguel Arcángel y San Florian, fue muy copiada en todo el país y su importancia residió en que fue la respuesta de Polonia a la rusificación del país. Se quiso hacer tan grande y tan destacable que hoy aún se distinguen sus torres de 75 metros desde muchos puntos de la ciudad. Durante la II Guerra Mundial fue destruida, pero se reconstruyó con gran cuidado usando ladrillos fabricados en el siglo XIX. Sin embargo, es otra la que ostenta el título de mayor antigüedad: se trata de la iglesia de Loreto, del siglo XVII y de las pocas construcciones que ha sobrevivido a incendios, bombardeos y otras desgracias acaecidas con el paso de los años.
Es imposible no ver, justo al lado de la catedral, una estatua de un ¿cura? que sostiene una cruz y parece que va a salir corriendo. Es cualquier caso, es muy fea y muy grande, tanto que dicen los varsovianos, muy bromistas ellos, que es la más fea de la ciudad, y también la llaman la del falso héroe porque se ve que el tipo se atribuyó algún mérito que no era suyo, o la del señor que siempre pierde el tren, cuenta Patricia, porque parece que va a salir corriendo hacia la estación de ferrocarriles que hay justo al lado.
Mucho más graciosa es la escultura de la banda de música. Es un quinteto formado por violín, guitarra, batería, banjo y acordeón y rinde homenaje a las bandas que en otros tiempos llenaron de música las calles y plazas de este distrito. También se hacen querer más las estatuas de los angelitos, que son pequeñas, de color azul chillón y representan una tradición local que cuenta que los niños polacos siempre van acompañados de ángeles de la guarda.
Pese a su aire de misterio, no nos adentramos en la que Patricia define como «la calle más peligrosa del barrio». Repleta de edificios viejos y de murales multicolores, ahí se quedan por ver y fotografiar, porque la guía cuenta que los turistas no suelen ser bien recibidos y que en alguna ocasión les han lanzado huevos desde las ventanas. Aunque no me gusta la idea, he de reconocer que le encuentro cierta lógica a una reacción así. ¿A quién le agrada la idea de que unos turistas cotilleen la pobreza de tu barrio y de tu vida? Igual yo también tiraba algún huevo que otro.
Más agradable, aunque desierto, es el mercado Różyckiego, el espacio perfecto para los hipsters de hoy. En la época comunista, aquí se encontraba «de todo», asegura Patricia. Hasta pasaportes, hasta alcohol y cigarros de contrabando. Hoy está de capa caída, con muchos puestos cerrados. Y los que siguen abiertos exponen objetos kitsch que no sé si triunfarán: ropa feucha, maquillajes horterillas, calcetines de deporte ochenteros y bragas de abuela. Como los mercadillos de gitanos que se ponen en los pueblos españoles un día en semana.
Y así es este barrio de Praga. Solo un poco así, porque es inmenso y no da para verlo al detalle en un día. Queda su zoológico con sus tres mil animales, entre ellos mamíferos salvajes como leones, que yo me niego a visitar porque estoy en contra de tenerlos en cautividad. Queda también pendiente su antigua fábrica de vodka Koneser, que funcionó durante 100 años y en breve abrirá como el primer museo de vodka del país. También el Museo de Neón, muy representativo del rollo moderno y bohemio que se gasta hoy el distrito. O el estadio de fútbol (que no me interesa en absoluto).
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