(Esta entrada fue escrita la madrugada del sábado 12 de julio en el aeropuerto de Estambul. No la he publicado hasta ahora porque no he tenido tiempo)
Otra vez. Vuelvo a pasarme unas cuantas horas muertas en el aeropuerto de turno, dándole a la teclita sin parar. He de confesar que adoro y temo al mismo tiempo estos reductos de soledad. Lo primero porque son de los pocos en que dispongo de tiempo para mí y solo para mí. Sin internet, sin nadie con quien hablar… Lo segundo viene derivado de esto: tanto tiempo para pensar puede jugarte una mala pasada y a veces te sientes sola, pero sola en plan mal. Me ha ocurrido solo un par de veces, no obstante: una cuando tuve que dormir en Bérgamo y echaba de menos a mi pareja de entonces y la última cuando me volvía de India hace un par de meses, tan enferma y estropiciada.
Vuelvo a estar tirada en un aeropuerto, esta vez el de Ataturk, en Estambul. Alguien me dijo hoy que tenga cuidado con lo que desee, porque se puede cumplir. La primera vez que escuché esta frase deseé ir a Albania a participar en el rodaje de un documental. Y fui. Y conocí a la familia Ziza y a Sajmir, el mismo al que han matado vilmente hace tres semanas y por el cual me encuentro ahora mismo regresando a Tirana. Lo que es la vida. Voy a poner unas flores en la tumba de mi amigo y a dar un abrazo a su madre, a su hermana, a su esposa –a la que aún no conozco- y al que fue su mejor amigo, Berti, que también lo es mío.
Es un fin de semana muy intenso para los sentidos y los sentimientos que sucede a otra semana de igual calibre. Es la que he pasado en Melilla, la España africana en la que me planté hace unos días para documentar la situación de la asistencia sanitaria a inmigrantes en situación irregular, especialmente quienes llegan atravesando la valla que separa Marruecos de mi país o alcanzan la costa subidos a una patera.
Esta noche quiero hablar de Melilla. Siempre he pensado que el éxito o el fracaso de un viaje dependen en gran parte de las personas con las que te topas durante el camino. En este caso, entonces, fue un tremendo éxito la incursión al otro lado del Mediterráneo.
La situación de los migrantes en Melilla es muy difícil. Sus derechos más básicos son violados casi a diario: cada vez que hay una devolución ilegal en la valla –lo que llaman eufemísticamente devoluciones en caliente-, cada vez que la Guardia Civil o las Fuerzas Auxiliares de Marruecos pegan de palos a alguno de los que intentan saltar, cada vez que no llaman a la Cruz Roja para que atienda a quienes se han cortado con las cuchillas que hay en lo alto del vallado… El Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes está desbordado: ahora mismo acoge a 1600 personas pese a que solo tiene espacio para 483. Su director, Carlos Montero, gobierna con mano firme pero amable y, por lo menos, ha conseguido que todo el mundo tenga cama y comida. Tuve la oportunidad de conocerle y me gustó, me pareció un hombre involucrado en su trabajo, comprometido. Esas impresiones fueron confirmadas después de hablar con cinco, diez o quince inquilinos del CETI. Todos tienen buenas palabras para Carlos.
No me extiendo mucho más en el objeto de mi reportaje porque esa información será publicada en su debido momento en el lugar donde tiene que ir, que es el periódico donde trabajo ahora. Sí quiero dedicar un recuerdo, unas líneas, a las personas que he conocido y me han ayudado a comprender la realidad de esta ciudad autónoma. Maysun, amiga y fotógrafa para este encargo, y yo, llegamos sin conocer prácticamente a nadie. No importan los nombres ni las circunstancias personales de los compañeros que hicimos esos días. Me refiero, sobre todo, a periodistas. No son como yo, de los que llegan, husmean cuatro días y se van con lo que buenamente han podido conseguir para su reportaje. Eso es lo que no se debe hacer, pero se hace. Estos reporteros, sobre todo fotógrafos, llevan meses viviendo en Melilla, algunos por encargo de sus agencias y otros porque están preocupados por la situación que se está viviendo en la Frontera Sur y quieren documentar cada agresión, cada devolución y cada abuso de autoridad. Pero todos acaban igual.
Me maravilló su disciplina. Coincidimos seis periodistas en el mismo piso, en el centro de la Melilla modernista. Uno más era nuestro vecino. Y otros viven repartidos por allí. Cada madrugada, a eso de las cuatro, el despertador suena. Te pones la primera ropa que encuentras sin olvidar agarrar algo de abrigo porque, aunque sea África, a esas horas refresca. Te quitas las legañas mientras alguno de tus compañeros, el que ese día está más espabilado que el resto, acierta a preparar una cafetera hasta arriba de drogaína. Con el café aún en la glotis sales. No han pasado ni veinte minutos desde que despegaste los párpados y maldijiste a todo lo maldecible y ya estás subido en un coche de camino a la carretera de Farhana, a Mai Guari o al Barrio Chino: los puntos de la frontera por donde los africanos que viven en el Gurugú suelen intentar saltar.
Suena Eddie Vedder, por ejemplo, lánguido. “On bended knee is no way to be free…” comienza así uno de los cantos a la libertad de la banda sonora que compuso para la película Into the Wild, que va, precisamente, de viajeros, de soltar lastre y lanzarse a coger carretera y manta. Rompe Vedder el silencio sepulcral del coche, que conduce un fotógrafo bastante adormilado a quien, sin embargo, no se le escapa el sonido de una sirena ni las luces de un vehículo de la Guardia Civil. Azules son las de ellos y verdes las de los mehani, como son llamadas allí las Fuerzas Auxiliares de Marruecos.
De un lado a otro, quemas rueda recorriendo la valla, comiendo kilómetros, atento a lo que pueda ocurrir. Tú persigues a la Guardia Civil y ella te persigue a ti, pensando que por ser periodista tienes información privilegiada. Te tienes que identificar por lo menos una vez al día y siempre con miedo de que te despachen porque, desde que hace unas semanas fue publicado un video muy fuerte donde se ve una agresión tremenda de un mehani a un chico subsahariano, la prensa ya no se puede acercar a la valla. Dicen que es porque el documento causó un gran impacto y los marroquíes dijeron a sus colegas españoles que, o controlan a los reporteros, o dejan de trabajar, es decir, de hacer el trabajo sucio: trincar inmigrantes, pegarles de palos y deportarlos a Rabat o lo más lejos posible.
Así son las primeras horas del día de los reporteros de Melilla que, cuando ya no saben dónde ir, se detienen un rato en la explanada del CETI, donde a esas horas no hay un alma, en busca de un café caliente de la máquina que tienen los guardias de seguridad en la garita. Café que a mi no me quisieron vender los tíos bordes, no sé por qué.
Unas horas después, cuando el sol despunta, los periodistas vuelven a sus casas siempre y cuando no se haya producido ningún movimiento en la valla. Porque todo cambia si hay una alerta. Entonces, el mundo se vuelve loco. Ya no sales de casa con el café en la glotis; es que directamente te lo dejas intacto y te tiras, prácticamente, por las escaleras para llegar volando al coche. Ya no escuchas a Eddie Vedder en la radio: vas con las ventanillas bajadas para intentar adivinar si hay sirenas policiales, y de dónde vienen. Y si se oye al helicóptero, que es el paso previo a verlo, rompiendo la negrura de la noche con un potente faro blanquecino que usa para buscar desde el aire a esos escurridizos africanos que quieren entrar en territorio patrio (nótese aquí la ironía, por favor). Y, desde luego, ya no te quedas descansando en la explanada del CETI, no. Cuando das con el lugar donde se ha amontonado toda la Guardia Civil para defender la sagrada frontera, te bajas del coche con toda la parafernalia camarográfica y te adentras por los terrenos baldíos que hay al otro lado de la carretera. Como suele estar a oscuras, te arañas las piernas, te tropiezas alguna que otra vez (hasta te caes y te haces moratones… que se lo digan a mis muslos) y te mueres un poco de frío según el día. Y así te pasas un buen, intentando saber qué pasa y desde dónde grabar y fotografiar cualquier suceso que ocurra.
Parece una película, pero de estos esfuerzos, estas guardias y estos paseos por el monte han salido algunas de las imágenes más duras y sobresalientes de los saltos a la valla. Imágenes que han dado la vuelta al mundo por su crudeza no solo en las portadas de los más importantes periódicos e informativos, sino también premiadas en certámenes de fotoperiodismo y exhibidas en salas y festivales.
Estos periodistas, luego, no se van a su casa y se desentienden del asunto. Podrían hacerlo si quisieran; muchos son freelance que no tienen más que vender la foto del salto si hay salto. Pero su implicación crece a medida que pasan tiempo en Melilla. Conocen a las ONG locales que trabajan en defensa de los derechos de los migrantes y colaboran con ellos, intercambian cafés, debates y charlas. Conocen, sobre todo, a los chicos que viven en el CETI, los mismos que fotografiaron saltando de una vida a otra. Nacen amistades de compartir cigarrillos en alguno de los tenderetes que las familias sirias, que hay muchísimas, se montan a diario en el campito frente al centro para hacer hogueras y guisar su propia comida (bol les gusta demasiado el catering del comedor).
Se estrechan lazos con chavales cameruneses, somalíes o malienses a fuerza de compartir unos tiros libres en las canchas de baloncesto de la playa. Ellos cuentan epopeyas sobre el terrible camino que han recorrido para llegar hasta Melilla, ciudad que no es más que un lugar de paso del que se quieren marchar lo antes posible porque su objetivo es el continente y, cuanto más al norte, mejor. Te enseñan las cicatrices, a veces aún heridas frescas, de los cortes de las concertinas, de las palizas de los mehani. Te cuentan qué hacían en su país antes de venir, cómo es su familia, cuántos años tiene el hijito que se dejaron allá, la enfermedad que padece su padre, los encajes de bolillos para pagar los estudios universitarios… Y los periodistas escuchan, tú escuchas, y no puedes evitar acabar haciéndolo algo personal. No es fácil mantener la distancia, la supuesta “objetividad” del periodista en la que yo nunca he creído. No cuando estás observando con tus propios ojos el dolor, el miedo, la incertidumbre de seres humanos iguales que tú. La única diferencia es que ellos nacieron en el lado chungo de la valla.
He respirado este ambiente durante cinco días hasta llevarme la última mota a lo más profundo de mi cerebelo. Algunas mañanas, después de la ronda de reconocimiento, íbamos a un mirador frente a la costa de Aguadú para ver la salida del sol. En silencio, con el sueño, con los primeros rayos cegándonos la visión. Ni siquiera el bang bang de las prácticas de tiro del cuartel militar que teníamos a las espaldas rompían la paz que alcanzábamos durante esa media hora diaria. Luego, los desayunos en los que no han faltado el té moruno, el pan con tomate y los zumos de naranja gigantes nos daban fuerzas para afrontar otro día de trabajo.
Y así se vive el periodismo en Melilla. No quiero entrar en más detalles. Podría contar cómo el único día que se nos ocurrió bañarnos en la playa, un sábado a las ocho de la tarde, tuvimos que salir corriendo de golpe con las chanclas, el bikini y las toallas colgando porque hubo un aviso de salto. O los amigos que hice en el CETI, algunos ya de camino a Madrid. O las 109 caras de alegría de los que consiguieron plaza en el ferry hacia la Península. Para ellos era el momento definitivo en que terminaba su odisea: iban a pisar Europa, el sueño por el casi mueren, por el que casi les matan. Eso es un momento histórico, al menos en sus vidas.
También recuerdo lo rica que está la sopa de harira en la pizzería contigua al piso donde me acogieron mis compañeros periodistas, o los almuerzos caseros que nos apañábamos entre todos: los que cocinaban y los que fregaban los platos. O las siestas cuando no podías más, o las conversaciones interminables sobre todos los reportajes que queremos hacer, en Melilla y en otros mil rincones del mundo, porque conocemos tal o cual historia que hay que contar porque no puede quedar en papel mojado. Me gusta conocer compañeros igual de optimistas y colgados que yo.
Mi mente vuela de vuelta desde Melilla a este aeropuerto de Estambul, donde ya clarea. A estas horas, ellos y ellas deben estar saliendo por las puertas de sus pisos, escaleras abajo, para encarar una nueva guardia entre amaneceres, canciones de Eddie Vedder y cafés de máquina. No pueden dejar de hacerlo. Uno de mis compañeros me explicó que una vez, una sola en cuatro meses, se durmió. Y no fue el único. Nadie acudió a la frontera y precisamente ese día hubo un intento de salto. Nunca sabremos qué pasó más allá de los rumores, que hablan de más palizas, de más devoluciones.
Si no fuera por ellos y por las ONG locales, que no reciben apoyo de nadie más que de sus propios bolsillos, ni la sociedad, ni los periodistas de la península, ni los partidos de la oposición, ni la ONU y ni dios tendrían la más puñetera idea de las sucesivas violaciones de Derechos Humanos que se suceden en Melilla hasta un punto en que ya parece hasta algo normal.
Tengo compañeros que llevan bastante más que yo aquí, en Melilla. La mayoría toda su vida. Han crecido con los saltos, el CETI, los helicópteros. Ya no se sorprenden, al contrario que yo. Mismamente hace poco menos de dos meses me crucé con uno de estos saltos. La Policía Militar salió a indicarles el paso, aunque tenían pinta de conocer el camino. Me cuentan mis compañeros curiosidades relacionadas con este tema, como que es habitual que se cuelen en el cuartel del Tercio (normal, ven muros y siguen saltando. Imagino que es por la adrenalina). Los encontraban por el olor, que después de un año viviendo en el Gurugú es lo más normal. O sobre los disparos que se solían escuchar al otro lado de la valla; los mehani no se cortan.
Buen artículo, gracias por escribirlo.
gracias a ti por pasarte a comentar. Recuerdo a menudo los días en Melilla, es tremendo lo que allá ocurre… Un abrazo