Ser una novata en África tiene su gracia. Sales a la calle y todo llama tu atención, parece que hubieras desembarcado en otro planeta. Ser mujer, blanca y estar sola hace que todo se vuelva más intenso. No pasas desapercibida para nadie; ni para bien, ni para mal. Gana el bien por goleada, de momento. Solo he tenido un percance pequeñito con un tipo que se dedicó a seguirme por la Avenida Churchill, una especie de Paseo de la Castellana addisabebiano y que se paraba cada vez que yo lo hacía. Los trabajadores de una funeraria me lo quitaron de encima mientras introducían un féretro en un coche (ignoro si lleno o vacío). Aquí la gente te cuida, se preocupan porque estés bien, te orientan si te ven perdida y siempre hay alguien echándote un ojo en el buen sentido. Y, de momento, nadie me ha pedido dinero por ayudarme, tal y como advierten las guías turísticas y algunos viajeros que han debido tener peor suerte que yo.
He pasado casi una semana en Addis Abeba. A nivel laboral me ha cundido bastante, pero esta parte del viaje me la he autocensurado porque pretendo que alguien lea los reportajes que saldrán publicados en Planeta Futuro. El primero, realizado precisamente en la capital, ya esta enviado y tengo muchas ganas de verlo ya en el periódico.
La parte turística no me ha cundido nada. En Addis he aprendido cómo funciona el tiempo en Etiopía, o en toda África más bien, a juzgar por las advertencias de otros viajeros más expertos que yo y que, en este caso, sí se cumplen. En una semana he visitado tres iglesias, pero solo una de ellas, la catedral, por dentro. Las otras estaban cerradas pese a que mis fuentes decían lo contrario. Con los museos me ha pasado lo mismo. Después de una interminable caminata desde mi barrio, Piazza, hasta el museo de Addis Abeba, donde iba a visitar la exposición permanente sobre la historia arquitectónica, social y cultural de la capital, me encontré con la puerta cerrada a cal y canto sin un triste cartel que explicara cuándo pensaban abrir.
Soy de las que piensan que las cosas pasan por algo, tanto las buenas como las malas. El no poder visitar el museo me llevó hasta Thomas, un muchachito de último año de Agricultura que estaba allí pasando el rato con unos amigos. Quizá no se llamaba Thomas, quizá no era universitario… Tampoco me importa demasiado. Me dio un buen rato de charla, me acompañó a ver otra iglesia también cerrada para sorpresa de ambos, y luego me indicó qué autobús debía coger para visitar el Museo Nacional, que fue la mejor alternativa que supo darme. Así, un día que había empezado mal con el acoso y derribo del señor de Churchill Avenue, acabó muy bien.
El Museo Nacional es… curioso. Al menos para alguien con nula experiencia y sapiencia sobre la cultura y las raíces etíopes. Por 10 birr tienes acceso libre a las tres plantas del edificio, que es muy chiquitito para ser un museo nacional. En la primera esta Lucy, el antepasado humano más antiguo jamás descubierto. En realidad es una réplica pues el original se encuentra en Estados Unidos. No sé qué hace allí; se descubrió en Etiopía, ergo es etíope. En fin… Lucy, o su sucedáneo, es de tamaño minúsculo. A su alrededor se ha armado toda la historia de la evolución del ser humano. Los paneles informativos acompañan a una serie de muestras de cráneos, dientes y otras partes del esqueleto, todas antiquísimas. Esta bien para refrescar estos conocimientos. En la primera planta hay una muestra de pintura y escultura etíope, y es muy interesante ver los cuadros que aquí se pintan, los temas elegidos (la hambruna es uno de ellos, pero también hay contenido religioso). No serán mas de 30 piezas, pero da una idea.
En la superior se encuentra lo que para mí es más interesante: una serie de objetos de uso cotidiano de las minorías étnicas de Etiopía. Lanzas y otras armas, instrumentos varios, joyas, vasijas y recipientes… Lo más bonito es lo bien decoradas que están todas estas cosas, con caracolas y cuentas de colores. Dan ganas de llevárselas. De nuevo en la planta inferior, hay una colección de trajes de emperadores y personalidades religiosas y políticas etíopes bastante antigua. Y la visita se acaba ya. En el jardín hay una cabeza donada por México como símbolo de la amistad entre los dos países y algo que parece un bebé elefante disecado en muy mal estado. Es todo.
Del resto de breves visitas a lo guiri que he logrado hacer, me quedo con la catedral de la trinidad. Es ortodoxa y eso la hace para mí muy interesante. Llegué de buena mañana, justo para ver terminar la ceremonia de una boda. Una famosa de la televisión, me dijo un guardia de seguridad. Luego, llegaron otras dos parejas, pero solo para hacerse las fotos en la puerta.
Las iglesias ortodoxas que he visitado de momento en Addis Abeba son casi más interesantes por fuera que por dentro, ya que están rodeadas de jardines y en ellos siempre hay gente muy diversa. Rezan, conversan en voz bajita o simplemente pasan el rato. Algunos están sentados en los bancos de piedra que todas tienen bajo los árboles. Otros se recuestan tranquilamente en la hierba, otros dicen sus oraciones de rodillas en el suelo frente a altarcitos de santos que yo desconozco y otros lo hacen de pie, pegados a la pared. Es muy pintoresco.
Una vez dentro del templo, uno se puede entretener con los frescos y las vidrieras, o también puede buscar la tumba de Haile Selassie, el emperador mítico de Etiopía que dio pie a una novela de Ryszard Kapuscinski. Lo más interesante es escuchar. Porque en estas iglesias siempre están cantando. Mujeres a la derecha, hombres a la izquierda. Un sacerdote paseando una especie de botafumeiro por toda la catedral, y los hombres de las primeras filas que empiezan a entonar un canto que yo no sé cómo definir. Sin letra, altisonante, pero tremendamente cautivador. Te da ganas de quedarte un rato. A los vídeos me remito.
Mas allá de estos dos lugares, no he visitado ninguna de las otras propuestas que vienen en las guías de viaje para conocer Addis Abeba. He ido más a perderme un poco, a callejear, a mirar… Me gusta la vida en las calles de Addis, creo que ya lo he dicho. Me gustan los olores, me gusta la música, me gustan los pequeños cafes, apenas surtidos, pero con las mejores tartas y pasteles. Me gusta viajar en mini bus con un montón de mujeres y hombres que te llaman faranji (extranjero) con una sonrisa y te cuentan su vida un rato antes de avisarte de que has llegado a tu parada. Me gusta encontrarme cosas chocantes, como las personas que se ganan la vida pesando a viandantes que van por la calle. Es como pesarse en la farmacia, pero en la calle.
Me gusta el caos de Addis, pero creo que lo llevo tan bien porque no hace demasiado calor. Cuando las temperaturas suben, Lola se bloquea y odia todo. Pero aquí hace fresco. El follón de Addis es divertido porque los coches van cada uno por su lado y se entorpece mucho la circulación, pero ellos nunca se enfadan, ni siquiera aunque se piten. Cuando se cruzan, se saludan con una sonrisa. El otro día iba en el coche de mi nuevo amigo Tafare, que trabaja ne una organización humanitaria, y nos atascamos en una callecita muy estrecha. Delante de nosotros, un coche había chocado, así que ese carril estaba taponado. En el de enfrente, que se estaba usando en doble dirección, una señora mayor se puso a caminar por el centro, despacito, y no dejaba avanzar a los vehículos que venían por él ni a los que estábamos en el de enfrente. Pero nadie murió, sino que cuando la señora se metió en la acera, el conductor de la furgoneta que tenía justo tras ella le saludó con una sonrisa de paciencia al adelantarla. En Madrid, hubiéramos tenido que acabar llamando al juzgado de guardia.
También me ha gustado mi hotel, donde un día les pedí que me enseñaran a hacer injera, que es una especie de crepe gigantesco hecho con harina de teff (cereal etíope básico en la dieta etíope) que es como el pan y todos comen: ricos y pobres. Alem, una cocinera que hace solo injera, me dejo entrar en el cuartito donde trabaja y vi todo el proceso. El olor es insoportable, como las uvas fermentadas para hacer vino, pero ella se tira nueve horas al día haciendo una tras otra injera hasta un total de casi 400.
m, Me ha gustado mucho también visitar uno de los barrios más pobres de Addis, Mekanisa, y conocer a personas muy pobres pero muy dignas. Tanto, que se buscaron la vida para salir de la pobreza y ahora han dejado la calle gracias a una cooperativa que montaron entre todos llamada Salu. Los dos únicos requisitos para entrar son ser pobre y discapacitado y, bueno, aunque partieron de la nada, en 18 años han logrado lo inimaginable… Lo podéis leer en El País. Addis tiene mucha alegría pero también mucho drama: están llenas de niños, mujeres y discapacitados, sobre todo ciegos o paralíticos. En Etiopía la polio hizo estragos. En la capital se reúnen todos los parias de las zonas rurales del país que, rechazados por sus comunidades por tener lepra o ser cojos o no ver u oír, llegaron a la gran ciudad en busca de una vida mejor que no siempre se encuentra. Da mucho coraje ver a tanto niño desatendido y a tantas mujeres cargando bebes chiquititos a la espalda pidiendo algún birr. Esta es la parte más fea de Addis, la que me encoge el corazón.
Pero, después de casi una semana, y ya fuera de la capital y de su bullicio, los recuerdos que tengo de Addis y de mi hostal son muy buenos. Hasta me ha dado pena abandonarlo, ( y a su wifi también, eso lo que más).
Crónicas etíopes
- I: Del miedo al amor en Addis Abeba
- II: Las historias ocultas de Addis
- III: Crisis de valores en la Etiopía rural
- IV: El descanso del guerrero
- V: Tropezar y levantarse
- VI: Las hadas madrinas de Nekemte
- VII: Ataklti, el huérfano de Aksum
- VIII: Un padre para los niños perdidos
- IX: Los más negros son los gumuz
- X: Despedida de todo
- Bonus track: ¿Cuánto cuesta viajar por Etiopía?
- ETIOPÍA EN IMÁGENES: Todas las fotos del viaje, aquí
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Enhorabuena por el artículo de El País sobre los mendigos, y que aquí detallas en tus crónicas etíopes. Larga vida al periodismo de guerrila, combativo y nómada.
«Me gusta viajar en mini bus con un montón de mujeres y hombres que te llaman faranji (extranjero) con una sonrisa y te cuentan su vida un rato antes de avisarte de que has llegado a tu parada. Me gusta encontrarme cosas chocantes, como las personas que se ganan la vida pesando a viandantes que van por la calle.». Ahí te imaginé sonriendo, disfrutando del viaje.
ya nos vamos conociendo tú y yo, motero…