*Nota: Por el cansancio que llevaba encima no saqué la cámara durante el tiempo que recorrí Kampala, así que no tengo fotos. Las imágenes de esta entrada corresponden a las ciudades de Kampala y Entebbe, pero durante los momentos en que fui en taxi. Disculpas!
Ya no son más que recuerdos desperdigados por mi memoria. Van y vienen, otros se habrán perdido para siempre. Escribo para no olvidar, escribo para leerme dentro de unos años y ayudar a volver a esos recuerdos. Y lo hago en público, en este blog, por si hay alguien a quien le hace pasar un buen rato. Hoy quiero acordarme de lo mal que lo pasé cruzando la frontera entre Kenia y Uganda. Bueno, quizá exagero. Pero no fue el mejor viaje de mi vida. El día siguiente tampoco fue una maravilla, aunque de todo se aprende, todo sirve. Creo que desde que dejé Nakuru en ese autobús que tuvimos que esperar hasta más allá de las diez de la noche y hasta que llegué a las islas Ssese del lago Victoria dos días después, maldije más a África que en toda mi vida anterior.
Ahora todos los amantes de África me odiarán, supongo. Bueno, yo no me he casado con nadie, y nadie me paga para que hable bien de un país u otro. Cuando algo me gusta, lo digo. Cuando no, lo mismo. Y aunque hay muchas razones por las que alucino con este continente y los países que visito, hay otras tantas por las que a veces me dan ganas de salir corriendo. Por ejemplo cuando tengo que viajar en un autobús hecho polvo, atiborrado de viajeros y encima encontrarme con la grata sorpresa de que alguien ha orinado en mi asiento. Sí, sí, tal cual. Algún desaprensivo decidió que hacerse pis encima en un autocar era una buena idea. Y no debía ser alguien como un bebé, no. Omitiré los detalles. El ayudante del conductor se deshizo en disculpas, nos cambió de asientos, menos mal. El resto del viaje nocturno fue un intento de dormir algo constantemente interrumpido por los ruidos, el frío que entraba por algunas rendijas, lo incómodo que era el asiento… Pero, a fin de cuentas, nada excesivamente malo ni nada que no supiera ya de antemano.
Cruzar de Kenia a Uganda por vía terrestre es posible por varios puntos. Nosotros fuimos por Malaba a la ida porque por ahí pasan todos los que van a la capital, Kampala. Es un cruce como cualquiera otro, no tiene nada de glamuroso. Llegas a las tantas de la madrugada medio dormido, te bajas, entras a un local por una puerta que hay en el lado keniano, haces una cola inmensa, sellan tu visado, sales por otra puerta que da al lado ugandés, rechazas (o aceptas, según cada uno) a los chicos que quieren cambiarte dinero, compras o no un café al chico que se pasea con una cesta llena de vasitos en una mano y una cafetera humeante en la otra. Esperas a que todos los pasajeros hayan hecho el papeleo y te vas. El penúltimo paso, en esta ocasión, se demoró más de una hora porque una familia entera de unos 10 miembros tuvo no sé qué problema. En momentos así recurres a todos los santos del calendario para que te den paciencia.
Yo tenía muchas ganas de conocer Uganda y, sobre todo, Kampala. Me habían hablado muy bien de esta ciudad, me contaron que era bonita, apacible, paseable… Jo, vaya chasco al llegar. Nos bajamos en el centro, un amasijo de calles muy ruidosas, atestadas de gente, de tiendas con escaparates aún más atiborrados de toda clase de productos, sobre todo maniquíes. El ambiente era irrespirable, muy agobiante. ¿Dónde estaba esa ciudad idílica de mis sueños? Allí no, desde luego. Apenas salimos de la estación tomamos un taxi con cuyo conductor regateamos durante un buen rato y nos sacó de aquella algarabía por 10.000 chelines, unos 2,6 euros. Destino: ¡el hostal! Tras 14 horas de viaje, yo solo soñaba con una ducha y una cama.
Kampala tiene algo más de 1,2 millones de habitantes y está rodeada de verdes y frondosas colinas. Su nombre tiene un origen muy bonito aunque marcado, como de costumbre, por la huella del colonialismo: el rey de la antigua Buganda (así se llamaba el país antes de ser colonizado por británicos) eligió este enclave como el lugar donde establecería uno de sus refugios de caza porque esta zona tan húmeda y exuberante es el hogar de varios tipos de antílopes, especialmente el impala. Así, cuando el lugar fue tomado por los ingleses, estos lo bautizaron como las Colinas de los impala (Hills of the Impala). En la lengua materna de los baganda (autóctonos del país), colina es «kasozi», de es «ka» e impala es «empala». Abreviando, salió Kampala, su nombre actual.
Historias aparte, yo no encontraba las verdes y exuberantes colinas por ningún sitio. Allí solo había gente, gente, tiendas, más tiendas, coches, más coches… Hasta que sales del centro y comienzas a subir hacia alguno de los cerros de la ciudad. Yo, en concreto, hacia aquel donde se encuentra el hostal de mochileros, un caserón enorme y algo destartalado con amplios patios y zonas verdes donde incluso te dejan acampar. Se llama Backpackers Hostel & Campsite y es de lo más barato de la ciudad, está regentado por un francés que asegura tener 70 años aunque aparenta muchísimos menos, además de por su apariencia física porque el tío está fuerte; me lo encontré cortando unas palmeras a machetazo limpio sin despeinarse.
Las habitaciones están tirando a sucias, la verdad, no olvido la fila de hormigas que corría por mi bañera. Pero para descansar un par de días antes de seguir con el viaje, es correcto. Nos costó unos 20 euros por noche con desayuno incluido. Lo elegimos porque, además de barato, está lejos del mundanal ruido y ayuda a organizar excursiones por todo el país: desde un día al nacimiento del Nilo a hacer piragüismo hasta viajes de una semana a ver gorilas en el otro extremo del país. Y el Wifi funciona bien. Eso sí, las fotos de la web no se corresponden con la dura realidad.
¿Ducha y dormir o ducha y comer? Ganó la segunda opción, y así que con más miedo que vergüenza nos disponemos a adentrarnos en esa ciudad que de primeras nos ha asustado. Estamos a dos kilómetros del centro y muy cansados, volvemos a tirar de taxi que nos vuelve a salir por un precio similar. Le pedimos que nos lleve a ese centro neurótico para buscar una tienda de telefonía móvil en la que comprar una tarjeta SIM ugandesa y un buen lugar para almorzar.
Acabamos en una calle llamada Kampala Road, en un restaurante pijísimo con una hamburguesa que no se la salta un galgo ante nuestras narices. Se llama Café Javas y a dios pongo por testigo que nosotros queríamos probar algo tradicional, algo auténtico africano para hacer una buena foto de postureo para Instagram con la etiqueta #foodporn. Pero vaya, en esa calle elegante donde fuimos a parar porque allí estaba la tienda Orange más adecuada (según las indicaciones de un montón de transeúntes) no había otra cosa a mano y nosotros con muchísima hambre. No fue tan mala cosa ponerse hasta arriba allí… en realidad es de lo mejor que he comido durante todo el viaje, aunque no sea africano. Y no es tan caro: las hamburguesas salen a una media de seis euros con toda la guarnición y salsas. Y son de primera. Qué se le va a hacer, no se puede vivir auténticamente como un viajero-no-turista las 24 horas del día.
Con los estómagos llenísimos, sueño de siestorro veraniego y toda la tarde por delante, nos damos cuenta de que no estamos para recorrer la ciudad sino más bien para reptar discretamente hacia un sitio donde poder descansar un poco. Pero el hotel no, que es una pena estar allí y no ver nada. Entonces, una idea que nos da nuestra guía de viajes: los jardines del Hotel Sheraton, a dos pasos de allí. Un apunte durante esas primeras horas en Kampala: no sé si es casualidad o no, pero el caso es que yo veo que todas las mujeres visten con gran elegancia y sentido del gusto. Nada de ir de cualquier manera, no; todas las señoras y chicas con las que me cruzo van de punta en blanco: vestidos, zapatos, pelucas… Todo impoluto.
Y estos jardines que pertenecen a un hotel, ¿qué tienen de especial? Que están limpios, tienen un mullido césped y todo es paz y tranquilidad. Y que es gratis entrar. Y que son seguros porque están vallados. No es que Kampala me haya dado sensación de peligro en ningún momento, pero bueno, está bien saber que cuidan de ti, guiri intrépido perdido en una ciudad africana. Estos jardines, hoy dentro del recinto del hotel y separados del exterior por altas vallas de enrejado, antes eran públicos, pero estaban un pelín descuidados. En algún momento, el hotel Sheraton pactó con la autoridad correspondiente que se los quedaría para sí, pues le debían ir bien con el hotelazo, a cambio de cuidarlos, tenerlos preciosos y, lo más importante, permitir el acceso a todo el mundo, aunque no sea cliente. Incluso se organizan actividades al aire libre como festivales de música.
Y así funcionan en teoría, aunque en la práctica no debe ser todo tan bonito, pues hay quienes quieren quitar la valla y que sea público de verdad. Así debería ser, en realidad. Uno entra y se encuentra, igual que en Nakuru, a algún señor con corbata aflojada y maletín repanchigado a la sombra de un árbol, o a un grupito de niños jugando al fútbol en el césped. También es notable la presencia de marabúes, o la cigüeña carroñera africana, o los pájaros más feos del mundo, que son muy grandes e imponen un poco. Nos pasamos un buen rato persiguiendo a uno con la cámara para hacerle una foto lo más cerca posible pero sin despertar su ira.
Nos cansamos de perseguir pajarracos y en realidad lo único que nos apetece es una cama porque llevamos sin poder dormir en condiciones desde hace un país. Pensamos que es buena idea ir caminando al hostal para conocer la cotidianidad de Kampala a esas horas de la tarde. No sabemos por dónde se va, pero sí que hay que dirigirse hacia la enorme mezquita que se ve a lo lejos, es la que construyó Gadafi, ex dictador de Libia, en sus buenos tiempos, y es la mayor de la ciudad. Bueno, en realidad la terminó, allá en 2002, porque se comenzó a construir en 1972 pero las obras llevaban años paralizadas. Ha quedado un buen templo para los musulmanes de Uganda, que son el 12% de la población.
En fin, nosotros caminamos y caminamos, cruzamos calles, esquivamos motos y docenas de personas, niños que salen del colegio y mogollón de taxistas que nos persiguen para ganarse una carrera. Ni caso. Pero, al final, claudicamos porque no tenemos ni idea de por dónde seguir. La dichosa mezquita está ahí cerca pero no encontramos el camino. Al final cogemos un coche aunque nos cuesta un poco. Buah, solo queremos dormir.
Y esta es toda mi experiencia en Kampala, una ciudad que he dejado sin apenas tocar, sin darle una triste oportunidad. No era nuestro momento, yo estaba de paso y a ella la pillé desprevenida, con ropa de andar por casa, qué se le va a hacer.
A la mañana siguiente toca madrugón (para variar) porque nos vamos a unas islas en el lago Victoria y para ello primero tenemos que llegar a una ciudad portuaria llamada Entebbe, a 35 kilómetros. Tiramos de billetazo y nos pagamos un conductor privado, vamos demasiado cargados y cansados para andar cogiendo 35 medios de transporte. El amigo nos lleva sin sobresaltos, aunque nos lleva unas dos horas. ¿Cómo es posible que se tarde tanto en ir de un sitio a otro siempre? Son misterios africanos insondables.
El puerto donde nos toca esperar es pequeño, casi parece que lo han improvisado. Hay unas cuantas barcas de pescadores, unos cuantos comerciantes en precarios puestecillos de madera y una cafetería un poco desangelada al borde del agua donde nos pasaremos las siguientes tres horas. Porque el barco sale a mediodía y nosotros hemos llegado demasiado pronto. Aunque más vale esperar aquí un rato a perderlo y tener que pasar la noche allí.
Echamos el rato y conocemos a unos austriacos de una ONG cristiana, creo que Cáritas, que también van a pasar unos días a estas islas del lago Victoria. Ssese se llaman, y no son demasiado turísticas, por eso vamos, porque queremos paz, tranquilidad y soledad. De hecho, nosotros cinco somos los únicos blancos del ferry. Pero esta es otra historia.
Otros capítulos de este viaje
- Llegar a los 33 en Addis Abeba
- Con el sol pegado a los talones por el Maasai Mara
- La teoría masai (segunda parte)
- Monos en la costa
- Carta abierta a mi auténtica mamá africana
- Elefantes ‘low cost’ en Amboseli
- Espiando hipopótamos en Naivasha
- Nakuru, no te esperaba pero gracias
- Kampala: apacible versus cansina
- La isla de la libertad
- Café arábiga, cascadas imposibles y una maratón
- De Uganda salí… corriendo
*Sigue este enlace para ver todas mis fotos de Kampala y Entebbe
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La nota del principio me ha recordado a la película de La vida secreta de Walter Mitty. Algunas imágenes ya forman parte sólo de tu memoria, y eso a su modo también mola.
Desde luego que sí, de hecho la mayoría de imágenes y recuerdos se quedan solo para mí, y está bien porque tampoco voy a compartir toda mi vida, de hecho este blog solo muestra una parte diminuta. por otra parte sé que lo que no escribo se me acabará olvidando, tengo una memoria preocupantemente mala, no sé por qué. En fin, gracias por pasarte Carlos!
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