Hola mamá,
Te acabas de marchar a Madrid y me has dejado aquí solita en Nairobi. Ya sé que no te querías ir, pero las obligaciones llaman. Ahora debes estar sobrevolando Etiopía, y te imagino escribiendo en el cuaderno de viajes que te regalé, o mirando por la ventanilla o, quizá, durmiendo, porque has terminado exhausta después de estos diez días de aventura keniana. No tenía pensado escribirte una carta pública, sabes que tengo muchos relatos pendientes y quería empezar desde esta misma tarde con ellos, pero cuando me he sentado delante del ordenador el cuerpo me ha pedido escribirte a ti. No me apetece centrarme en otra cosa ahora, esto es lo que me sale. No obstante, vas a tardar unos días en leerla, pues aún quiero publicar otros textos de nuestro viaje antes y ya sabes que soy muy histérica con el orden.
Te has ido hace una hora escasa y te echo ya muchísimo de menos. Me avergüenza un poco reconocerlo: a fin de cuentas, vivimos en la misma ciudad y te tengo todo lo que quiero. ¡Te voy a ver dentro de 20 días cuando yo regrese a casa! Otros amigos y amigas no tienen la misma suerte que yo porque viven a miles de kilómetros de distancia de sus padres, o no se hablan con ellos, o sí se hablan pero nunca podrán compartir un viaje como el que nosotras acabamos de cerrar (aunque eso es lo de menos). O porque se han quedado sin ellos, como le ocurrió a mi amigo Antonio, a quien tengo aquí, frente a mí. Ni se entera, pero le estoy mirando de reojo mientras escribo estas líneas. Estamos en la misma mesa del comedor del hostal de Nairobi, donde él se pone siempre a estudiar. Está preparando el examen de mañana, súper concentrado. Y yo frente a él, escribiendo. Ya te conté que sus dos padres murieron cuando él era pequeño, durante la guerra en su país, Angola. Le he dicho que estoy tristona porque te echo de menos y a continuación he pensado: «Jo, acabo de quedar como una imbécil».
Antes he estado lavando la ropa y he tenido tiempo para repasar tus grandes éxitos de esta semana. La verdad, mamá, me has hecho vivir unos momentos inolvidables: algunos, cuando me recordabas que tú eres aquí la madre; otros, cuando te veía más perdida y desconcertada que una cabra en un garaje; otros, cuando me sorprendías con habilidades ocultas tuyas que nos solucionaron la vida de una manera u otra… Para ser la primera vez que te vas de mochilera, y encima por África, te has portado como una campeona. No te has quejado ni una sola vez por el peso de la mochila, ni por los alojamientos que he escogido, ni por la comida, ni por el clima, ni por los baches de la carretera, ni por nada. Bueno sí, por los monos. Cuando llegamos a la playa de Diani y me dijiste que te daban tanto pavor que te querías ir a otro hotel. Yo te respondí que monos hay en todas partes y entonces me soltaste que te marcharías de Kenia en ese caso, ¡casi te mato! Pero al final superaste tus miedos muy dignamente. Y gracias a que me mandaste decir a los recepcionistas, guardias de seguridad y camareras del hostal que nos acompañaran a todas partes para espantarlos en caso de amenaza simiesca, yo también me quedé más tranquila porque a mí tampoco me hacen ninguna gracia esos animales. «¿Puede acompañarnos hasta la carretera a coger un tuk tuk, señor? Es que mi madre teme a los monos». Me has servido de excusa totalmente para no quedar yo también como una cobarde, jeje.
Una cosa que me ha hecho muchísima gracia aquí es ver cómo todo el mundo te llama «mama» y te venera como a cualquier otra progenitora africana. Tú siempre has sido la madre de nuestra familia en todo su infinito significado: la que carga con todas las responsabilidades, la que lo sabe todo, la que siempre nos arregla la vida, nos acompaña al médico, nos cuida cuando enfermamos, nos pide que mandemos un mensaje al llegar a casa después de salir de fiesta… Y la que nos soluciona las dudas cuando no sabemos qué hacer: desde elegir unos vaqueros hasta una carrera universitaria. Sin embargo, aquí has sido la que ya tenía galones para no ocuparse de nada, a la que se le cedía el asiento siempre y a la que se le colmaba de atenciones. Es la primera vez que te he visto tratada como una venerable señora y me ha impresionado. Tienes 60 años ya, pero tu cuerpo y tu mente no se corresponden y eso confunde. Tu experiencia y sabiduría sí, desde luego. Creo que debo empezar a tener esto más en cuenta.
No sé cómo será llevar a otras madres por África, pero llevarte a ti ha sido muy instructivo porque tus ojos primerizos se fijaban en cosas en las que yo ya no tanto, o no doy tanta importancia. Por ejemplo, recuerdo cuánto te indignaste un día que viste pasar una moto con cinco a bordo, tres de ellos niños. Sin casco ninguno, claro. Un día antes casi nos meten un multazo porque te encontró una policía fumando en un sitio donde no se podía. (No lo sabíamos, ya sé). Y soltaste: «¡O sea que a mí me ponen 30.000 euros de multa por fumarme un cigarro y a estos cinco que van a punto de matarse no les dicen nada!» Y hablando de tabaco… Hay que ver cómo te metiste en el bolsillo a los chicos masai que nos llevaron de paseo. De hablar inglés, ni flores, pero qué rápido se hicieron tus amigos cuando les diste cigarros Marlboro, bandida. Y yo pensando: «Traigo a mi madre al Masai Mara y me corrompe a los masai. Tierra trágame». Y luego, cuando nos llevaron a la aldea y nos hicieron todo el espectáculo ese de bailes que montan para los turistas y tú acabaste cantando lo de «Cinco lobitos tiene la loba» al bebé que lloraba en brazos de su madre. ¡Lo fuerte es que se calló y todo! Sabe más el diablo por viejo que por diablo.
Precisamente con esos masais es con quien te he visto una cara de felicidad que hacía tiempo que no ponías. Parecías una niña pequeña cuando te hice una foto con Sam y con Ken (ya no recuerdo sus nombres masai), que te cuidaron tan bien para que no te cayeras ni tropezaras con nada subiendo la colina esa infernal.
La misma cara te he visto cuando has conocido las playas de Diani y has pisado esa arena tan blanca que ya habías visto en mis fotos. Ahora entiendes eso que te decía de que es tan fina que parece el barro que te echan en los tratamientos de belleza. Y cuando has visto el amanecer, las estrellas de mar… ¡Qué momento también! Mira que al principio te daba susto tocarlas y, luego, ya viste que no hacían nada y te encariñaste. En el paseíllo que nos dimos por aquel banco de arena encontramos por lo menos un centenar, qué pasada. Y pensar que esto ocurrió ayer… ¿Cuándo volveremos a tener ratos así, mamá?
El de las estrellas es uno de los momentos más bonitos para mí del viaje, pero tengo dos más: uno es tontísimo: cuando te trajiste dos cafés a nuestra cabaña del Tío Tom en Sekenani y nos los bebimos en el porche, que solo nos faltaba el rifle y el peto vaquero, vaya. Estuvimos muy a gusto sin hacer nada más que beber, charlar y mirar al horizonte cómo se iba haciendo de noche. Eso sí, tú fumando, que eso no falte.
El otro momento es cuando vimos un facóquero salir en medio de la pista en el Masai Mara, que tanto te emocionaste por lo cerca que estaba que pegaste una buena voz. Y yo te llamé la atención porque hay que guardar silencio, mujer. A partir de ahí seguiste alucinando con la misma intensidad pero en voz baja, jeje. Has visto leones, elefantes (qué miedo te dan, si es que eres una miedosa, madre), cebras, jirafas, guepardos, gacelas, ñus, impalas, rinocerontes, hipopótamos, cocodrilos, pájaros exóticos… Me ha encantado ver cuánto lo has disfrutado, aunque te murieras de asco cuando encontramos a esos siete cocodrilos devorando el cadáver de un hipopótamo. Tú eras medio escéptica con eso de ver bichos en todo terreno y creo que no me equivoqué insistiéndote en ir. Qué bonito ha sido verte subida en el coche, siempre de pie, sacando la cabeza por el techo para no perderte nada, bañada por esa luz dorada del amanecer tan preciosa, y tú tan sonriente, muerta de frío envuelta en una sábana de cuadros pero feliz y despreocupada. Qué gracia me hiciste cuando te sentiste muy valiente al bajarte del coche para ir al servicio (al aseo de los arbustos, según nuestro guía Lenard). Pensabas que iba a salir a nuestro encuentro un elefante o un león. Jo, echo de menos esos días y no creo que los tengamos parecidos porque viajes así no se pueden hacer a menudo. ¡Ya nos hemos arruinado para los restos!
Ahora que estoy recordando estos días pasados me doy cuenta de que solo te ha dolido la cabeza hoy, que era cuando te marchabas. En Madrid te duele a diario y aquí no a pesar de la paliza. Espero que reflexiones sobre ello. Has madrugado a diario más incluso que en casa: cuando no te he sacado de la cama para coger un avión era para ver un amanecer o para ir de safari o para visitar a alguien. Has dormido en camas duras, te has quedado sin luz, has pasado frío y calor, has recorrido kilómetros de campo, montaña y playa que te han agotado y has pasado miedo algunas veces. También has conocido realidades muy duras que te han tocado el corazón. Y yo ya sé que tú no eres ajena a los males del mundo, pero verlo en las noticias es una cosa y tenerlo delante, otra. Sé que te ha apenado mucho comprobar las carencias de los centros de salud y las escuelitas rurales, sé que te ha conmovido la historia de esas niñas masai que escaparon de sus casas para evitar la mutilación genital y el matrimonio precoz. Sé que todo eso desgasta a nivel psicológico y que tú te lo has echado encima. Sé que te vuelves a casa con la mochila emocional cargadísima y muchas reflexiones y aún más impotencia. Pero, a pesar de todo, hoy me asegurabas que has descansado. «Descansar también es cambiar tu rutina y ocupar la mente con otras cosas», me has dicho.
Además de todo lo que te acabo de decir, tengo que añadir que lo que más me ha gustado de llevarte conmigo ha sido la seguridad que da tener a tu madre al lado para cualquier cosa. Incluso las más estúpidas. Tú que estás acostumbrada no te das cuenta pero, yo sí, y aunque protestase, ahora las voy a echar de menos porque yo, que siempre voy sola por la vida, vivo sola, y soy un bicho raro un poco asocial a veces, en el fondo me gusta mucho que te ocupes de mí. Todo el mundo necesita sentirse mimado. Ahora voy a echar de menos que me obligues a tomar el puñetero protector de estómago todas las mañanas. A mí se me olvida siempre y mira estos días qué bien he estado de mis males. «Tómatelo que te está sentando muy bien», me decías, y me lo plantabas delante. O la tontería de que enjuagaras mi bikini después de ir a la playa. Contando esto parezco una niña mimada estupidísima, quizá. Pero no es que necesite a mi madre para lavarme la ropa y ser mi criada. Solo digo que cuando uno es ya mayor y no necesita que le ayuden con sus quehaceres diarios, es bonito de vez en cuando ver que tu madre sigue pendiente de esas cosas menores y que le salga hacerlo. Por no hablar de todas las veces que te ha salido el instinto de leona protectora de su cría: cuando el del tuk tuk me quería timar, cuando los trabajadores sexuales de la playa nos daban la tabarra pero tú sólo te preocupabas por quitármelos de encima a mí… Nadie ha podido meterse conmigo lo más mínimo durante estos días.
También me ha gustado mucho que hayas sido mi ayudante reportera cuando he ido a hacer entrevistas. No serás periodista, pero eres una mujer experimentada y con recursos, y esto ha hecho que vieras donde yo no las veía, que te surgieran dudas que a mí no se me habían planteado. Gracias a tu ayuda, creo que he hecho un trabajo muy completo.
¡Ay, mamá! No sé qué más contarte ya. Creo que te voy a mandar esta carta tan larga por correo electrónico para que la leas cuando llegues al aeropuerto de Dubai, que tienes una escala larguísima y así te entretienes. Y además quiero pedirte permiso para enseñársela a todo el mundo desde mi blog. No tengo por qué hacerlo si no te parece bien, pero sí me apetece a modo de homenaje público y notorio. Sé que no soy una hija perfecta, y tú tampoco eres una madre perfecta, claro, pero lo hemos hecho bastante bien, con nuestros más y nuestros menos. El hecho de que te extrañe ahora y de que me haya quedado tristona al despedirme de ti significa que la experiencia ha sido muy buena, o eso me ha dicho hoy un buen amigo. Para mí que tiene razón.
Nunca imaginé que te vería, mochila al hombro, recorriendo África conmigo. He vivido intensamente cada uno de los días que hemos pasado juntas hablando de tantas cosas, pasando (y paseando) ratos calladas, ayudándome aunque a veces yo no quisiera, aconsejándome en modo madre, organizándonos la vida y discutiendo cómo solucionar tal o cual entuerto, cómo y dónde ir o volver, en qué gastar y qué ahorrar… Con lo bien que ya había aprendido yo a resolverme la vida, ahora me has malcriado y en unos solos días has conseguido que quiera pegarme a tus faldas como cuando era pequeña. ¡A ver quién me quita ahora la mamitis! De momento, lavar la ropa yo sola ha sido muy duro. Y me ha dado nostalgia lavar tu camisón de dormir, que me lo has dejado porque yo olvidé traer el mío… Igual que el jabón de lavar, las toallitas húmedas, el spray antimosquitos, el omeoprazol… Soy un desastre de hija, de periodista y de viajera.
Ya me despido de ti, me quedo en vela aguardando un mensaje tuyo que me diga que has llegado a Dubái sana y salva y que coges el vuelo a Madrid sin problema. Allí te espera el resto de la familia, que tiene un buen ataque de cuernos porque te he tenido una semana larga solo para mí. Solo me queda decirte una cosa más: Gracias por ser mi mamá africana, mamá. ¡Asante sana!
Otros capítulos de este viaje:
- Llegar a los 33 en Addis Abeba
- Con el sol pegado a los talones por el Maasai Mara
- La teoría masai (segunda parte)
- Monos en la costa
- Carta abierta a mi auténtica mamá africana
- Elefantes ‘low cost’ en Amboseli
- Espiando hipopótamos en Naivasha
- Nakuru, no te esperaba pero gracias
- Kampala: apacible versus cansina
- La isla de la libertad
- Café arábiga, cascadas imposibles y una maratón
- De Uganda salí… corriendo
Pingback: DE UGANDA SALÍ... CORRIENDO | Reportera nómada
Pingback: La teoría masái (segunda parte) | Reportera nómada
Pingback: Llegar a los 33 en Addis Abeba | Reportera nómada
Pingback: Monos en la costa en Diani | Reportera nómada
Pingback: Con el sol pegado a los talones por el Maasai Mara | Reportera nómada
Pingback: La isla de la libertad | Reportera nómada
Pingback: Kampala: apacible versus cansina | Reportera nómada
Pingback: Nakuru, no te esperaba pero gracias | Reportera nómada
Pingback: Espiando hipopótamos en Naivasha | Reportera nómada
Hola Lola, es la primera vez que me meto a tu blog y me sacaste lágrimas limpias… que afortunada sos de haber podido compartir este viaje con tu mamá! éxitos en el camino. Te voy a seguir leyendo!
muchas gracias Vanesa, espero que sigas pasando por aquí!
Pingback: Elefantes 'low cost' en Amboseli | Reportera nómada
Me has arrancado una sonrisa y mucha envidia sana, ya quisiera yo convencer a mi madre para que me acompañase de viaje! 🙂 Que sepas que hay fotos en que se os confunde, te pareces mucho a ella! Besos!
uy Rocio, eso significa que aparento 60 años? Qué maaaaal!
Jajaja más bien que ya quisiera yo llegar a los 60 así de estupenda
Es fantástico poder compartir experiencias y viaje con alguien tan cercano a uno. A pesar de los roles asumidos de cada una da la sensación de que habéis conseguido estar por encima de ellos y sacarle jugo a «esa» otra parte que quizá no conocíais tanto. No creo que sea tan fácil.
Y en cuanto a ti, pues decirte que todas tus entradas en este blog son muy celebradas por mí. A menudo los viajes cuando te los cuentan son una sucesión de lugares, fotos y alguna que otra anécdota, pero en los tuyos cuando termino de leer siempre tengo la sensación de que además de todo eso siempre hay espacio para lo que sientes. No importa lo lejos que uno vaya o el tiempo que esté fuera, lo que de verdad da sentido a los viajes es eso.
Gracias. Y perdona el rollazo que te he soltado.
Para nada un rollo, mil gracias por pasarte, justo busco que quienes me leen viajen conmigo. Abrazos!
Que bonito Lola! y bien merecido porque a tu madre se la coge cariño nada más conocerla! Un beso a las dos, Mari Cruz