Un sonido estridente retumba en tus oídos. Pero no es el despertador, sino un gallo. Antes de abrir los ojos piensas, aún entre sueños, que huele diferente, que la cama se siente de otra manera. Todo esto ocurre en tu mente en apenas un segundo. Abres los ojos y lo primero que ves es una tenue luz blanquecina filtrándose por la cortina que cubre el ventanuco de tu habitación y que solo permite adivinar los valles por los que estás rodeada. Asomas un poco la cabeza por encima de los tres edredones nórdicos que te cubren y vuelves a taparte corriendo ¡Qué frío! En seguida recuerdas todo: que no estás en casa, sino en una cabaña perdida en las llanuras del sur de Irlanda. Que careces de calefacción, que es noviembre, que la noche anterior te dormiste forrada con toda la ropa térmica que encontraste en tu mochila y abrazada a una bolsa de agua caliente. Y que hoy es el día en que vas a empezar a explorar un nuevo país.
Fuera de la cabaña ya está Andrés alimentando a los pollos, con su energía habitual. Él es el compañero de aventuras, amigo desde que a los 18 años nos cruzamos haciendo un Interrail loco, cada uno con su pandilla. Vamos a recorrer la isla durante diez días. ¿Y por qué Irlanda si a mí todavía me quedan 50 países de África por conocer? Porque Andrés tiene ganas de hacer un retiro espiritual y se ha marchado a trabajar para una familia de granjeros durante un mes a una localidad de algo más de 13.000 habitantes llamada Killarney. Él vive gratis en la cabaña y a cambio alimenta a las gallinas cada mañana, ayuda a la madre de familia con sus caballos —tiene una escuela de hípica— y mantiene este pequeño hogar vivo, pues el miedo de los dueños es que la casa acabe abandonada y en ruinas si nadie la usa. A mí me hace un poco de falta también darme un respiro, disfrutar de climas más frescos y, en definitiva, cambiar de aires. Y a Killarney que me he venido, compañía de bajo coste mediante.
Llegar a ese pueblo perdido no ha sido asunto baladí. Quien quiera hacerlo por poco dinero ha de coger dos autobuses con la empresa Dublin Coach: uno que sale del aeropuerto de Dublín y te deja en un lugar indeterminado de la capital, en el extrarradio, llamado Red Cow LUAS. Allí no hay nada: ni tiendas, ni casas, ni bancos donde sentarse, ni gasolineras… Nada. Solo una marquesina en medio de un aparcamiento vacío y mucho frío. De eso hay siempre. Al parecer, de ahí salía el siguiente vehículo que me llevaría derecha a la idílica aldea de mi amigo.
Y aquí me encuentro al día siguiente, con más frío que si estuviera en el Polo norte y sin haber visto nada aún de esa Irlanda celta, mística y verde del imaginario colectivo. Solo nos ha dado tiempo a buscar un lugar donde cenar la noche anterior, que fue el Eddie Rockets, un local en el centro de Killarney decorado al estilo de los años sesenta y que pertenece a una cadena. No sé si fue por el hambre o por las ganas de comer pero todo nos supo delicioso.
No hay narices a ducharse porque solo tenemos agua fría. No importa, estamos en familia. Salgo envuelta en una manta a la puerta de la cabaña y un ejército de gallinas se acerca a mí con malas intenciones, de eso estoy segura. Vuelvo a entrar, miro por la ventana. Hay que darse prisa en salir para aprovechar algo de luz porque en este país y en esta época se hace de noche muy pronto.
Vamos a explorar el sur de Irlanda, pero antes hay que despedirse de la familia de Andrés, que le han acogido durante ese mes como un miembro más. Tenemos un coche alquilado y con él nos acercamos hasta la casa de campo que ocupan los anfitriones, un matrimonio joven con cuatro hijos bien pequeños: el mayor no pasa de ocho años. En el recinto hay un establo ocupado por vacas y caballos. Junto a él, un corral en el que una cerda descansa encerrada en una jaula. Parió el día anterior cinco lechones y ha habido que restringir sus movimientos porque ya ha aplastado a uno de ellos. Dentro de una cesta, los guarros chillan como si no hubiera un mañana. Son gorditos, rosas y de piel muy suave, pero apenas podemos cogerlos porque se ponen histéricos.
Creo que noviembre no es el mejor momento para hacer una ruta por este país tan lluvioso. Lo que no sé es que lo bueno está por comenzar. No intuyo aún las montañas altas y verdes, las vacas por todas partes, el olor a tierra mojada del campo, el mar embravecido en los acantilados del sur, las cruces celtas abigarradas en antiquísimos cementerios, los castillos en ruinas… No, no sé lo que está por venir.
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Tenía dos entradas acumuladas y tras pasar un rato en mitad de ese pueblo tan colorista y hospitalario en Djelibani me ha soprendido aterrizar en Irlanda. Supongo que tendrán poco que ver los unos con los otros. Aunque bien pensado tampoco eso es tan extraño, ya ocurre así sin salir de este país.
Nada… que se sigue leyendo con gusto. Gracias por compartirlo.
Aish he cambiado de tercio totalmente, y sin avisar además, lo siento! Malí ya quedó bien exprimido, ahora toca ponerse al día con lo retrasado antes de volver a África 🙂