¿Qué se hace en una ciudad cuando no sabes nada de ella, no has leído nada, no tienes guía de viaje ni Internet a mano… y el tiempo es escaso? Pues improvisas los paseos, sin más aspiraciones. A mi entender hay dos maneras de conocer: estudiando antes y eligiendo qué ver y a dónde ir es una. Caminando a ciegas como Alicia dentro del laberinto en el país de las maravillas, la otra. Ambas tienen inconvenientes y ventajas. Con la primera opción sabes que verás todo lo que merece la pena, aquello por lo que la ciudad en la que estás es encantadora o famosa o las dos cosas a la vez. Pero pierdes la capacidad de sorprenderte y de encontrar rincones desconocidos pero no menos bonitos que los ya descubiertos por otros viajeros. Con la segunda opción, es posible que te dejas por el camino los grandes éxitos de esa urbe, pero durante la exploración, si tienes suerte, disfrutas mucho curioseando aquí y allá, aventurándote por calles que no sabes dónde empiezan ni terminan, descubriendo comercios interesantes, plazas, saraos al aire libre, escenas cotidianas… Digo si tienes suerte, claro, porque puede ser que se dé mal la vuelta y no encuentres nada interesante por el camino. Pero eso a mí nunca me ha pasado.
En Galway elegimos la segunda opción, la de dejarnos llevar. Así comenzamos nuestro viaje por el sur de Irlanda Andrés y yo cuando nos aventuramos en el anillo de Kerry y así decidimos seguir, flexibles y relajados como un junco mecido por el viento, un viento que nos coge en volandas y nos lleva por aquí, por allá y nos descubre una Galway que no sé si es real o ficticia, si es mejor o peor que la que otros han visto. En cualquier caso, es la mía, o la nuestra. Como en un enorme tablero de juego, recorremos un sendero y nos detenemos en algunas casillas. Al cabo de dos días, nos ha encandilado esta ciudad.
El invierno nos regala un día de sol. Será el último, pero no lo sabemos. Menos mal que lo aprovechamos bien. Por si acaso se va el buen tiempo, pensamos, decidimos salir a la calle cuanto antes para darnos un buen paseo desde el centro, donde está nuestro hostal, hasta Salthill, en las afueras. Dejamos atrás la catedral, apenas metemos las narices un poco para ver su porte de 44 metros, su imponente interior de piedra caliza y marmol de Connemara. Atravesamos calles, caminamos a la orilla de un río y vemos a un señor dando de comer a las palomas, a una chica sentada a la orilla, sin hacer nada. Cruzamos un puente y vemos que el río está revuelto. Normal, ya estamos muy cerca de su desembocadura. Llama mi atención un papel pegado en una farola que llama a una manifestación para pedir que se acojan refugiados. ¡Arriba Irlanda!
Atravesamos inmensos campos de hierba sin ninguna finalidad, y acabamos tomando un café en una cafetería cualquiera de ambiente marinero. Y luego llegamos a un espigón, respiramos fuerte, me gusta el contraluz que provocan los rayos de sol contra la barandilla de forja y un ¿cartel? que parece servir para señalar el punto geográfico en el que estamos. Volvemos cruzando los mismos campos verdes de antes, donde ahora un grupo de adolescentes juega al futbol. Las casitas de la orilla nos observan y presumen de sus vivos colores: rojo, blanco, azul claro, marino… Nosotros tampoco hacemos demasiado caso, en realidad, porque estamos hablando de cómics, un terreno en el que yo estoy muy pez. ¿Cuáles son aquellos que me recomendaste, Andrés? Había uno sobre periodistas, creo recordar.
Hace frío, hace sol, hace un día como de sentirse muy libre, como de pensar que el mundo es tuyo y todo está al alcance de la mano. Hablamos de lo que somos, de lo que no somos, de lo que no queremos ser por nada del mundo. Nos prometemos ahí mismo, apoyados en un murete de piedra frente a un canal, que si uno de los dos se vuelve un sieso y un apalancado el otro irá al rescate, colleja mediante, para devolverle a la realidad loca y feliz en la que ahora nos encontramos instalados. Un año después de aquel viaje, cuando escribo estas líneas, me doy cuenta una vez más de lo necesarios que son los amigos como Andrés, que más que un cable a tierra son un cable al cielo. Un amigo que te devuelve las ganas de aletear cuando crees que ya no sabes o que no te apetece más.
Que lo bueno que tiene Galway es pasearla sin rumbo. Que te dejas cosas, sí, ya lo dije antes. Pero te llevas momentos. Momentos por cosas. Acepto el cambio. Ni sabemos que hay un mercadillo de navidad, aún es noviembre, ¿quién lo iba a decir? Nada interesante por ahí, nada digno de ser comprado, apenas unos cuantos adornos navideños, muñecas matrioskas (¿serán típicas de navidad aquí en Irlanda? Me extraña tanto…).
Puestos de comida, y en uno de ellos un chico venezolano. ¿Cómo se llamaba? Ni me acuerdo ya, qué pena. Le compramos un café de esos que vienen con dibujo de corazón hecho sobre la espuma. Artista. Nos pone de buen humor. Una de esas conversaciones random con alguien que te encuentras de manera aún más random. Él sigue con su trabajo, nosotros con nuestro paseo, que nos lleva a atravesar un arco de piedra antiquísimo que se llama Spanish Arch. ¿Qué tiene que ver España aquí? La guía dice que es un resto de la muralla de la ciudad, construida en 1584 para proteger los barcos atracados en los muelles que había junto a la lonja de pescado, que se llama así por las buenas relaciones de la ciudad en aquel entonces con los españoles, por esto de odiar en común a los protestantes. Por cierto, estos arcos fueron parcialmente destruidos por el maremoto de Lisboa de 1755. Hasta aquí llegó el jaleo.
En general nos quedamos (creo que puedo hablar por los dos) con lo que se ve fuera de Galway. Como pasear al sol, porque cuando no llueve, como este día, la ciudad es preciosa, con sus edificios antiguos, todos de piedra, sus callejuelas, sus rinconcillos… El ejercicio de mirar, nada más que eso, ya es distracción suficiente. O el de escuchar, escuchar a los músicos callejeros que están en cada esquina. Aquí dos hippies tocando la flauta y el laud, allá otro rubio con rastas dándole a la guitarra. Un poco más lejos, en el otro extremo de una de las principales calles peatonales del centro, una chiquilla con su pastor alemán. Y lo que no se oye por fuera, se oye dentro, porque por las puertas de cada pub sale música en directo, y es muy difícil elegir dónde meterse.
Al final, uno se deja guiar por el grado de concentración humana. Ni muy vacío, que es un poco triste, ni muy lleno, donde no se puede ni entrar. Aquella primera noche elegimos uno sin nombre y nos acomodamos en la barra, porque el resto del local está lleno. Pero eh, pillamos banquetas, eso es un logro. Le damos al caldo. Yo me he abonado a la Murphy’s, después de no sé cuánto tiempo sin probar el alcohol, más de un año, creo. Y con las pintas, las cartas, los trucos de Andrés. En mis narices me engaña una y otra vez con la baraja americana. Qué noche…
Galway por dentro también merece la pena si uno se adentra en lugares tan mágicos como la librería Charlie Byrne’s, una auténtica oda para los locos por los libros. Los hay nuevos, antiguos y de todas las categorías posibles. Son pasillos y estancias interminables, como un laberinto con ejemplares que ocupan del suelo al techo. Huele a páginas amarillentas y gruesas, a polvo. No hay un resquicio libre, ni más ventanas que las del escaparate, es como un búnker de literatura.
La colegiata de San Nicolás, la iglesia más antigua de Galway, de 1320, también merece una visita a sus intimidades. Aquí vino a escuchar misa Cristóbal Colón. Ya llevamos unas cuantas a la espalda en este viaje pero esta es un poco diferente, aquí también se respiran tiempos pasados, como en la librería. Por las vidrieras y la antiquísima pila bautismal. Por las lápidas de piedra en el suelo, sepulcro de hombres y mujeres que dejaron de existir mucho tiempo atrás, algunos en el siglo XIII. Por la bruñida placa metálica en memoria de John Reed y de su hijo Matthew Reed. El primero se murió a los 56 años y no dice más. Del segundo hay información más interesante: que fue cirujano de la Armada Real, que murió a los 29 años durante una misión en África y que su cuerpo está enterrado en Sierra Leona. ¿Qué historia contaría este Reed de aquel país africano en aquel 1877, fecha de su muerte?
Es antiguo, pero no tanto, el Fish’n Chips del barrio latino. El más veterano de la ciudad, se dice. De techos altos, decoración marinera, alicatado blanco, un mostrador al fondo con chicos sudorosos enredados en mil freidoras, al fondo, y una fila de cajas como en una hamburguesería cualquiera en el frente. Las colas son considerables, pero la expectación no está a la altura de la comida, en realidad. Tampoco está mala. Se sirven varios tipos de pescados cocinados de diferentes maneras y las consabidas patatas fritas. Es, como dicen las modernas, un «must» si uno visita Galway.
Igual que el barrio en el que se enmarca este local, este barrio latino encantador donde aumenta la media de bicicletas encadenadas a las farolas, las floristerias y las casas con puertas y ventanas pintadas de colores. ¿Será un barrio gentrificado? No sé tanto de la ciudad, no sé nada, vaya. Solo me la he bebido.
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