En mi segundo día en Luang Prabang no sabía muy bien qué hacer: la opción A era quedarme dando más vueltas por la ciudad, para ver el palacio y demás, y la B era aventurarme a sacar la nariz por las afueras, a ver qué había. Me acerqué a una de las mil agencias de viajes que hay, a ver con qué me tentaban, y aquí mi indecisión me hizo sufrir. Se pueden visitar aldeas tribales de la zona, hacer senderismo o ir a una reserva de elefantes a darles de comer y bañarles. Esto último es lo que más me atrajo, pero costaba 45 euros y no me lo pude permitir, ¡qué rabia me dio! Con lo que me gustan los elefantes… Pero bueno, escogí una opción menos espectacular pero sí más económica y también con pinta de ser muy interesante: una travesía en bote por el Mekong para visitar un poblado de destiladores de whisky y también las famosas cuevas de Pak Ou.
Me salió de carambola porque fui la única viajera que contrató ese paquete, así que me vi de repente con un bote de popa larga y un barquero para mi solita, como una marquesa. Zarpamos el señor marinero y yo y en unos quince minutos llegamos a una aldeita de calles de arena y chozas de ramas y bambú llamada Ban Xang Hai y situada en la ribera del caudaloso río, que en este tramo es anchísimo pero no muy profundo. El capitán del navío me dio media hora para recorrerlo y me apliqué bien: encontré a varios foráneos que me invitaron a unos chupitos de whisky de arroz o lào lào, tan buenos que al final me compré una botellita de las convencionales. Y es que también las había de mayor tamaño y con animales varios en su interior: lagartijas, escorpiones, serpientes, arañas peludas y otros bichos así de agradables, hasta una había con unas patas peludas, como de oso o algún mamífero similar.
Y hablando de animales, encontré algo muy desconcertante: en un cruce de “calles” –por decir algo- del poblado había una suerte de mesa enorme de bambú, en la que descansaban los huesos de lo que un día debió ser un elefante. No sé la razón, pero no pude evitar pensar que estos campesinos se dieron un buen banquete no hace mucho…
En estas cavilaciones me hallaba cuando mi Popeye particular me llamó para proseguir la excursión. Guardo un muy cariñoso recuerdo de este hombre, que no dejaba de mojarse la cara para espabilarse. El pobre se iba quedando frito cada dos por tres, debía pensar que menuda tripulante más aburrida, que solamente hacía fotos a la gente de las riberas del río. Fue dando cabezadas cada dos por tres hasta que en una ocasión le tuve que despertar. No quería molestarle pero es que nos estábamos dirigiendo a toda máquina hacia una orilla!
Tras casi una hora de trayecto me llevó como pudo hasta la cueva de Pak Ou, un lugar con una magia y un misterio muy particulares. Se compone de dos cuevas situadas en la parte baja de un risco calizo, en la desembocadura del río Nam Ou. La más importante es un gran cementerio de imágenes de Buda desechadas, algunas de ellas con miles de años de antigüedad. Es impresionante verla porque hay figuras de todos los tamaños y formas imaginables colocadas por todas partes, en cada saliente, en cada rincón oscuro y en cada hueco libre, por minúsculo que sea. Es tremendo escuchar el silencio de esa gruta…
La segunda ya me gustó menos. Me dejé los higadillos subiendo escaleras para luego encontrarme una gruta en absoluta oscuridad donde sólo pude ver algo gracias al flash de mi cámara. También hay muchas imágenes de Buda, pero ni de lejos es tan espectacular como la otra cueva.
Ya se acercaba la hora de volver, y tan pronto me subí a mi bote, el cielo se encapotó y me cayó encima una lluvia monzónica de las que luego salen en las noticias. Fui empapándome todo el camino a pesar de ir en l aparte cubierta del barco, pero no me preocupó mucho la situación hasta que observé que en el interior del bote creía un charco de agua. Por poco no tengo que ponerme a achicar agua, suerte que el barquero se espabiló del todo y metió bien de zapatilla: de dos horas que tardamos a la ida, la vuelta se redujo a unos escasos 70 minutos.
Lo último y lo que más disfruté de Luang Prabang fue su famoso y precioso mercadillo nocturno, que había dejado para el final por miedo a quedarme sin efectivo. Me lo pasé de lo lindo escudriñando cada puesto, regateando, comprando algún regalo para mi familia y haciendo fotos. Lo que más me gustó fue la ropa, las marionetas de madera, los puestos de cafés y tés ecológicos, de bisutería de madera, de artículos de seda y todo tipo de artesanía local… ¡no puedo quedarme con uno!
Existe un detalle que no he visto en mi guía y tampoco en foros o blogs de Internet que a mi me gustaría comentar aquí. Junto al mercadillo se montan unas pequeñas carpas donde te sirven un bufé libre de comida. Por diez mil kips, es decir, un euro, puedes coger una bandeja y servirte todo lo que quieras: carnes y pescados varios a la parrilla, fideos y arroz cocinados de mil maneras, fruta, rollitos, patatas fritas y más alimentos que ahora no recuerdo. La única condición es pagar por cada vez que te llenas la bandeja, pero con hacerlo una vez es bastante.
Y llegados a este punto del blog sólo me queda brindar con una buena cerveza Lao en honor de Luang Prabang, ciudad que mañana abandono para dirigirme a la meca nacional del senderismo: Luang Nam Tha.