MEMORIAS DE ASIA VII: MENOS TEMPLOS Y MÁS CALLE

Cuando caminas de día por Yangon te percatas de cuánta gente masca un chicle elaborado a partir de las hojas de una planta estimulante que se llama betel y nuez de cola: está todo el suelo lleno de escupitajos de color rojo porque ese es el color del que se te tiñe la saliva cuando lo mascas. Hoy he decidido realizar una ruta a pie por el Yangon colonial, y con esa idea salgo bien temprano. La mayoría de edificios señalados en la guía están alrededor del hotel, pero sin mapa me perdería: resultan innumerables. Dos de cada tres inmuebles son preciosos vestigios del pasado británico de la ciudad. Lo que un día fueron y ya más bien no, pues la mayoría han sido abandonados. Sus fachadas están llenas de musgo y vegetación, y hasta salen ramas de árboles por las ventanas. Aún así son bonitos, pero me pregunto cómo sería esta ciudad en sus buenos tiempos, sin coches, sin basura y sin ruidos… Debió ser flipante lo que vieron y vivieron George Orwell o Rudyard Kipling, que vivieron en esta ciudad a finales del siglo XIX. Este último, por ejemplo, recaló aquí en 1889 durante un largo viaje desde Calcuta (India) a San Francisco (Estados Unidos).

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Niñas monjas budistas piden la voluntad a los comerciantes del centro de Yangón a primera hora de la mañana. / © Lola Hierro
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Edificios comidos por el musgo en Yangón. / © Lola Hierro
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Casi todos los edificios del centro son así de viejos. / © Lola Hierro
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Lo viejo y lo nuevo se mezclan. / © Lola Hierro

Doy vueltas por el barrio y contando edificios observo la vida diaria y el pulso agitado de la ciudad. Llega un momento en el que vuelvo a toparme con la pagoda Sule y me decido a entrar, por ver cómo es por dentro. Y bueno, pues es hortera como todos los edificios religiosos budistas. Más tarde pensaría que no tenía que haber ido, porque es gastar dinero en algo que no me encanta, pero entonces no lo sabía.

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La pagoda Sule, a lo lejos, desde el puente que cruza una de las principales arterias de Yangón. / © Lola Hierro
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Entrada a la pagoda Sule, que es circular y el tráfico la rodea. / © Lola Hierro
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Una mujer reza en la pagoda Sule. / © Lola Hierro

En la entrada me coge por banda un señor que se auto adjudica la labor de guiarme. Le entiendo mal, pero es muy simpático, sonriente y atento. Más o menos entiendo que tengo que hacer un ritual distinto según el día de la semana en que nací. Yo, en sábado, debo ir al altar del dragón, que es mi símbolo. Una vez allí, en el altar, compruebo que son como unas ¿fuentes?. No, más bien un mini templito con un Buda blanco dentro. En el suelo, a sus pies, el dragón. Debo echar diez vasos de agua al Buda por encima (hay una fuentecilla para cogerla con un vaso plateado). Esto sirve para expulsar las malas energías, o pensamientos, o problemas. No sé. Luego tengo que echar otros 30 vasos encima del dragón, por el día que nací. Por último, le pego tres bastonazos a una campana pensando en la gente que quiero.

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Más rezos en Sule. / © Lola Hierro
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Monjes budistas en la pagoda Sule. / © Lola Hierro

Después, el señor me lleva a una galería llena de figuras de personas venerables metidos en vitrinas frente a las hay fieles rezando. El señor habla muy alto, yo creo que molesta a los otros. A los pocos segundos, efectivamente, sale un guarda de la nada y nos echa, claro. Al poco rato salimos de allí y seguimos con nuestro recorrido colonial en medio de la lluvia, que me ha ennegrecido ya por completo mis bambas de tela blancas. Como no para de caer agua, entro a tomar un café en Kafe in Town, un establecimiento hipster que me gusta; tiene un rollo muy chulo.

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Paseos en bici con sidecar. / © Lola Hierro

Después del descanso, marcho a un mercado popular, el mercado Bogyoke, donde venden de todo: desde joyería a fruta, pasando por ropa y artesanías. Hay poco turista y mucho tendero deseando colocar algo. Me gusta ver a las mujeres trabajando con sus máquinas de coser, pues las minúsculas tiendas también son talleres. Me gusta cómo trabajan la madera también; la artesanía es preciosa y me quedo con ganas de comprarme peines, cubiertos, juegos de té, tazas, bandejas… De todo.

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El abarrotado y laberíntico mercado Bogyoke. / © Lola Hierro
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Una costurera trabaja en el mercado de Yangón. / © Lola Hierro
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Un comerciante de madera, aburrido, mira el móvil. / © Lola Hierro
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Reunión de costureras. / © Lola Hierro

Doy muchísimas vueltas por aquí, es inmenso y laberíntico. Al cabo de un rato ya no sé ni por dónde he entrado. Llego a unas vías del tren, vuelvo, cruzo un puente con muchísima basura debajo (qué asco), como en un restaurante local bastante bien y ya me marcho a ver la gran Shwedagon Phaya, la pagoda más famosa del mundo entero, quizá. Y dicen que la más antigua, que tiene 2.600 años. Esto, no obstante, no lo he comprobado. Un bicho inmenso donde se guarda, dicen, ocho pelos de Buda y cuya cúpula principal tiene, dicen, más de siete mil diamantes, rubíes, topacios y zafiros y una esmeralda gordísima en lo alto.

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Entrada a la pagoda Shwedagon, toda de oro. / © Lola Hierro
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Dos visitantes pasean bajo la lluvia en la pagoda Shwedagon. / © Lola Hierro

Voy caminando , pues desde donde estoy no es difícil. Lo malo es la lluvia, aunque en este momento no cae. La entrada, igual que en Sule, se paga, y es carísima. Ya puede merecer la pena… El acceso, igual que Sule, lleno de tiendas para turistas con toda clase de recuerdos y juguetes, y  hasta armas de mentira. ¿Qué pensaría Buda? Jesucristo, desde luego, se cabrearía. Los comercios están a ambos lados de unas interminables escaleras que ya hay que subir sin zapatos. Me toca las narices. Arriba el suelo es de baldosas y con el agua resbala mucho, peor la alternativa no es mejor: las alfombras de plástico con agujeritos y antideslizantes me pinchan y me hacen daño en las plantas de mis pies desnudos. Opto por la opción resbaladiza.

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Llueve, pero el fuego se mantiene. / © Lola Hierro
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Uno de los miles de budas que hay en la pagoda. / © Lola Hierro

Allá arriba, honestamente, alucino: nunca he visto tantos oros, y brillos, y estatuas de Buda, y adornos, y relieves, y pagodas y mosaicos y riquezas varias así, todas juntas. Este lugar es una oda al derroche, al esplendor religioso budista, grandilocuencia… Me horroriza y a la vez me flipa encontrarme rodeada de un entorno tan onírico y suntuoso. Parece que me he metido en un cuento de fantasía, supera la realidad.

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Niños monjes paseando por la pagoda Shwedagon. / © Lola Hierro
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Rezos ante una tele. / © Lola Hierro
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La ceremonia de la fuente, pero en Shwedagon. Yo la hice en Sule. / © Lola Hierro

Miro por aquí y por allá, sin entender mucho lo que tengo delante. Personalmente me da igual, ya me aburren tantas historias de Buda. Hubiera merecido la pena contar con un guía, pero nadie se ofrece salvo un señor que dice tener una amiga de Málaga llamada María Jesús. ¡jajaja! Pero luego no se viene conmigo.

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Las abarrotadas calles de Yangón. / © Lola Hierro

De repente, se pone a llover fuerte de verdad y me refugio, como todo el mundo, en el primer templo que encuentro. A la media hora sigue sin parar y decido moverme porque, sin no, me voy a acabar quedando a vivir con los monjes. Y claro, a la salida cuesta muchísimo para un taxi porque todos van ocupados. Llevo chubasquero, pero cae tanta agua que el plástico  ha calado y se me moja toda la ropa.

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Dos ciudadanas, de charla en al calle. No sé qué hacía la de verde con esas ramas. / © Lola Hierro

El taxi que por fin para me lleva a donde le pido por un precio demasiado alto, pero no le discuto; estoy rendida. Con ayuda de Google Maps logro encontrar una tienda de accesorios de móvil en la que esta mañana me he comprado una carcasa de madera preciosa que me ha durado una hora antes de romperse. Y al loro la movida: el dependiente es otro distinto, no sabe que un rato antes he estado allí y apenas habla inglés. Yo no tengo el ticket, lo tiré en la misma tienda pensando que no me haría falta. El chico llama al dueño usando el teléfono de otra clienta (¿?) y me pone con él al aparato, pero no se entiende nada. De primeras, no quiere cambiarme la funda (yo no pretendo recuperar el dinero, solo devolverle la defectuosa y que me dé otra igual y tan contentos), pero de golpe y sin saber cómo, el chavalín dice que sí, que me da otra. El asunto se resuelve en 30 segundos , no entiendo qué ha pasado ahí, pero mejor para mí.

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Una vista del Yangón colonial. / © Lola Hierro
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Una mujer pasa el rato en el monumento a la independencia de Yangón. / © Lola Hierro
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Modernidad y tradición en el monumento a la independencia. / © Lola Hierro

El día acaba con la visita a dos lugares muy  chulos: la tienda de comercio justo Hla Day, colorida y original, donde se venden artesanías realizadas por colectivos vulnerables como enfermos de sida, discapacitados, niños sacados de la prostitución… Por supuesto, contribuyo a la causa comprando regalos. El segundo es el Rangoon Tea House, un garito de gente guapa (me encuentro a la Hannah Montana rubia que vi en el avión al llegar) y el ambiente y la comida son deliciosos. Ceno de lujo: una ensalada a base de una hoja verde que no había probado antes, y me chifla. Tomo té con leche y compro también una tote bag para hacer un cojín con ella.

Coste de vida en Yangón (II)

  • Pagoda Sule: 4.000*2=8.000 kyats
  • Kafe in Town dos cafés: 7.475 kyats
  • Funda móvil de madera artesanal: 14.000 kyats
  • Peine nácar en el mercado: 4.000 kyats
  • Comida tres platos y agua grande en Lotaya: 11.350 kyats
  • Pagoda Swhedagon: 8.000*2=16.000 kyats
  • Taxi de Swhedagon al hotel: 2.500 kyats
  • Cena Rangoon Tea House: 25.000 kyats
  • Regalos RTH (tote bag y paquete de café molido: 15.000 kyats
  • TOTAL: 103.325 KYATS O 61 EUROS

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