Las trepidantes aventuras del chófer Rama Chendra

Luce con orgullo un frondoso mostacho para demostrar su condición de hombre maduro, a la moda y respetuoso con las tradiciones . No cabe plantearse si le gustaría más ir afeitado o con barba hypster, pues las leyes consuetudinarias mandan en esta cuestión estética, como en otras tantas cosas en India: desde los trabajos que puedes realizar según la casta a la que pertenezcas hasta el lugar de la casa donde tienes que colocar las imágenes de los dioses. Al menos, para él no es necesario llevar anillos en los dedos de los pies, como las mujeres casadas. Tienen pinta de ser incomodísimos.

Rama Chendra es un indio decente y corriente que no parece destacar por nada en especial. Cuarenta y muchos años, estatura media —pequeña en comparación con un varón europeo—, vegetariano como el 42% de sus compatriotas. Que nadie piense que no comer carne le deja a uno desnutrido: su prominente barriga demuestra que es amante de la buena mesa. Hindú convencido y entregado, ha consagrado su coche a Ganesha, el dios con cabeza de elefante que da buena suerte, y a Hanuman, el dios mono símbolo de la lealtad y el valor. Una figurilla del primero viaja con él sobre el salpicadero. El segundo está escondido en el parasol del asiento del conductor.

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Estampita de Hanuman en el coche. / © Lola Hierro

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Una manifestación en medio de la autopista. Y no pasa ni dios. / © Lola Hierro

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Cartel que avisa de que hay peligro por obras. / © Lola Hierro

Rama Chendra tiene un empleo como chófer en la Fundación Vicente Ferrer, que lleva más de 40 años en el Estado de Andrha Pradesh, al sur de India, trabajando para erradicar la pobreza y lograr la igualdad de derechos de las castas más bajas, las de dalits o intocables, pues están profundamente discriminadas en la sociedad pese a que este sistema clasista fue abolido en 1950. Vive en Anantapur, la misma ciudad donde el difunto Vicente Ferrer puso la primera piedra de su ambicioso sueño. El 90% del personal de esta gigantesca organización, que desarrolla proyectos en campos como la educación, la sanidad, la igualdad de género o la discapacidad, es indio y de casta baja. Hay muchos conductores como Chendra, hay muchísimas traductoras que se encargan, entre otras cosas, de traducir las cartas que los 126.000 niños apadrinados por familias españolas envían semestralmente a sus benefactores. Hay personal indio de todas las cualificaciones: desde cocineras y limpiadoras hasta ingenieros y directivos.

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Rebaños que se desmandan a la mínima de cambio. / © Lola Hierro

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Atención a lo que dice el culo del camión: ‘Sound horn’. / © Lola Hierro

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Pasajeros de un rickshaw. / © Lola Hierro

Rama Chendra es uno más y su trabajo no parece disgustarle. Conduce con una habilidad inusitada en un indio, pues sabe sortear, sin despeinarse, las pirulas que otros conductores le hacen en la carretera. Llevar un vehículo en este país no es cosa de broma: cada año se producen 130.000 muertes por accidentes de circulación a causa de las malas carreteras, los choques con animales y, sobre todo, de la escasa educación vial. Esto no es ningún secreto: la nula importancia que se da a la seguridad se comprueba con solo echar un vistazo a los camiones: todos llevan un aviso pintado en su parte trasera: toca el claxon. Es la única manera que tiene un camionero para enterarse de que le quieren adelantar. ¿Y por qué? Porque suelen ir bebidos y se duermen conduciendo, o porque van viendo películas mientras conducen en unas pequeñas teles que se instalan en las cabinas y, claro, así no se enteran de nada.

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Moto-autobús-peatón: combinaciones de adelantamientos habituales en India. / © Lola Hierro

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Toda la familia en el rickshawa, bidón de gasolina incluido. / © Lola Hierro

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Paseos idílicos en la idílica India. / © Lola Hierro

Rama Chendra sabe todo esto y está muy acostumbrado a esquivar, frenar de golpe, aguantar atascos y hacer maniobras imprevistas. Es experto en pitar, tal y como mandan los camiones, contribuyendo a la insufrible algarabía que adorna cualquier localidad india por pequeña que sea. A él parece no molestarle todo ese ruido y sabe llevar el ritmo como un músico de orquesta. Lo que sí molesta al conductor es  madrugar. Y más aún, los domingos. Los festivos no trabaja salvo que le ordenen alguna misión especial. Como contentar a un invitado.

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Tres en una moto y sin casco. Y tan normal. / © Lola Hierro

Es domingo, y la periodista española que lleva paseando toda la semana ha propuesto visitar las ruinas de Hampi, una antigua capital del reino Vijanyagara caída en desgracia en el siglo XVI. Él ya ha ido cuatro veces porque le suele tocar hacer de chófer en la típica excursión dominguera de los extranjeros que pasan por la Fundación. El plan no es nada sexy: a las seis de la mañana debe estar recogiendo a las periodistas. Luego tendrá por delante cuatro horas de ruta. Después, esperar que vean todo lo que quieran ver hasta que decidan que es hora de volver al hogar. Ojalá no se enrollen mucho y decidan regresar pronto. Con un poco de suerte, tendrá libres, al menos, las últimas horas de la tarde. Existen dos opciones para pasar el día de la mejor manera posible.

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Más obras y más carteles. / © Lola Hierro

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Entramos en los templos como quien entra en Disney World. / © Lola Hierro

Esto piensa Rama Chendra mientras conduce en silencio, ya que las dos pasajeras se han quedado profundamente dormidas en el asiento trasero del vehículo. Van envueltas como dos gusanos en toda la ropa que han sido capaces de ponerse encima porque el chófer lleva el aire acondicionado en modo venganza. Le pidieron varias veces que lo bajara pero él por ahí no pasa: ya bastante tiene con trabajar un domingo como para, encima, morirse de calor. Con lo bien que se está a 18 grados, caramba. Cuando le dejan en paz, él imagina dos posibles escenarios para pasar el día de la mejor manera posible: Uno de ellos es quedarse en el coche y dar alguna cabezadita mientras las mujeres visitan templos y ruinas. La otra es apuntarse a la excursión. Sí, un rato de ocio tampoco le vendrá mal, se dice el hombre. En realidad le caen bastante bien las chicas aunque no entiende por qué se escandalizan tanto. La rubia es la que más se asusta. Cada vez que un conductor le hace una pirula a otro, ella exclama: «¡Mira-mira-mira-mira!». Y cuando adelanta o se les pone una vaca/moto/peatón/camión por delante, ella chilla: «¡Ay-ay-ay-ay-ay!». No sabe qué significan esas expresiones pero ya se las ha aprendido de tanto oírlas, y cada vez que se las recuerda a la chica, esta se parte de risa. Es divertido burlarse de las extranjeras. Pero desde el cariño.

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Alucinantes relieves. / © Lola Hierro

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Turistas indios que quieren saber cómo va eso de las columnas musicales. / © Lola Hierro

Las viajeras despiertan. Tienen hambre porque salieron en ayunas desde Anantapur así que Rama Chendra recomienda un fantástico restaurante en un no menos fantástico hotel para turistas con pasta. Ya de paso, él también desayunará. Da buena cuenta de unas tostadas y una tortilla, y las mujeres se piden un sándwich, pero parece que no les convence mucho que solo haya comida occidental y no india. Qué mala pata; el les recomendó ese lugar con toda su buena intención pensando que añorarían los platos de su tierra.

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El famoso carro. / © Lola Hierro

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Mujeres limpiando los templos. / © Lola Hierro

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Un paisano admirando relieves. / © Lola Hierro

Ya con el estómago lleno, comienza la excursión en sí. El día está nublado, pero Rama asegura a sus protegidas que no va a llover. «La gente local siempre sabe mejor que nadie el tiempo que va a hacer», se dicen entre ellas muy convencidas. Un rato después, caen las primeras gotas de un cielo cada vez más plomizo, pero ellas no se desaniman. Le pagan la entrada al chófer y se disponen a visitar el más famoso de los templos del complejo de Hampi, el llamado Vittala, donde se encuentra unas de las fotos más típicas de India: su carro de piedra o Nagarjun Kandakuru. Está incluido en un conjunto de salas, pabellones y capillas construido en el siglo XV en honor a Vittala, una de las identidades del dios Vishnu. Aunque parece un bloque único, dentro se encontraba la escultura de Garuda, el dios que hacía de vehículo de Vishnu, y hasta las ruedas de motivos florales se podían girar, pero el Gobierno las inmovilizó con cemento para que no se deteriorasen.

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Afotando una estatua. / © Lola Hierro

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Con el móvil uno ya hace de todo. / © Lola Hierro

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Ganesha, a tope de gordaco. / © Lola Hierro

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Lakshmi Narasimha, hombre león con ojos saltones. / © Lola Hierro

Detrás del carro está otro templo muy célebre por sus siete pilares musicales, unas columnas huecas que sostienen la techumbre y que emiten siete notas diferentes, según representen un instrumento de cuerda, viento o percusión. Durante la colonización, los británicos quisieron saber a qué obedecía esta maravilla y cortaron dos pilares para ver qué había dentro, pero no encontraron nada. Hoy se pueden ver aún como los dejaron, es decir, rotos. Esto es lo que cuentan las viajeras, pero Rama Chendra ya se lo sabe y hasta las anima a que peguen la oreja a las columnas y las hace sonar, con la consiguiente sorpresa de las chicas.Después de este templo van a otro y a otro. Se acercan a la estatua de dos metros y medio del dios Sasivekalu Ganesha,aladeLakshmiNarasimha, de casi siete metros, que representa aunferozdiosVishnu con unaimagendeojossaltones mitad hombre y mitad león. Se dice de esta que simboliza que el hombre puede ser creativo y destructivo al mismo tiempo.

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Indios cansinos. / © Lola Hierro

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Con estas sí me hago fotos, que son majas. / © Lola Hierro

Durante la visita, muchísimos chicos indios se acercan a sus protegidas y las molestan con toda clase de ofertas, unas más inauditas que otras: «¿Madame, photo?», les dicen los que quieren sacarse una fotografía con ellas como si fueran sus novias. Ellas están hartas porque estos chicos parecen ser muy invasivos y solamente dicen que sí a los niños, pero no a los adultos que, no obstante, las persiguen sin rendirse. «¿Madame, map?¿ Madame, restaurant? ¿Madame, rickshaw? ¿Madame, hotel? ¿Madame, bananas?«.

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De camino hacia unas vistas que no me esperaba. / © Lola Hierro

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Ruinas ruinosas pero maravillosas. / © Lola Hierro

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Me pregunto de dónde habrán salido esas pedazo de piedras…. / © Lola Hierro

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Templos donde la gente come y siestea. / © Lola Hierro

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Vistacas. / © Lola Hierro

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Adentrándonos en el templo del libro de la selva. / © Lola Hierro

A Rama Chendra le hace mucha gracia la situación pese a que las mujeres, sobre todo la rubia, está a un paso de perder la paciencia y ya ha mandado a hacer gárgaras a más de uno. El chófer descubre lo divertido que es acercarse a la muchacha y soltarle de golpe toda la retahíla de peticiones. Ella se ríe al comprobar lo rápido que ha aprendido el conductor a imitar a sus compatriotas cansinos.Aunque sigue lloviendo, alcanzanlacolinadeHemakuta y las extranjeras se quedan extasiadas. Rama Chendra las sigue trabajosamente, unos metros por detrás. No ve necesario realizar todas esas caminatasperonoquiereperderlas de vista por si se pierden. Desde este montículo se pueden observar lasmejoresvistasdeHampi y los mejores atardeceres y amaneceres, aunque ahora todo está gris y ha perdido parte del encanto. Las enormes piedras lisas que sobre las que asientan pequeños templetes sirven a muchas familias de visitantes para pararse a descansar un poco, pero las extranjeras no se rinden. Desde arriba se han encontrado con lasvistasdeltemploVirupaksha, conocido porque sirviódeinspiraciónaWalt Disney para su película El libro de la selva, y para allá que se van raudas.

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Trajinar de indios aquí y allá. / © Lola Hierro

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No sé si a esto se le podría llamar acceso mejorado a agua potable… / © Lola Hierro

 El templo es una maravilla del siglo VIII, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, principal centro de peregrinación de Hampi y uno de los lugares más sagrados de la India que se encuentra prácticamente intacto. Pero la cosa no va bien. Para empezar, hay muchos monos, algo que espanta a la rubia. Se produce una escena bizarra: el conductor y las muchachas ven, de repente, a dos jóvenes subidos a una precaria escalera de mano con la que intentan llegar al piso superior del complejo para llamar la atención de una manada. «Qué borricos, ¿qué necesidad tienen de hacer ese paripé?», piensan. Pero tiene su explicación. Uno de los chicos, cuando llega a lo alto de la escala, muestra un plátano a los simios. Uno de ellos, a su vez le lanza algo negro. Y el chico entonces le tira la fruta. La cosa negra es la cartera del chaval, que había sido sustraída por el mono cabrón. Así se las gastan en Hampi los animalicos.  

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Un mono cabrón. / © Lola Hierro

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Chicos intentando recuperar la cartera. / © Lola Hierro

Dentro la cosa no mejora porque los guardias de seguridad piden un dinero extra para sacar fotos, a parte de la entrada, y lo hacen de manera un poco abrupta. Además, dentro custodian a un elefante enjaulado en un espacio minúsculo, algo que acaba por enfurecer del todo a la periodista rubia, que se da media vuelta y se larga de ahí mascullando que no le interesa para nada un lugar así. Es un  poco malcriada la muchacha, piensa el chófer.  

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Una comerciante de Hampi pueblo. / © Lola Hierro

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Paisano al fresco. / © Lola Hierro

 Pese al traspiés, las extranjeras no tienen intención de irse. Uno de los momentos más interesantes de la excursión está por suceder: descubrir el pueblo de Hampi, aquel que ha brotado debido a la demanda turística de los templos y alrededores. En apenas una docena de calles, la vida sigue: niños que montan en bici, vacas que pasean por la calle, vecinos que charlan a las puertas de su casa, mujeres que cocinan humeantes curris… Todo parece igual que en cualquier otra comunidad rural de India. Pero solo lo parece, porque estas escenas cotidianas están salpicadas de carteles que ofrecen masajes baratos, artesanía barata, restaurantes con comida occidental, terrazas con vistas y souvenirs auténticos de la región. Así es la vida en Hampi, a caballo entre los reclamos turísticos y la tradición.  

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Unas cuantas vacas por la calle. Lo normal. / © Lola Hierro

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Vecinos contándose la vida. / © Lola Hierro

 Atravesado el pueblito, encuentran aquello de lo que les habían hablado ya antes de iniciar la excursión dominguera: torciendo un recodo, sus ojos se topan con una islita idílica a la que se puede llegar cruzando un riachuelo en una barca precaria. Llueve bastante, pero no se lo piensan y ponen rumbo a la orilla del río. Pagando una miseria, se suben los tres con una docena de indios y una moto y cruzan de un lado a otro.  

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A la balsa con moto y todo. / © Lola Hierro

  En la travesía, Rama Chendra conoce a una jovencita india que viste un punjabi violeta y con el pelo recogido en una gruesa trenza. Llaman la atención sus múltiples tatuajes de notas musicales y estrellas, dibujos nada habituales en las mujeres tatuadas del país. Llegan a la isla y comienzan a caminar, cada vez más tranquilos, según van dejando a atrás a los caza turistas que ofrecen motos, hoteles, restaurantes, mapas y hasta un helicóptero. Las dos extranjeras hablan como cotorras, Rama Chendra no entiende nada pero, guiándose por sus gestos, supone que están admirando la exuberancia del paisaje.

El islote está cuajado de palmeras y verdes campos donde cabras y ovejas pastan pacíficamente. A ambos lados de la vereda por la que pasean hay un sin fin de establecimientos turísticos de aires hippies para mochileros con poco presupuesto. Las chicas hablan y hablan y, mientras, él aprovecha para conocer mejor a la muchacha de los tatuajes, que le cuenta que vive al final de la calle. Llegados a su vivienda, ella se despide y los tres visitantes dan media vuelta. Con tanto paseo, ya han entrado ganas de comer y los estómagos de las españolas y del chófer rugen sin disimulo.  

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El final del camino. / © Lola Hierro

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La guapa señorita que me vendió unas camisetas. / © Lola Hierro

  Un pintoresco hostal con hamacas se esconde entre tiendas de artesanía y de ropa a precios de risa, de escuelas de alpinismo y buceo y de puntos de alquiler de motocicletas. Entran ávidos los tres visitantes y se apresuran a hacer la comanda mientras rezan para que la hipi-cutre-lámpara que cuelga sobre sus cabezas, llena de polvo y cadáveres de moscas, no caiga sobre ellos, cosa que parece que va a suceder de un momento a otro. Es fácil pedir: platos indios para compartir: arroz, chapatis, paneer y currys para alimentar a un regimiento, algo que no puede sino satisfacer plenamente a Rama Chendra, que está hambriento como un oso. Para beber: agua, lassies y cerveza para una de las extranjeras, algo que el chófer no ve con buenos ojos. Ellas no entienden sus gestos: no hace más que coger la botella de una y ponerla en frente de la otra, que no bebe alcohol,  y las chicas ya no saben si es que el hombre no quiere que no beban, o que beban ambas. Como Rama no habla inglés apenas y el telugu de las otras es nulo, no hay mucha posibilidad de interacción.  

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Tiendas para guiris. / © Lola Hierro

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Un buen sitio para comer. / © Lola Hierro

  Transcurre el almuerzo apaciblemente; los comensales dan buena cuenta de los deliciosos platos y las chicas alargan la sobremesa charlando y charlando sin parar. El chófer resopla. No le gusta estar perdiendo el tiempo cuando ya podían haber iniciado el regreso. Ellas no parecen reparar en su malestar. Después de media hora mirando al techo, quizá un poco más, se levanta y sale al patio del hostalito para fumar. No es hasta que casi ha apurado todo el pitillo cuando las extranjeras se dan cuenta de que el tiempo ha pasado volando, de que su chófer tiene cara de querer tirarse por un puente y de que ya es hora de volver a casa si no quieren que se les haga de noche durante el trayecto de vuelta.

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Paraditas por el camino. / © Lola Hierro

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Anantapur: todo recto. / © Lola Hierro

Rápidamente, desandan lo andado: pagan la cuenta, llegan a la orilla del río, esperan un rato a que salga la barca, un ratillo que podía haber sido interminable porque son advertidas de que el barquero está comiendo y no se sabe cuándo regresará. Suerte que no pasan más de 15 minutos hasta que otro hombre —a saber si es también marinero o solo turista— coge el timón de la barca y la lleva al otro lado del río. Vuelve a llover copiosamente y corren hacia el coche.

Arrancan y salen de allí. Las chicas, de nuevo,caenanestesiadas en el asiento trasero del coche y no despiertan hasta llegar a casa, tres horas después. En ese tiempo, Rama Chendra aprovecha y hace algunas paradas discretas, de apenas minutos. Unas para fumarse un pitillo, otras para comprar algún artículo encargado por su esposa, otras para estirar las piernas y tomar el aire. Lo que ignora es que la rubia no duerme plácidamente, como él cree, y le ha observado con el rabillo del ojo casi todo el tiempo preguntándose qué pensará el conductor en realidad deesasdosespañolasdespistadas que lleva durmiendo en el asiento de atrás.

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