India, no sé ni qué contarte. Desde que he llegado estoy venga a meditar qué te diré cuando me toque rendirte cuentas. Desde luego, no eres la misma a la que abandoné hace un año, así a trompicones. Fue muy apresurado, fue sin decir adiós, deprisa y corriendo, de mala manera… Lo que tú quieras, sé que está feo y asumo la culpa. Pero tú tampoco te portaste bien.
Me tentaste con la comida, pero estás tan sucia y descuidada que casi me matas con una de tus infinitas bacterias. No me digas que eso es robar, que sé que me la colaste con nocturnidad y alevosía por algún sitio de mi cuerpo cuando yo no miraba. Además, casi me matas de calor. Por aquel entonces no bajabas de los 45 grados a la sombra y eso no hay quien lo soporte. Este año, mismamente, han muerto 3.500 personas a causa de las altas temperaturas en tu regazo. Eso es pasarse; eres tan intensa que matas. Me volviste casi loca con tanto ruido como tienes en tus ciudades, y tanto tráfico, y tanta contaminación. En los trenes que te recorren trabajosamente de arriba a abajo me agotaste. Tus habitantes fueron buenos conmigo en ocasiones pero, en otras, acabaron con mi paciencia. Sobre todo los hombres que miran más de la cuenta.
India, esto tampoco tiene que ser un ir y venir de reproches. Te agradezco que me hayas dado una segunda oportunidad para visitarte. Esta vez te estás portando mejor, y yo prometo no abandonar a la carrera; me despediré como es debido. Pero esta vez estoy, si cabe, más desconcertada que la anterior. Venía preparada para todas las molestias con las que me importunaste la primera vez y no me estoy encontrando ninguna. En lo personal, no tengo queja: En Anantapur me tratan de maravilla propios y extraños. Los días en la Fundación Vicente Ferrer, donde me están acogiendo, son muy agradables. Los voluntarios, españoles en su mayoría, y los trabajadores locales han creado un ambiente en el que me encuentro muy a gusto, como en casa. Hay armonía, implicación, ilusión… Es normal, algunos llevan desde niños pegados del proyecto de la familia Ferrer. Me hubiera encantado conocerlo y, espero al menos saludar en los días siguientes a su viuda, Anna, y a Moncho, su hijo.
Apenas he visto actividad en la Fundación pero es porque me voy temprano a trabajar, justo después del desayuno, y regreso casi a la noche, a la cena. Después de horas y horas de carreteras, pueblos, entrevistas y fotos, solo tengo ganas de irme a dormir. Pero que no la haya visto no significa que no exista. Los datos hablan por sí solos: 126.000 niños apadrinados, el 95% de los menores del Estado de Andhra Pradesh van a la escuela, se están desarrollando desde hace 40 años programas de igualdad de género, malnutrición, salud, ecología, discapacidad, agua y saneamiento, agricultura… Seguro que me dejo. No puedo contar todo lo que se hace aquí, tendría que escribir un libro.
India: te vistes de una manera para los ojos del viajero. Te arreglaste mucho la primera vez que te visité y el efecto fue peor, fue sobrecargado: demasiado de todo. Demasiada gente, demasiados vehículos, demasiada tecnología, demasiado consumismo. Agobias, la verdad. Esta vez te he pillado en camisón, y sin tanta fruslería estás mejor. Tus campos y tus pueblos, los que no dejas ver porque no hay tren, autobús o excursión turística que llegue, son tu mejor baza. Lo son la sonrisa de tus mujeres y las miradas limpias de tus hombres, que aquí no me incomodan. La sencillez y la humildad de las gentes del campo, de los que menos tienen y más te ofrecen, me está conquistando.
Paso muchas horas metida en el coche, viajando de un pueblo escondido a otro, y veo miles de escenas cotidianas. Veo a hombres y mujeres construyendo carreteras en pro del desarrollo del país, los veo trabajando en los campos, ya sea con los bueyes ellos o encorvadas ellas para arrancar matojos. La pobreza está en todas partes menos en los templos y las estatuas de los dioses hindúes como Ganesha o Shiva o el mono, Hanuman. Para estas cosas no se escatima, aunque luego la mitad de tu población no tenga ni un mísero retrete en casa y tenga que irse al campo a hacer sus necesidades, con todos los inconvenientes que eso implica.
Tu paisaje, aquí en el sur, es diferente al que me enseñaste la primera vez. Aquí eres roja y verde, un poco como el África oriental que tanto añoro. Ya han comenzado las lluvias y los campos, habitualmente resecos y estériles, están volviendo a la vida. Se crean por todas partes balsas de agua naturales y los ríos —o más bien arroyos— crecen tímidamente. En este sur rural los hombres llevan faldones doblados por encima de la rodilla y a los bueyes se les pintan los cuernos de rojo o azul cuando llega una fiesta que conmemorar.
No recordaba que las mujeres llevaran guirnaldas de flores en el pelo; por estas tierras sí se las ponen. Son ramilletes naranjas o blancos que adornan cabezas morenas, algunas de gruesas trenzas. Las hindúes tienen un pelazo, por cierto. También tienen, al menos, un buen sari. Me choca encontrar tan elegantes a las mujeres con las que me reúno. La mayoría son dalits, mal llamadas intocables —yo las toco y no pasa nada— o de otras castas bajas. No ganan mucho, por no decir nada. Pero todas me reciben de punta en blanco, preciosas, con saris de brillantes colores y vivos estampados, algunos con pedrería o con hilos de oro y plata. Lucen elaborada joyería dorada en nariz y orejas, y la mayoría también se ponen una docena de bangles o brazaletes en cada manos. Pero van descalzas, dicen que por costumbre, no sé. Preciosas ellas, quieren agradar. A mí ya me gustan tal como son. Me reciben en sus pueblos con polvos bermellón y amarillo; sindoor se llama el primero y es para pintar un punto en el entrecejo. El segundo es de cúrcuma y con él dibujan una raya en ambos extremos de la cara. Son para dar la bienvenida.
Tienes tanta belleza que no entiendo cómo al mismo tiempo muestras una cara tan horrible y despiadada. Por eso no me caso contigo: eres ambigua y engañosa. No hay blanco sin negro contigo. Sé que las chicas de saris de colores y sonrisa sincera cargan con una vida atroz a sus espaldas. Sé que las tratas mal, que no son libres, que las pagan menos en los campos y no comen bien, que son violadas, casadas a la fuerza y sobrecargadas de trabajo. Y que muchas tienen que parir en el campo porque no hay más alternativa para ellas. Sé que maltratas y desprecias a los pobres y que no les dejas escapar de su mísero destino porque para ti, lo de las castas es sagrado. Que las personas con discapacidad tampoco te gustan, menos aún si son mujeres, Sé que los paisajes rojos y verdes de cultivos, montañas y árboles y viñas se quedan a menudo empantanados por residuos de toda clase. No te limpias lo suficiente, y lo peor es que no te importa.
Dije que no iba a reprocharte nada más, pero es que sacas la mejor y también la peor versión de mí. No critico tu pobreza, critico tu desigualdad. Y tu ambigüedad. Han pasado solo tres días desde mi llegada y me encuentro como la primera vez, pensando si me gustas o no me gustas, incapaz de decidir. Te amo con la misma intensidad que te odio, no sé qué más te puedo decir.
Impresionante !!