La historia de mi boda en Roma

Esta es la historia de una boda. O de una no-boda. O, bueno, en realidad no sé como llamarlo. En todo caso, es la historia de una amistad. Ahí va:

Había una vez, dos parejas de amigos de la universidad que tuvieron hijos casi a la vez: niño y niña. Él nació en enero de 1983; ella, en julio del mismo año. Les han dicho que  siempre fueron uña y carne, y, aunque ellos no se acuerdan, lo dan por hecho. Lo prueban las fotografías guardadas celosamente en los álbumes de ambas familias; las primeras, del 84, muestran a dos bebés con abrigo y verdugo que se contaban la vida desde los carritos que sus sufridas madres empujaban por las calles de Granada. Un poco más tarde, cuando eran capaces de sostenerse por sí mismos, les volvieron a retratar en una moto de juguete, ella agarrada a él, con más miedo que vergüenza en la mirada.

niños

Los dos amigos, en sus primeros años.

Nunca tuvieron una pelea, que recuerden, aunque ella conserva un trauma infantil que le impide sacarse el carné de conducir. Es fruto de las temeridades que él hacía al volante de los coches de choque cuando la llevaba de copiloto. Pese a ello, siempre fueron amigos. En seguida llegaron los primeros hermanos por ambas partes, dejaron de ser hijos únicos y, cuando se veían, siempre se contaban lo terrible e injusta que era la vida del mayor. En este aspecto siempre se comprendieron muy bien. Vivían en ciudades diferentes, pero solían encontrarse una vez al año. Quizá por no poder hablar todo lo que querían siempre que querían, se fue tejiendo entre ellos un cariño distinto al que tenían con otros amigos y amigas. Desarrollaron una confianza ciega desde el primer día, algo que les llevó a descubrir algunas cosas bastante interesantes, como eso de darse un beso como los mayores. Tenían siete años y no les pareció nada del otro mundo, sino algo muy natural, así que siguieron tan amigos y dedicando su tiempo juntos a asuntos más interesantes como jugar a las chapas, a los videojuegos o a despotricar de los hermanos y los padres.

Cargados de hermanos.

Cargados de hermanos.

Llegó la adolescencia. Él se rebeló primero y ella, que acostumbraba a ser una princesita obediente, le fue detrás muy rápido. Él fumaba como un carretero desde crío, y ella le regañaba, pero luego se vestía con cadenas y camisetas heavies de hombre y se juntaba con melenudos de dudosa honestidad. Cada uno hizo locuras por su lado. Entre unas y otras, ella le enseñó a esquiar un día que él recuerda como el que más frío pasó en toda su vida. Sus encuentros siempre coincidieron con visitas familiares; a lo mejor se tiraban un año sin hablar y no tenían prisa por verse de nuevo. Siempre sabían que el otro estaba ahí, en algún sitio, disponible si era necesario. Tuvieron novios y novias, amores, desamores, duelos y quebrantos. Siempre que se encontraban, quemaban las horas arreglando el mundo, soñando despiertos, maldiciendo al último ex novio cabrón o ex novia neurótica, y se entendían mejor que nadie. Por eso, decidieron que a los 30 se casarían si por entonces no habían encontrado el amor. Debían andar por los 18 o 20 años. En ese momento les pareció una utopía absurda, pues ellos, con esa edad, se veían como dos carrozas casados con otras personas, llenos de hijos, con trabajo «estable» y una hermosa hipoteca.

En la playa, allá por 1990.

En la playa, allá por 1990.

Y llegaron los 30. Tan rápido que no les dio tiempo a darse cuenta. Lejos de tener esa vida «lógica» que esperaban, ambos seguían hechos unos culos inquietos. Sin pareja —ni ganas—, sin casa, ni niños, ni perro, ni nada. Pero habían viajado, vivido, sufrido, aprendido y crecido. Él se ha convertido en un hombrecito que se ha hecho a sí mismo, que ha tomado las decisiones que ha creído mejores para su futuro aunque no siempre fueran fáciles o cómodas. Y le va bien. Ella es una soñadora que cree que con su pluma y su cámara puede cambiar el mundo pero que no ha llegado aún ni a mileurista. A su manera, también le va bien. Habida cuenta de que el plazo de la promesa estaba a punto de expirar, decidieron verse lo antes posible. Habían pasado casi tres años desde su último encuentro.

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Rincones de Roma. / Lola Hierro

El 23 de noviembre de 2013, a dos meses y una semana de que acabaran los 30 años de él, ella se plantó en Roma, donde su amigo vive. Él, para variar, llegó tarde a buscarla. ¡Una hora! Pero ella no se enfadó porque ya sabe lo canalla que es para determinados asuntos como la puntualidad. Es extraña la verdadera amistad, esa que congela las relaciones en el tiempo y hace que, aunque dos personas no se hayan visto en años, todo siga igual que la última vez que estuvieron juntos. Eso les pasó. Las mismas bromas, la misma complicidad y el mismo cariño.

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Con los coches bien, pero en la distancia.

Durante un par de días recorrieron la ciudad eterna. En realidad no saben muy bien donde fueron, porque los dos hablan por los codos y había mucho que contarse. El primer día llovió muchísimo, así que pasearon en coche. Mientras él conducía como el peor de los romanos, ella se cagaba en todo muerta de miedo, como de niños. Se pusieron hasta arriba de pizza para almorzar y de comida india para cenar. Decidieron que tienen que hacer un viaje juntos, un viaje largo, porque ambos tienen los mismos pájaros en la cabeza. Los dos quieren ver mundo, quieren vivir peligrosamente, y no quieren atarse a la vida que pensaban que tendrían cuando se prometieron. En el indio decidieron que se irán a India. En Nochevieja, quizá a Marruecos, para recibir el año con un buen colocón de hachís. O a cruzar el norte de España en coche, porque él no lo conoce y ella quiere hacer de cicerone.

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Amigos y cervezas en la noche romana. / Lola Hierro

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En el restaurante indio ‘Sitar’ decidieron viajar juntos a India. / Lola Hierro

El domingo hizo sol. Comieron pasta y pasearon por el Trastevere, ese barrio precioso y bohemio donde los dos querrían vivir alguna vez. Cotillearon tiendas y bebieron vino, se vieron a sí mismos haciendo cosas de adultos. Ni con 5 ni con 15 ni con 25 años hubieran pensado que un día ambos estarían en Roma, en una enoteca pija, vestidos con camisa él y con botas de señorita ella, hablando de asuntos tan serios como la economía mundial o las violaciones de derechos humanos. Después, recorrieron la ciudad de noche, desde el Tevere hasta la vía Cavour, pasando por el Coliseo y por el foro romano, pobremente iluminados porque la crisis también se hace notar en Italia.

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Los carabinieri, con nocturnidad y alevosía. / Lola Hierro

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En el Trastevere. / Lola Hierro

Y esta historia llega, de momento, a su fin. ¿Alguien piensa que hubo boda? No hubo boda. Hubo una pulsera de hilos de colores. Él la compró a una mujer que vendía abalorios y otras fruslerías por el barrio de Monti y se la ató muy fuerte en la muñeca izquierda a su amiga. Es una pulsera con un compromiso: aplazar el matrimonio acordado hasta los 40 años. A los dos les pareció muy bien. Esas cosas tan serias son para gente mayor, y con 30 no se es mayor aún. Así, estos dos amigos tienen diez años más para añadir nuevos capítulos a su historia. ¿Cuál será el desenlace? Visitad este blog en 2023 y, quizá, lo descubráis.

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Con 30 años en Roma… ¡y a por 10 más! / Lola Hierro

2 respuestas a «La historia de mi boda en Roma»

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