Edimburgo y la montaña imbatible

10.00

Vuelvo a ponerme en ruta. Y lo hago de la misma forma  que las últimas veces: apretujada en una aerolínea de bajo coste que va atestada de maletas y pasajeros. Tanto es así que —otra vez— me ha tocado meter la mochila bajo el asiento delantero y ahora no me caben ni las piernas ni las botas de siete leguas que llevo para este viaje. Vuelvo a viajar sola. No lo hacía desde el año pasado, cuando fui a Hungría y a la República Checa. Allí solo estuve un par de días a mi aire y el primero me deprimí un poco. Espero que esta vez no me pase lo mismo, porque son 10.

Edimburgo me recibe gris. ©Lola Hierro

Mi primera parada es Edimburgo. De momento, solo sé dos cosas: que tiene un millón de lugares interesantes y que la mayoría son muy caros. He calculado que, si quisiera ver todo lo que he subrayado en la guía de la ciudad, podría fundirme más de cien libras en un día. ¡Cobran por todo! Lo que voy a hacer es intentar entrar gratis con el carnet de prensa con la excusa de que estoy preparando un reportaje. No será mentira, porque tengo pensado escribir algo para mi periódico. Si no cuela, pasearé mucho. ¡Qué remedio!

Parece que vamos a aterrizar en breve. No se ve un carajo de la costa británica ni del interior ni nada. Está todo cubierto por una gruesa capa de nubes.

Cada sitio que veo es una foto. Edimburgo me gusta mucho. ©Lola Hierro

Edimburgo y su aire señorial. ©Lola Hierro

14.00

Llevo apenas una hora en Edimburgo y ya me quiero quedar aquí a vivir. Según avanzaba el autobús que cogí desde el aeropuerto a la ciudad, no dejaba de ver edificios preciosos, casas de piedra con grandes balcones y monumentos increíbles. Me he apeado en Weaverly Street, frente a la estación de trenes. He callejeado un poco por unas calles con unas tiendas muy lindas, cada una con cosas más interesantes que la anterior. Quería entrar en todas y comprármelo todo, pero soy pobre. En seguida he llegado a la famosa Royal Mile o Milla de Oro, la calle más famosa de esta ciudad. Mide 1,8 km de largo o, lo que es lo mismo, una milla escocesa, y por eso se llama así. Lo de Real le viene porque es el camino que usaba el rey para desplazarse entre el castillo de Edimburgo (a un extremo) y el palacio de Holyrood (al otro). Está en plena Old Town, la parte más antigua de la ciudad, que es un laberinto de casas apretujadas en callejones llamados closes o wynds, aunque no sé la diferencia, escaleras y patios secretos. Edimburgo comenzó a crecer aquí cuando, en el siglo XII el rey David I trasladó su corte a lo que entonces era un lugar puramente defensivo. La vida se desarrollaba dentro de las murallas, levantadas allá por 1450, y eso hizo que la ciudad creciera hacia arriba, como un pequeño Manhattan medieval, en vez de hacia afuera. Aquí convivieron durante siglos mendigos con magistrados pared con pared.

La Milla Real ©Lola Hierro

Yo, fiel a mis costumbres, me he equivocado de camino. He tirado por el lado contrario y me he recorrido un buen trecho hasta darme cuenta de que iba mal. Pero a falta de una futura descripción más detallada, he de decir que la Milla es interesantísima. Es muy ancha, gran parte de ella es peatonal, está flanqueada por edificios señoriales en cuyos bajos hay cafés y restaurantes de toda clase, desde los clásicos de multinacionales como Starbucks hasta otros elegantes, clásicos, de estilo británico. Veo chicas cantando y tocando la guitarra en la calle, un payaso, una señora con la cara cubierta de pendientes que asegura ser la mujer más agujereada del mundo, mercadillos de artesanía, sobre todo de bisutería en plata con motivos celtas (típico) y de artículos de cuero. Hay muchos turistas también, pero se camina sin problema. Entre los artistas callejeros que me he topado, uno ha reconocido mi españolismo y me ha hablado en castellano, no sé cómo lo supo. Es un argentino muy majo.

Cafeterías en la Royal Mile ©Lola Hierro

Ambiente en la Royal Mile ©Lola Hierro

Al final me he hallado y he llegado al mi albergue, el Smart City Hostel. Tiene buena pinta, un bar muy animado, baño dentro de las habitaciones y está limpio, pero no me han gustado dos cosas: hay que pagar por usar wifi de alta velocidad (hay otra red gratuíta pero solo da para usar el whatsapp y poco más) y las taquillas donde guardan los equipajes también  son de pago. He tenido que esperar un par de horas hasta que mi habitación estuviera lista y me pedían dinero por una consigna. Tienen la opción de dejar la maleta en un cuarto común, y eso he hecho.

Universidad de Edimburgo. ©Lola Hierro

En el ratito que tenía hasta poder coger el cuarto he ido en busca de un restaurante indio muy recomendado en la Lonely Planet por bueno y por barato, el Mosque Kitchen. Luego me he enterado de que es uno de los más conocidos de la ciudad. Está a un paseo del centro, al lado de la Universidad de Edimburgo, que tiene una sucursal del Santander, ¡qué cosas! Ha merecido muchísimo la pena. Me estoy zampando ahora mismo el mejor pollo al curry con arroz basmati de mi vida. No probaba ni olía esto desde que estuve en el sureste asiático, estoy ahora mismo teletransportándome al Little India de Georgetown (Malasia) con el paladar. El bar está dentro del recinto de la mezquita; es muy humilde, los platos son de cartón, pero el contenido es inmejorable, y por solo 4,50 libras tengo ya la boca on fire!

El mejor pollo al curry del mundo. ©Lola Hierro

La mezquita y, al fondo, el restaurante Mosque Kitchen. ©Lola Hierro

18.00

Estoy a punto de echar los higadillos, pero súper orgullosa de mi misma. Me he subido a una puta montaña más alta que el Kilimanjaro, y lo he hecho yo solita sin que nadie me obligase o me llevase a cuestas. Me encuentro en lo alto de lo que aquí llaman Arthur’s Seat, un monte que domina todo Edimburgo; desde aquí se ve la ciudad y hasta el mar. Este era uno de mis planes, pero no imaginaba que el ascenso fuese tan duro. Cuando he visto lo que tenía ante mi he querido morirme. Pensaba que no me iba a dar tiempo a llegar a la cima antes de la puesta de sol, pero sí, aquí estoy, viendo mi primer atardecer escocés.

Por aquí no parecía tan dura la subida… ©Lola Hierro

Paisajazos a diez minutos de la ciudad. ©Lola Hierro

Un laguito y una torre ruinosa. ©Lola Hierro

La subida es una reventada, pero merece la pena. He sentido una satisfacción inmensa al llegar, es la primera vez que me subo yo sola a una montaña, aunque sea pequeñita como esta. El resto del día, desde que salí del indio maravilloso, ha sido caótico. Sigo pensando que me encanta Edimburgo, aunque su Royal Mile me ha acabado saturando con tanto comercio maravilloso, tanta tetería monísima y tantas atracciones turísticas a muerte.

En la Royal Mile, como esta hay mil. ©Lola Hierro

Tienda de ¿bodas? a lo escocés. ©Lola Hierro

Como hoy hace muy buen tiempo (me está sobrando el abrigo por ahora), he aprovechado para patear. No quería invertir tiempo en museos u otros lugares cubiertos por si  el próximo día que vuelva, al final de mi viaje, llueve. Y porque todo es carísimo, así que prefiero dejar esos gastos para el último día. De momento, he visitado el cementerio de Greyfriars, que me esperaba más agreste, pero aún así está bien, es muy antiguo y muy bonito. Algunas lápidas están aún cercadas por unas rejas de hierro. Se pusieron ahí en el siglo XIX para proteger a los cadáveres enterrados de que algunos vándalos los robaran para venderlos al Colegio Médicos de Edimburgo, que los usaba para hacer prácticas de anatomía.

A la derecha, una jaulita para que no robaran al muerto. ©Lola Hierro

Lápidas con mucha historia ©Lola Hierro

Tarde en el cementerio de Greyfriars. ©Lola Hierro

El cementerio es muy divertido porque tiene fama de estar embrujado y de ser uno de los lugares más tenebrosos del mundo. A plena luz del día, mucho miedo no me dio, la verdad. Se cuenta que el espíritu de un abogado llamado George Mackenzie o Bloody George, enterrado en 1691, molesta a los visitantes. Algunos cuentan haber sentido sensaciones raras y hasta haberse encontrado lesiones en el cuerpo tras haber visitado el cementerio sin causa aparente. A mi no me ha ocurrido nada de eso. Todo un caso para Iker Jiménez.

Memento Mori. ©Lola Hierro

Igual de aquí salió algún fantasma. ©Lola Hierro

Cementerio de Greyfriars con sus cruces celtas ©Lola Hierro

Al salir, me he encontrado con la estatua de Bobby, aquel perrete que se hizo famoso por su fidelidad: vivió durante años a los pies de la tumba de su amo.

Bobby. ©Lola Hierro

También he recorrido la Royal Mile de punta a punta: desde el castillo de Edimburgo hasta el Palacio de Holyrood, residencia oficial de la familia real británica en Escocia. Aquí vivió la reina María Estuardo seis años en el siglo XVI. Durante ellos se enfrentó al pastor reformista  protestante John Knox, desposó a dos maridos y vio morir asesinado a su secretario David Rizzo. Aquí ha sido también donde he comenzado mi ascensión infernal.

El castillo de Edimburgo. Llegué hasta aquí porque no quise pagar las 15 libras de la entrada. ©Lola Hierro

Aquí ha comenzado mi ascensión infernal a esa montaña del fondo. ©Lola Hierro

No he entrado en más sitios salvo en la catedral de St Giles. El acceso es gratuito pero, qué graciosos, te piden dos libras por hacer fotos. Aún no sé si estoy de acuerdo o no, pero yo no he pagado… ¡si no tengo ni para comer! Aquí todo es jodidamente caro: entrar en el castillo de Edimburgo vale 15 libras, por ejemplo. St Giles merece la pena. Aunque el primer templo se erigió en el siglo XI, la mayoría de lo que hoy se puede ver es del XV. Por dentro no es muy espectacular pero sus paredes están impregnadas de historia escocesa: Fue el centro de la reforma protestante de John Knox, alberga la Thistle Chapel (capilla del cardo) construida en 1911 para «caballeros de la más antigua y más noble orden del cardo». En ella hay varias tallas de angelitos tocando instrumentos y, como no podía ser de otra manera, hay uno con una gaita. También son una maravilla las vidrieras, que filtran una luz muy acogedora. Una curiosidad: este templo en realidad no es una catedral, aunque se la conozca como tal, sino una simple iglesia.

Exterior de la catedral. ©Lola Hierro

La tumba de un noble. ©Lola Hierro

El interior de la catedral de St. Giles ©Lola Hierro

Antiguos estandartes en la catedral. ©Lola Hierro

Mientras escribo esto sigo subida en la silla de Arturo, y no me quiero ir… ¡con lo que me ha costado llegar! Quiero aprovechar aquí el tiempo, pero empiezo a pelarme de frío. Debo tener un aspecto lamentable, pero me da igual. A todo esto, he encontrado delante de mis narices una argolla clavada en la piedra con seis o siete candados, de esos que ponen los enamorados por todas partes. Hasta aquí arriba ha llegado la moda, serán enamorados deportistas.

Súper vistas al mar. ©Lola Hierro

Pareja + perro en lo alto de Arthur’s seat. Eran españoles. ©Lola Hierro

22.30

Estoy ultra reventada, y encima me acabo de enterar de que mi súper montaña inexpugnable solo tiene 251 metros de mierda, y en Internet la ponen como un sitio de fácil acceso. Estoy peor de lo que pensaba… Para autorematarme, después de bajarme la montañita me he pegado la caminata padre a la Universidad por segunda vez hoy. ¿Por qué? Por el dichoso cajero del banco Santander, donde supuestamente no me iban a cobrar comisión (luego ha sido que sí). Por el camino me he pasado por un supermercado Tesco y he pillado algo para comer y cenar estos días. Me he frustrado mucho a la hora de buscar unos yogures porque en este país no tienen apenas productos desnatados, todos los que hay tienen demasiada grasa y guarrerías varias. Más que yogures parecen un festival de colesterol. En realidad, el supermercado entero estaba lleno de mierdas precocinadas y dulces, pero nada de carne o pescado fresco y apenas verdura y fruta. Aún así no he podido resistir la tentación y me he comprado un donut, pero no había dado dos pasos al salir a la calle cuando se me ha caído al suelo entero. Un señor que pasaba lo ha visto y se ha reído de mi. Ha sido un castigo divino, seguro.

Más rincones preciosos de la ciudad. ©Lola Hierro

Tardes lluviosas en Edimburgo. ©Lola Hierro

Tras una caminata de hora y media, he llegado al cajero, donde había dos señores vestidos de antidisturbios llevándose toda la pasta. Lo han dejado funcionando al cabo de un rato y, ¡oh, terror!, cuando he ido a sacar yo, no me quería dar nada. Me he cagado en todos los dioses pero a la segunda ha funcionado; menos mal. Tenía menos de un euro encima. sin poder con el alma he vuelto al hostal por las calles que ya me sé, a través de un atajo que pasa por un close. En este, en concreto, hay un puticlub. Las luces mortecinas, el ruido que hacen unas gotas al salir de una cañería rota y chocar contra el suelo, y la soledad absoluta le dan un aspecto un poco chungo.

Y cierro esto por hoy porque mañana a las ocho de la mañana pongo rumbo a Aberdeen y hay que estar espabilada.

Pincha aquí para ver más fotos.

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