Como contaba en mi post anterior, estaba pasando un día de lo más placentero en los alrededores de paseos en bici, amistades con niños de tribus lenten… todo precioso.
Tras el baño seguí con mi camino, por una carretera más o menos bien asfaltada que me dejó respirar aire puro y admirar los arrozales durante varios kilómetros. Cuando llegué al punto indicado, tomé una senda mucho más precaria con el fin de descubrir más poblados. Seguí pedaleando, atravesé un puente de bambú muy endeble donde vi otros chicos bañándose –estos más creciditos- que me hicieron todo tipo de cucamonas para que les fotografiase, y por fin, llegué a Ban Pong, o lo que es lo mismo: mi lugar de perdición.
Debido al calor sofocante y al cansancio acumulado por el ejercicio, pasé en este pueblo –como podía haber sido cualquier otro – para reponer fuerzas. Pero ¡ay, madre mía! En seguida me dimos cuenta de que estaban en fiestas: altavoces enormes, muchas mesas y sillas dispuestas en hileras, familias enteras reunidas… inequívoco. Dándome cuenta de lo pintoresca que era la situación y con ánimo ya de marcharme, apareció un muchacho llamado Air.
Con un inglés muy decente me invitó a unirme a la jarana, que no era otra cosa que la celebración del año nuevo laosiano para una aldea de la etnia Black Thai, una de las muchas que pueblan la región. Tuve ciertas dudas al principio, porque me daba corte, ¡qué se le va a hacer! Pero acepté. ¡Cosas así no se viven todos los días! Y este ha sido mi mayor acierto y mayor error del viaje. Lo primero, por razones obvias. Lo segundo, sólo lo opina mi estómago.
Nada más sumergirme en el torbellino de gente –unas ciento cincuenta personas, así a ojímetro- me ofrecieron cortésmente un chupito de algo rosa que sabía fuerte pero rico, como a fresa. De aquí, a una mesa llena de jóvenes que se estaban poniendo tibios a cerveza y a whisky de arroz, el famoso lào láo. Sin entendernos ni papa, pero con la mejor de las intenciones, estos chicos y chicas me comenzaron a servir cervezas y chupitos sin descanso, y como en estos países no puedes negarte a comer o beber lo que te ofrecen porque está muy mal visto, pues nada, no me quedó más remedio que empinar el codo como ellos mismos hacían.
Al principio quise tener cuidado, me cortaba bastante, y confiaba en que al beber la cerveza con hielo (menuda costumbre rara), no me subiría mucho el colocón. No obstante, en seguida me di cuenta de que es cierto eso que se dice de que los laosianos tienen un serio problema con el alcohol: allí, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, le daban al alpiste como un solo hombre.
Y encima con prisas, porque según te sirven un vaso la costumbre es beberlo del tirón, y si no lo haces se impacientan. Fueron pasando las horas, fueron soltándose las lenguas, ganando confianza para chapurrear o hablar por señas, llegó la exaltación de la amistad, las conversaciones profundas en laosiano-inglés-castellano, y, como no podía ser de otra manera, llegó el momento de salir a bailar.
Y esto, ¿cómo lo explico? Para empezar, hay que describir la escena. Esta fiesta no era tan diferente a nuestras “fiestas del pueblo” en España. Los Black thai, con sus mejores galas al estilo occidental, comen y beben en torno a las filas de mesas que ya hemos descrito. Mientras, los niños juegan y bailan al son de la música que un tipo va pinchando desde una precaria mesa de sonido y que intercala con comentarios de más o menos gracia. Cuando el alcohol ya ha calentado un poco los ánimos, la gente sale a bailar, y al final todo el pueblo acaba doblando el lomo al ritmo de “Paquito el chocolatero”. Pues en Laos es lo mismo, con lo del “Paquito” incluido pero en versión tribal.
En mi caso, me inicié en estas artes cuando mi anfitrión me invitó a bailar. No me quedó más remedio que aceptar su propuesta, así que, con más vergüenza que miedo –por perder el equilibrio o algo así bochornoso- fui con él y me dispuse a imitar lo que hacían el resto de parejas: se forma un círculo y se baila moviéndose todos hacia la derecha lentamente y a la vez gesticulando con las manos, como una especie de sevillanas sosas con los brazos al frente, sin subirlos ni bajarlos. Fue divertido, pero luego vino la parte cachonda de la historia: bailar con la guiri se convirtió en la novedad, así que cuando pasé el trance y nada más sentarme en mi silla, vino otro chico a pedirme otro baile.
Este resultó más embarazoso, porque el chaval, bastante bebido, quería mover el esqueleto de otra manera, y no dudó en arrimarse más de la cuenta, olisquearme más de la cuenta y hasta tocarme el culo. Menos mal que otro señor con más criterio se percató de mi apuro y me socorrió levantándole la chica al borrachín, que ni se dio cuenta porque se estaba quedando sobado en mi hombro. Cabe destacar que luego volvieron otros a por mi y se llevaron sus buenas calabazas. Pagaron justos por pecadores. Entrañable.
Lo último que recuerdo con cierta claridad es que el momento Paquito el chocolatero llegó cuando dos señoras de 104 años engancharon el micrófono y pusieron voz a una suerte de música chill out de tintes tribales (de qué si no…) que es lo más auténtico del género que he escuchado en nuestra vida: sonidos étnicos de verdad, y no lo que te ponen en cualquier garito fashion de Ibiza.
En fin, tras más de 5 horas dando la peor imagen de mi misma, sevillanas incluidas en medio del corro, empezamos a plantearme la posibilidad de salir corriendo de allí porque: a) se hacía tarde y estaba lejos del pueblo, b) la gente empezaba a vomitar a mi alrededor, c) mi pretendiente me pretendía con demasiada insistencia y d) mi frescura mental empezaba a zozobrar. Así que con las mismas, cogí la bici y me despedí con grandes muestras de afecto de unas personas a las que siempre recordaré con mucho cariño. Borrosas, pero con cariño.
Parecía fácil volver al hostal cuando lo visualizaba en mi mente. Pero tras coger la bici, me percaté de que eso de pedalear no iba a ser tan sencillo como lo recordaba. Tras un par de intentos, supe que no iba a aguantar ni cien metros, así que en esas me vi, a una hora de hacerse de noche, lloviendo, en medio de la nada y con un pedo como un caldero. Súper responsable por mi parte.
Quiso la providencia que en ese momento pasara por allí una camioneta. Sin saber ni cómo, conseguí echarme a la carretera y pararla. Debí darle mucha lástima a los ocupantes, o mucha risa según recuerdo ahora sus expresiones, porque me dejaron subir a la parte trasera de la misma y me dijeron que me llevaban de vuelta a Luang Namtha. Aupé la bici, me subí pegando un salto ninja y arrancamos. Tras varias paradas en diversas casas, varias risas a costa de mi pobre figura maltrecha, y un soborno de última hora en el que me sacaron 5 euros (hicieron el agosto los tíos…) llegamos a Luang Nam Tha.
Aterricé frente al puesto de alquiler de bicis. La dejé allí y me arrastré como un alma en pena al hotel. Eran las siete de la tarde. Pasé la peor noche de borrachera y posterior resaca de mucho tiempo, que me llevó a estar un día entero postrada en el lecho sin poder comer y con miles de promesas de “no vuelvo a beber”. Pero me llevé una experiencia única, divertidísima e inolvidable. Si alguna vez vuelvo a Laos, pasaré por Ban Pong para visitar de nuevo a toda esa gente tan hospitalaria. Eso sí, en una fecha que no caiga en año nuevo.
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