Una tarde enredada en la cocina, con los pelos recogidos de cualquier manera, el jersey de lana gorda y la resaca propia de haber despedido el año por todo lo alto con buenos amigos la noche anterior. Como el 2016, casi agotada a unas pocas horas de su fin. Después, a vestirse con las lentejuelas, los tacones, el maquillaje y los rizos en cascada, a ponerse como queremos que el 2017 sea: brillante, festivo, alegre, bonito. Entre medias de la transformación, un rato apresurado para escribir que no sé si quiero escribir un balance de este año. El anterior, ni me molesté. Y había mucho que contar. Es más fácil hacerlo cuando hay muchos recuerdos y experiencias que se quieren traer de vuelta a la hora de recapitular porque han sido positivos, porque te han hecho feliz. De los malos una solo quiere olvidarse. No sé si quiero escribir o no, pero ya lo estoy haciendo.
Leo a mis conocidos y amigos en las redes sociales y me doy cuenta de que para muchos de ellos y ellas ha sido un año de mierda. Me da la sensación de que más que otras veces. No sé si habrán influido todas las desgracias que han ocurrido; a lo mejor estas nos dejan, sin que nos demos cuenta, una impronta pesimista en nuestros corazones. Es la primera vez que acaba un año y, antes de pensar en mis cosas buenas y malas, pienso en las globales. Hoy me he acordado de Aleppo y sus ciudadanos, de Mosul y de Yemen, tan olvidado. De los niños que pasan tanta hambre y miedo en Borno por culpa de Boko Haram, de los de Diffa que llegué a conocer y están igual. He pensado en los que celebraron la pasada nochevieja y hoy ya no pueden porque se han ahogado en el Mediterráneo, nada menos que 5.000. En todos los atentados en Europa, también en los de África, que a mí me duelen igual porque siento igual de cercana Bruselas que Abiyán. He pensado en la incertidumbre que trae Trump, lo mismo que el Brexit y el Gobierno que tenemos en España, por llamar de alguna manera al apaño que se ha hecho después de tantos meses pegando palos de ciego.
Esta es la primera vez que me siento tan poco entusiasmada por el inicio de un nuevo año y la primera vez que veo con claridad que sólo cambia un dígito en el calendario. Mañana será igual que ayer. Tendremos los mismos problemas. Por el hecho de que acabe 2016 no se va a detener la mala racha en nada, e igual que se han muerto Bowie, Carrie Fisher o Leonard Cohen, se irán otros. Hoy es 1 de enero y ya han asesinado a una mujer en España. La primera del año, dicen en las noticias. Y un atentado con 39 muertos en una discoteca de Estambul, obra del Estado Islámico otra vez.
No sé si quiero revisar qué ha sido este 2016 para mí, porque para mí no se termina nada hoy. Solo quiero seguir mejorando, seguir trabajando. Pero también descansar. No cierro capítulo alguno. En 2016 he conocido un poco más ese continente, África, que a veces me gusta, a veces me irrita y casi siempre me desconcierta. He intentado contar historias positivas y seguir creyendo en la bondad del ser humano, no siempre me ha salido. Me veo más escéptica que nunca, de hecho. Por suerte conocí grandes personas con aún mayores corazones en Medellín, en Mali, en Níger… Son esas algunas de las personas que me obligan a no tirar la toalla.
Este año he aprendido a aburrirme y a disfrutar con lo sencillo en mi pueblito africano, Beleko, al que creo que por desgracia no voy a volver en mucho tiempo. Me da mucha pena, pero al mismo tiempo espero descubrir otros que me den la paz de espíritu que me ha dado este. Y que pongan a prueba mi paciencia también, un rasgo que he tenido que ejercitar mucho.
Mali, Colombia, Níger, Costa de Marfil, Kenia y Uganda. A todos estos países he viajado este año que acaba. Menos de los que me gustaría, más de los que la mayoría de la gente se puede permitir en un año. Me siento afortunada y agradecida por las oportunidades que tengo en mi vida profesional y en la personal. Me da rabia no haber estado al cien por cien este año para vivir más. Mi salud no ha sido buena durante la mitad del año, y cuando el cuerpo no está bien, el ánimo se resiente. Y, a pesar de todo, he logrado arrancar a correr y cumplir una meta que me puse hace un año. Creo que he trabajado demasiado. O, mejor dicho, me he involucrado demasiado, hasta cuando no era necesario. Y eso no tiene por qué ser positivo, al revés: te acabas quemando. Debo aprender a desconectar cuando toca para ser más eficiente y estar más contenta cuando hay que volver.
El año 2016 ha sido plano porque no he tenido grandes problemas, pero tampoco grandísimas satisfacciones. He cubierto el expediente: he viajado, trabajado, salido, entrado… He hecho lo que se espera de mí. No ha habido incertidumbre ni miedo, pero tampoco locura ni alegría desbordante. He intentado no hacer ruido. No sé por qué a veces me cuesta tanto sonreir, antes no era así. Quiero creerme que la salud, o la falta de ella más bien, tuvieron que ver.
Hace mucho tiempo escribí sobre vivir peligrosamente. En 2016 me he pasado por el forro mis principios. Estoy acomodada, en la zona de confort, sin poder quejarme de nada. Y, de alguna manera, echo de menos esa vida loca que me llevaba por los caminos más impensables del mundo, que me hacían sentirme viva. Y aquí no puedo olvidarme de quienes este año han logrado que no pierda el norte del todo: las personas que me quieren y siempre que me caigo me levantan. A las que aparecieron este año, por no salir corriendo al conocerme de verdad, y a los veteranos, por no perder la paciencia un año más. También a quienes no me quieren, porque me obligan a hacerme más fuerte y a aprender a defenderme.
Tengo muchas metas para 2017, las mismas que tenía hace un mes, hace seis… Ya digo que para mí no hay un final y un principio este uno de enero, lo que hay es continuidad. Pero si reflexiono bien, creo que solo hay un objetivo importante: sentirme viva otra vez, vivir peligrosamente. Para eso creo que tengo la receta:
- Trabajar solo cuando toca, pero hacerlo con todo el corazón puesto en ello.
- Buscar y pasar más tiempo con mis amigos y personas queridas.
- No entristecerme más por los que no están conmigo, ya sea porque no quieren o porque no pueden.
- No tener miedo a las experiencias que me haga salir de la zona de confort.
- Cuidar mi alimentación y disfrutar con ello. Comer mal empeora mucho mi salud y al final, mi ánimo.
- Hacer fotos solo porque me apetece, sin obligaciones detrás.
- Ir más a la playa y a la montaña, a pasear. Más aire libre.
- Seguir corriendo, lejos y lejos. Y bailando hasta que me duelan los pies.
- Leer más libros porque me apetece leerlos, no solo los que leo por mi trabajo.
- Viajar más despacio, viajar sola y viajar acompañada de quien quiero.
- Pasar más tiempo sola en mi buhardilla, disfrutando de mi sofá, mis libros, mis infusiones.
- Hacer menos caso a las redes sociales y más a las personas de carne y hueso.
- Dormir más, aunque el insomnio no me deje. Acostarme antes, levantarme antes, pero dormir más de seis horas.
- Vencer otro miedo: el de conducir, aun a costa de pagarme un psicólogo.
Y podría seguir con cosas menores, pero voy a dejarlo en este punto. Dentro de un año, quiero escribir que 2017 fue el año que viví peligrosamente otra vez. Que crucé una meta corriendo, que me hice un nuevo tatuaje, que escribí algo que ayudó a alguien, que hice amigos en países lejanos, que hice amigos simplemente! Que subí una montaña y superé el vértigo, que logré el carnet de conducir porque me atreví a arrancar un coche, que reí a carcajadas hasta que me saltaron las lágrimas y que me atreví a hacer muchas cosas que no hago por miedo y que son las que me harían feliz. Para 2017 quiero vivir sin miedo. Por cierto, que hoy este blog cumple siete años. Feliz cumpleaños, blog, nunca pensé que me fueras a acompañar tanto tiempo 🙂
Pingback: El año de las primeras veces | Reportera nómada
Gran meta para 2017 y admirable autocrítica. Feliz 2017 de un colega argentino
muchas gracias David, feliz años para ti también!