Y ESTA ES LA VIDA QUE AMO (NO ME SAQUÉIS DE BELEKO)

Y esta es la vida que amo. No se dan cuenta de que estoy escribiendo sobre ellos. Unos con su portátil, otro con un libro de Saramago, otro batallando con una infusión demasiado caliente. Y, en general, dejando pasar la tarde y su sol feroz sin hacer mucho esfuerzo físico para no ahogarnos, aunque alguno aún tiene ganas de hacer deporte a estas horas. El calor es insoportable para mí, pero ellos me cuentan que esto no es nada en comparación con la que va a caer por estas latitudes a partir del mes que viene. Yo no me puedo ni mover.

No es que no trabajemos. Aquí se da el callo muchísimo y en condiciones bastante duras: en pleno campo, en medio del Sahel, se cavan pozos de manera manual con la única fuerza del hombre, nada de máquinas. Pero de ocho a tres. En el caso de ellos, claro. Mi trabajo no es nada exigente a nivel físico, lo mío es más de darle al coco, así que no tengo excusa para no estar dándole a la teclita del ordenador o revelando fotos, o preparando entrevistas… Aunque de vez en cuando hago una pausa porque, de lo contrario, me volvería loca. Y porque quiero compartir estos momentos de tranquilidad campestre con mis nuevos amigos, mi recién adquirida familia en Malí.

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Las ovejas se pegan al adobe porque tienen calor, estoy segura. / Lola Hierro

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De camino al far west maliense. /© Lola Hierro

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Familias en carro. /© Lola Hierro

Estoy en Beleko, un pueblito muy pequeño y muy humilde, sin pretensiones. Tiene un dispensario de salud, una escuela de educación primaria, un terreno para jugar al fútbol, un mercado que los sábados, dicen, se pone hasta arriba, una iglesia —ya que aquí habitan cristianos, al contrario de la mayoría de Malí, que es musulmana—. Todo ha sido traido por organizaciones de ayuda al desarrollo. También hay un bar, el de Damien, pero creo que este lo puso él solo, sin ONG. En su interior, el dueño atesora licores de toda clase. Pero no es como uno se lo imagina, pues ni siquiera tiene barra.

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En Beleko se cocina en el patio. / © Lola Hierro

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El bar de Damien y sus licores. / © Lola Hierro

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Parroquiano del bar de Damien. / © Lola Hierro

Las casas en Beleko son como las de los pueblos de antaño: un terreno rodeado por una valla de adobe y unas cuantas estancias independientes dentro, también de adobe. Adobe una y otra vez. Madera, piedra, paja. A veces uralita para el tejado. No se ven más materiales, ni siquiera hay más plástico que el de algunos cubos, barreños y teteras que se usan para almacenar agua y lavarse las manos. La vida se hace en el exterior: se cocina, se baña a los niños y se les acuna en pequeñas camitas hechas con cuatro palos y tela de saco a modo de colchón, se ata a las cabras y se pasa el rato, en definitiva. No hay ninguna casa de más de una altura, ni falta que hace. El tiempo y el terreno sobran y uno puede expandir el hogar a sus anchas.

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El patio de una casa de Beleko. /© Lola Hierro

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Unos niños en el patio de su casa, con su chivo. /© Lola Hierro

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Beleko, ciudad de vacaciones. /© Lola Hierro

Cuando pones rumbo a Beleko desde la capital, Bamako, vas por una carretera muy bien asfaltada pero, en un momento dado, giras a la izquierda y te adentras en una pista de tierra que ya no abandonas durante las dos horas siguientes, hasta que llegas al pueblo. Atraviesas pista y más pista llena de baches y con profundas zanjas que revelan que durante la época de lluvias deben hacerse intransitables. Aún para llegar hay que atravesar el río Bani, afluente del Níger y segundo más grande del país. El puente está roto y hay que atravesarlo con mucho cuidado para no acabar en el agua. El chófer del autobús que va delante de nosotros tiene que obligar a todos los pasajeros a bajarse para poder acometer semejante empresa. Quizá lo estropeó el barquero, decimos en broma, porque se estaba quedando sin negocio. En realidad, han sido las fuertes lluvias, que se lo han llevado por delante.

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El puente que cruza el Bani. Al fondo, un autobús en apuros. Lola Hierro

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El barquero del Bani. ¿Habrá roto él el puente? / Lola Hierro

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Cuando atraviesas el río, ya todo es así. / Lola Hierro

En Beleko tampoco hay asfalto, sino que todas las veredas son de arena, una más pardusca y menos rojiza que las del campo etíope o el tanzano que tan felizmente se impregna en toda la ropa. Aquí también pasa lo mismo: es imposible ir aseado. Esta parte del Sahel es seca y polvorienta. Los árboles en esta época del año están casi desnudos, la tierra se ve agrietada y el sol es implacable. En las calles encuentras niños en bici, señoras que fríen una especie de gachas en alguna esquina, mamás que van y vienen con sus bebés cargados a la espalda y, sobre todo, animales: cabras, gallinas y chones, señal de que aquí viven cristianos. Encuentras estas vacas tan características del Sahel, cebúes se llaman, que están un poco flacas, con joroba y cuernos. Los peul son los que se encargan de ellas, de las suyas y de las ajenas. Son excelentes pastores y acumulan enormes rebaños. A ellos se les contrata para que paseen a las de otros vecinos que se dedican a la agricultura —la mayoría de los que no son peul— y no tienen tiempo. Como los paseadores de perros de las ciudades pero a lo grande. Si algo le pasa al animal, el pastor es el responsable.

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Una mamá con su bombón de bebé a la espalda. /© Lola Hierro

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Cebúes a sus anchas. Al lado, Paul corretea por la calle. /© Lola Hierro

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Si hay un cerdo, hay una familia cristiana cerca. /© Lola Hierro

Pero hay vida, hay huertos y hay alimento. ¿Cómo es posible? Porque aquí hay agua, y de muy buena calidad, por cierto. Tanta que es la que llevo bebiendo los últimos cuatro días. Del grifo de mi casa y de los pozos. Todo el mundo pensará que estoy loca, pero yo soy muy del donde fueres, haz lo que vieres. No estoy imitando a los malíes, que tienen un estómago mejor adaptado que el mío a los bichos y bacterias locales. Hablo de mis anfitriones, los cooperantes de Geólogos sin Fronteras, una de las ONG encargadas de llevar este elemento esencial a la población de la aldea. Ellos la extraen y la analizan. Sus resultados dicen que es buena. Y se la beben. Y no les ha pasado nada en todo el tiempo que llevan aquí. De todas maneras no tengo mucha opción porque en Beleko no me ha parecido ver agua embotellada. Donde fueres, haz lo que vieres.

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Un puesto de gachas en la esquina. /© Lola Hierro

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José juega con un vecino. /© Lola Hierro

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El hijo de la dueña de la frutería y un pollo ladrón que se come la lechuga. /© Lola Hierro

Por cierto, no los he presentado. Lo voy a hacer a riesgo de que alguno me mate por darles este protagonismo inesperado y sin consulta previa. En esta casita vivo con cuatro miembros de Geólogos sin Fronteras, una ONG fuertemente vinculada a la facultad de Geológicas de la Complutense. Están desarrollando un proyecto para extraer agua potable de las profundidades de la tierra con una técnica manual que reduce mucho el coste de hacer un pozo. Yo conocí este proyecto más interesante gracias a Pedro, que llamó a Planeta Futuro para contárnoslo. Tuve la suerte de coger el teléfono y una cosa llevó a otra y así, ahora estoy aquí para hacer un reportaje sobre este asunto tan curioso.

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Sergio Adámoli, cirujano de 81 años aún en activo. Ahora da clases a paramédicos. Ha estado en Beleko tres meses y le he entrevistado para Planeta Futuro. Todo un personaje. / © Lola Hierro

Pedro es profesor de hidrogeología de la Complutense y ha venido un mes y medio —cuando puede escaparse— para supervisar los trabajos que se hacen aquí. Luego están Roberto y Alfonso, voluntarios de GSF recién llegados y que estarán tres meses aprendiendo y arrimando el hombro con los sondeos. O lo que llaman “tirar de la cuerda”, vaya. Luego está José, geólogo, lleva cerca de un año por estas tierras, totalmente centrado en estos pozos manuales, es el más experto de todos junto con Frank, que lleva siete años en Beleko y tiene su propia casa. No se me puede olvidar Sergio, que vive en la casita pero no pertenece a GSF. Él es cirujano retirado, tiene 81 años ya pero sigue en activo como profesor de paramédicos en África. Ha estado en Beleko tres meses para formar a los enfermeros en cuidados postoperatorios.

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Pedro y los vecinos. /© Lola Hierro

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Alfonso, Cheforo, Pedro, José y Fran arreglando un pozo. /© Lola Hierro

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Una nena preciosa de Beleko. /© Lola Hierro

Yo quiero quedarme aquí a vivir. Es la anti ciudad. No hay muchos entretenimientos, pero se respira vida de campo, la misma que conocí brevemente de pequeña, en el pueblo de los abuelos. Ni siquiera los pueblos en España ya son lo que eran, están demasiado desarrollados. Aquí no se va al gimnasio: se sale a correr por el campo. Tenemos electricidad porque instalaron placas solares y a veces la batería se acaba antes de acostarnos. No existen los contenedores de reciclaje, pero los restos de comida se tiran en un cubo aparte para alimentar a los conejos. No dormimos en las habitaciones sino en tiendas de campaña hechas de tela de mosquitera en medio del patio. Hace demasiado calor dentro, mientras que fuera nos da el fresquito y además vemos la luna.

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Un paisano de Beleko. / © Lola Hierro

Aquí no hay despertadores, el gallo ya se encarga de desvelarte, por lo general demasiado pronto. Y no hay restaurantes, sino señoras que venden gachas, vecinos que te traen patatas y zanahorias, labriegas que te regalan berenjenas de su huerto… Y con todo eso y alguna que otra cosilla traída de Bamako, que está a dos horas, nos curramos auténticos festines: tortilla de patatas con huevos recién puestos, ensaladas de tomates y lechugas que saben a eso mismo, como cuando éramos niños y la comida era de verdad, salmorejo hecho con los tomates de la huerta de Frank, que tan gordos son que no me caben en una mano… Hasta un cordero al horno se marcó José el otro día. Recién traído del mercado, de un puesto lleno de costillares y patas colgando.

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Los tomates de la huerta de Frank. /© Lola Hierro

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Guardando el carro. /© Lola Hierro

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Merienda en el patio de casa. /© Lola Hierro

Beleko se ha parado en el tiempo, aquí las tardes se dedican a recostarse en una hamaca en el porche de casa y a charlar con el vecino si es adulto o a jugar con él/ellos si son niños, que es lo que suele ocurrir. En casa de los cooperantes de Geólogos sin Fronteras se hace lo mismo. Yo me recuesto con el ordenador en las rodillas porque soy incapaz de parar a mirar el paisaje. Por eso querría quedarme un mes aquí: para no ir con el agobio de que tengo que trabajar y llevar todo hecho de vuelta. Si estuviera más tiempo, podría dedicarme también a la vida contemplativa durante algunos ratos. Relajarme y vivir como los demás, trabajar sin prisas, pasar ratos sin hacer nada más que mirar al tendido. Tener la posibilidad de elegir si me quedo más, o menos, o para siempre. Quizá, en mi siguiente vida.

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Vecinos. /© Lola Hierro

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Tomate y berenjena que me regaló Jaqueline, una crack de señora. /© Lola Hierro

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Con unas amigachas.

PD: Una vez más, seguro que alguno me pregunta si es peligroso estar aquí. Respuesta: si estallara una guerra o llegaran los barbudos a pegar tiros, yo me escondería en Beleko. Este también es un aviso a las mamás de los voluntarios y cooperantes que trabajan en esta aldea (nunca se sabe quién puede visitar este blog): estad tranquilas, vuestros hijos están felices, no les falta de nada y tienen una vida envidiable y sana en pleno campo, mucho mejor que en España seguro!!

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Alfonso, Roberto y José emocionados con algo que han encontrado. ¿oro? /© Lola Hierro

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Relatos publicados en Reportera Nómada: 

Reportajes y artículos publicados en El País:

Artículos publicados en el blog África no es un país:

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9 respuestas a «Y ESTA ES LA VIDA QUE AMO (NO ME SAQUÉIS DE BELEKO)»

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  8. Elena

    Hola Lola!
    He leído tu artículo y me ha gustado mucho.
    Soy la madre de José y se que es feliz . Y que allí la gente es feliz.
    Tu artículo me ha dado una visión más amplia del pueblo de mi hijo.
    Gracias por escribirlo.

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    • Lola Hierro Autor de la entrada

      Hola Elena, encantada de saludarte! Gracias por tu comentario, me alegra mucho que el artículo te haya servido de algo, yo sé por experiencia propia que los padres lo pasáis un poco regular cuando los hijos nos vamos de aventura a tierras lejanas. Pero oye, no debes preocuparte, que yo he sido testigo de primera mano y tu chaval está feliz de la vida allí. Eso sí, pasan un calor que no le deseo a nadie! Un abrazo fuerte, y nos leemos 🙂

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