Turquía VIII – Los refugiados de Kilis

Nunca había visitado un campo de refugiados hasta ahora. Tengo amigos y compañeros de oficio que han ido a guerras, a muchas. Que han visto matar y morir. Han visto niños heridos, mutilados, mujeres violadas y hombres enloquecidos. Han visto hambrunas, bombardeos, tiroteos, desastres naturales… Han visto lo peor de la especie humana, el sufrimiento más extremo, los comportamientos más viles. Todos ellos se comportan, a mi juicio, como valientes. Van, lo viven, vuelven (la mayoría de las veces), y lo cuentan. Y siguen con su vida. La procesión va por dentro; es difícil masticar tanta miseria, tenerla presente en la cabeza y seguir haciendo tu día a día sin que nadie note que te estás comiendo el tarro por toda la mierda que has visto con tus propios ojos.

Esto es lo que me cuentan quienes han vivido experiencias así, claro. Yo no he estado tan cerca. He visto manifestaciones más o menos violentas en España y ahora en Turquía, he visto pobreza en los Balcanes, en Asia, he vivido alguna situación comprometida en Albania… pero nada así. Por eso, pensaba que si me impresionaba ver las condiciones de vida de 14.000 sirios en el campo de refugiados de Öncüpinar no debía quejarme ni tomármelo a la tremenda, porque algún día me tocará enfrentarme a situaciones más dramáticas y más peligrosas.

Alambrada del campo de refugiados. / © L.H.

Para un reportero de guerra, ir a Kilis es como darse un paseo por su pueblo. Para mi, era todo un desafío. Estaba sola, en algunos aspectos me considero todavía una reportera freelance novata, y estaba en un sitio que todos mis colegas me había descrito como “el culo del mundo”. Kilis es un pueblo a 10 kilómetros de la frontera que separa Turquía y Siria y a 60 de Alepo, una de las ciudades más bombardeadas por el régimen del dictador Bachar el Asad.

La noche anterior a mi visita, recibí noticias inquietantes. Yo estaba en Gaziantep, una ciudad turca a una hora de Kilis por carretera en la que me alojaba. Cuando estaba a punto de compartir una deliciosa cena tradicional hecha por mi anfitrión Ahmad, que casualmente es de Alepo, sonó mi teléfono. Era un miembro del gabinete de comunicación del ministerio de Exteriores de Turquía, el mismo que había tramitado mi permiso para visitar el campo al día siguiente. Me advertía de que este mismo día se habían producido justo en los alrededores de donde yo tenía que ir algunos enfrentamientos entre el ejército turco e ISIS, uno de los grupos islamistas radicales que operan en Siria en busca, básicamente, de crear un estado fundamentalista (esto, con muchos matices, pero vale para resumir). En fin, que lo de ir o no ir lo dejaban en mis manos, que si había más follón me enviarían un email a la mañana siguiente. Así me fui a la cama… sin saber en qué circo me iba a meter.

La cena de la incertidumbre. Por lo menos, me puse las botas. / © Lola Hierro.

Al día siguiente no tenía ningún email así que me puse en marcha. El camino desde Gaziantep es sencillo, solo hay que tomar un autobús en la estación que por 7 liras te planta en la misma Kilis. Lo que encontré en este pueblo fronterizo ya es harina de otro costal.  Cuando bajé del autobús, me recibió el caos: en Kilis nadie habla inglés, todas las mujeres llevan hiyab y todos los hombres te miran raro, como con la mirada torcida. Lo más impactante fue la estación de autobuses en sí: estaba totalmente saturada de gente, toda ella procedente de Siria según pude saber. Las noticias que llegan es que durante las últimas semanas El Asad ha bombardeado con barriles llenos de explosivos toda la zona de Alepo ocupada por la oposición. Los dos últimos días previos a mi llegada fueron especialmente duros, las fuentes que consulté hablan de unos 300 barriles. Por eso los habitantes de Alepo han huído en masa hacia Turquía.

No había más que echar un vistazo a la estación de autobuses, tanto dentro como en los jardines del exterior, para creerse los motivos de la avalancha. Me resultó hasta difícil caminar porque el suelo estaba ocupado por familias enteras con mujeres, niños de todas la edades y fardos gigantescos con las pertenencias de estas personas. Fue tan desolador que ni siquiera me atreví a sacar la cámara de fotos para inmortalizar semejante marabunta de gente. Menuda reportera de pacotilla que soy.

Personas descansando con su equipaje en la calle. El interior de la estación estaba más atestado. / © Lola Hierro.

Conseguí evadirme un poco del asombro cuando recordé que no tenía ni puñetera idea de cómo llegar al campo que tenía que visitar. No sabía si estaba lejos o cerca o si había transporte público. Mi teléfono turco, encima, había dejado de funcionar porque aquí te bloquean el número pasados diez días.

Mario, o Ibrahim, según quieras considerarle sirio o italiano, me salvó. Estaba tomando un té en la cafetería de la estación. Entre tanta algarabía, tanta gente cansada, con la ropa arrugada, desordenada y cargada de trastos, Mario parecía encontrarse ajeno a todo, en un oasis de silencio y paz. Impecablemente vestido con traje de chaqueta y corbata amarilla, era la nota discordante en ese escenario. Era también el único que hablaba inglés. Me invitó a sentarme, pidió té y me preguntó que qué hacía una chica como yo en un sitio como ese. Le conté mi intención de llegar a la frontera. Él me contó que es un hombre de negocios de madre italiana y padre sirio, nacido hace 73 años en Azaz, y que su familia vive en Jordania desde hace dos años, donde no pasan penurias. Me enseñó la foto de su madre, que tiene 96 años y la cara destrozada a raíz de una infección terrible por unas esquirlas que se le clavaron tras un bombardeo en su ciudad. “Esto es lo que hace el Asad con su gente”, criticó.

Mario y yo hablamos durante una hora, quizá, bebimos bastante té y él me dio sus dos números de móvil para que le contactara si necesitaba cualquier cosa. Me dejó usar su teléfono para hacer algunas llamadas a las personas con las que me tenía que reunir en el campo y luego me llevó hasta el autobús que me tenía que llevar a Öncüpinar. Así, conseguí llegar hasta la misma frontera con Siria, un lugar que ni en mis sueños más disparatados había imaginado pisar, y menos en un momento tan complicado como este.

Estación de autobuses de Kilis. / © Lola Hierro.

Sabes que has llegado a al frontera porque ves cientos de camiones aparcados en un lateral de la carretera, ocupando varios kilómetros. Transportan, según me dijeron, ayuda humanitaria.  La carretera que lleva a la frontera es una vía en medio de la nada; no se ve ni un edificio, ni una casa. Solamente campos de olivos y secarrales. Es todo. La frontera es una frontera. Hay una puerta muy grande con un letrero aún más gigantesco y unas palabras incomprensibles. Tanto es así que yo la confundí con al entrada al campo de refugiados y la crucé tan pichi. No había dado ni cinco pasos cuando un policía me llamó desde la garita y me ordenó darme media vuelta. No estaba entrando en el campo, sino en Siria. Anda que…

Öncüpinar está justo al ladito, de hecho, sus muros y alambradas tocan literalmente la línea fronteriza entre ambos países. En la puerta estaba esperándome Usama, hermano de mi anfitrión en Gaziantep. Usama tiene 24 años y es profesor en Alepo, donde ha estado dando clases hasta hace un mes en las condiciones más peligrosas a todo el que se atrevía a ir al colegio. Había llegado solo un día antes y tenía noticias frescas sobre la situación tan terrible que vive su ciudad, constantemente asediada por los bombardeos del dictador.

Usama y dos amigos. Los tres viven en el campo de refugiados de Öncüpinar. / © Lola Hierro.

Tras un rato dando explicaciones en las oficinas del campo porque mi nombre estaba mal escrito en el permiso del Gobierno, conseguí entrar en Öncüpinar, aunque no sola. Durante toda mi visita me acompañó un hombretón con mostacho del Gobierno dotado de una amabilidad y disposición tan grandes como su intención de no dejarme ni un minuto a mis anchas. Este señor, cuyo nombre no me dijo en ningún momento, nos acompañó a Usama y a mi por todas partes. Fue mi traductor del turco al inglés, así que todas las preguntas que hice a todas las personas que entrevisté pasaron por su filtro. Me hizo una visita guiada por las instalaciones: desde el colegio hasta los contenedores donde viven los 14.000 sirios que ocupan este recinto. Cuando quise hablar con niños o con padres o con profesores, el buen Usama fue quien me hizo de traductor del árabe al inglés. (Recordemos: los sirios no hablan turco sino árabe) así que no hubo filtros, pero este hombre no perdió ripio de todo lo que hablamos. La verdad es que me sentí muy vigilada y sin libertad para trabajar a mis anchas. Tampoco puedo decir que se portaran mal, al contrario. Todo el mundo fue extremadamente amable y respondió a todas mis preguntas, aunque las respuestas no fuesen las esperadas.

Mi visita al campo duró unas 4 horas y debo decir que me sorprendió para bien. Yo nunca querría vivir en un campo de refugiados, pero si tuviera que vivir en uno, me gustaría que fuese uno como el de Öncüpinar. Hay que reconocerle al Gobierno turco el desembolso económico que ha realizado, aunque esto no significa que no haya que criticarles por otras cosas.

Dos niños de Öncüpinar me dieron su mejor sonrisa para la foto. / © Lola Hierro.

Este recinto, en concreto, no es de tiendas de campaña, sino de contenedores de metal, como casetas de obra.  Está totalmente asfaltado, y casi parecería un camping de veraneo lleno de caravanas de turistas si no fuera por las feas alambradas que delimitan todo el perímetro. El colegio, la mezquita y las tiendas son edificios de verdad, no de plástico. En todas las casitas hay electricidad 24 horas, tienen dos habitaciones, un pequeño espacio para cocinar y un bañito. El colegio, la verdad sea dicha, está muy bien, es muy completo.  La vida, aparentemente, transcurre con placidez. Claro que, a primera vista, no se distingue el miedo que aún llevan en el cuerpo los niños que ves jugar en la calle, o las ojeras de los que se pasan la noche sin pegar ojo por lo cerca que se oyen los tiros.

No voy a extenderme más en describir mi experiencia en el campo porque fue una visita destinada a la realización de un reportaje. Por la misma razón no subo las fotos que tomé allí. Ya se sabrá más en su día.

Ahmad Ajjan: anfitrión, chef, psicólogo, amigo y salvador. / © Lola Hierro.

Mi vuelta a Gaziantep fue de noche, en silencio, intentando asimilar todo lo que había visto, lo bueno y lo menos bueno. El resto del tiempo, la verdad, lo he pasado en casa de Ahmad. Tenía mucho que escribir y mucho en lo que pensar, así que me vino fenomenal quedarme en ese maravilloso refugio con un cuarto para mi sola, una ducha caliente, una montaña de lahmacun,  wifi interminable y, lo mejor, alguien dispuesto a escuchar y a conversar. Gracias, Ahmadito, nunca te agradeceré lo suficiente lo buen anfitrión/chef/profe de inglés-árabe/psicólogo/amigo que has sido conmigo.

10 respuestas a «Turquía VIII – Los refugiados de Kilis»

  1. photohumanismoocio

    hola yo estoy viajando a turquia desde argentina en mayo de este año, no tengo ningun contacto alli para ir al campo de refugiados, soy fotografa, quisiera saber como contacto algun guia.gracias

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  4. Maci

    Hola, como te va ? muy interesante tu experiencia… me puedes decir como puedo solicitar el permiso para visitar algún campo de refugiados,

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    • Lola Hierro Autor de la entrada

      Hola Maci. El permiso lo otorga el Gobierno de Turquia. Lo que puedo decirte es que debes ponerte en contacto con ellos a través de la embajada turca en tu país. Allí te darán información más específica sobre los pasos que debes dar. Un saludo!

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