Kerry, el verdadero anillo para gobernarnos a todos

Porque te embruja hasta el punto de querer quedarte para siempre en él. Y no con él, porque no es un objeto sino un lugar. Es el Anillo de Kerry, en el condado del mismo nombre, al suroeste de Irlanda. Killarney, donde me encuentro, es el lugar desde el que salen todas las excursiones para recorrerlo. Se puede ir en autobús turístico, con las desventajas que eso supone: no pararte donde y cuando quieres, no estar a tu aire. Si puedes y quieres, alquila un coche y tendrás libertad total.

El anillo de Kerry es un recorrido circular de 170 kilómetros que pasa por pueblos grandes y pequeños, costa, montaña, valles, ríos, puentes, cementerios, castillos abandonados… El viajero puede elegir qué ver y qué dejar de lado. Todo depende de los gustos de cada uno y del tiempo disponible.

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Nos adentramos. / © Lola Hierro

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Parece que hará buen día… / © Lola Hierro

Quiero que haga buen tiempo, quiero ver algo más allá de la niebla, y parece que vamos a tener suerte. Ya subidos en el coche, Andrés y yo emprendemos la ruta entre suaves lomas parduscas, sin tener muy claro qué se ve y dónde. No importa tanto el destino como el viaje en sí. Pronto averiguamos que estamos en el remoto Valle Negro, que se llama así porque fue el último lugar de Irlanda al que llegaron la electricidad y el teléfono. ¡Y eso no ocurrió hasta 1978! Ha salido el sol y, aunque el viento casi nos tira, conseguimos subirnos a varias rocas y hacernos fotos en medio de un paisaje salvaje y solitario. La soledad será el denominador común de esta aventura celta: apenas encontraremos algunos paisanos por el camino, y ni un solo turista hasta llegar a ciudades grandes como Galway y Dublín.

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Bienvenidos al valle negro. / © Lola Hierro

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Carreteras sinuosas entre valles olvidados. / © Lola Hierro

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Riachuelos de repente. / © Lola Hierro

Es difícil realizar esta travesía por el anillo si no dispones de mucho tiempo porque a cada minuto encuentras una razón por la que detenerte y salir del coche a corretear, a hacer fotos, a explorar… Hemos decidido ir sin guía de viajes y sin mapa, no sabemos qué nos va a asaltar en el camino y solo pararemos cuando haya algo que llame nuestra atención, sin importar que sea famoso, turístico o tenga una pegatina de Lonely Planet o Trip Advisor.

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Y ni un alma. / © Lola Hierro

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Por ahí a lo lejos igual hay vida. / © Lola Hierro

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La salida al mar. / © Lola Hierro

Así llegamos a Kenmare, un pueblo pintoresco de casas bajas y comercios de estilo retro, de poco más de 1.600 habitantes.  Es muy agradable pasear por él, pero no nos quedamos con su iglesia ni con sus callejuelas, sino que nos concentramos en buscar su reclamo más interesante: un círculo de piedras de origen celta. Y sí, damos con él, escondido al final de un sendero y en el interior de unos altísimos y tupidos pinos que lo protegen de miradas indiscretas. El momento merece la pena porque, justo cuando damos con él, las nubes se apartan y el sol nos alumbra con muchísima intensidad. Y el día cambia por completo.

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Kenmare, qué bonito. / © Lola Hierro

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Tiendas retro. / © Lola Hierro

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La iglesia, muy rebonita. / © Lola Hierro

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Por dentro. / © Lola Hierro

Pertenece a la edad de Bronce (2,200 – 500 antes de Cristo) y era utilizado con fines religiosos, para realizar rituales. El círculo es grande, de hecho es el mayor del sur de Irlanda: unos 17 metros en su punto más ancho y 15 en el más estrecho, leemos en alguna parte. Está compuesto por 14 cantos rodados y un dolmen muy bajito central en la que nos sentamos para hacernos fotos. Nos sentimos un poco vándalos, pero lo cierto es que no encontramos ningún cartel que lo prohíba. Estamos completamente solos y en silencio. Algo hay en el ambiente que nos hace pensar que hemos saltado a una dimensión onírica.

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El círculo de piedras. / © Lola Hierro

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Un antiguo puente. / © Lola Hierro

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Y otro que debía ser igual de antiguo o casi… / © Lola Hierro

Engullimos kilómetros de carretera huyendo de la lluvia; en realidad hace tan buen tiempo que podemos olvidarnos de la bufanda y del gorro, no así del abrigo, claro, recordemos que es Irlanda y es noviembre. Pero la ausencia de nubes nos hace estar casi seguros de que encontraremos una puesta de sol espectacular en alguna playa. El problema es que ignoramos en cuál. La carretera discurre próxima a la costa pero no hay manera de desviarse.

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Vuelta a la carretera y manta. / © Lola Hierro

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Nunca sabemos dónde acabaremos. / © Lola Hierro

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Y, de repente, una cascada. / © Lola Hierro

De repente, vemos un coche parado junto al arcén y un caminito de tierra que baja, muy estrecho, entre árboles. Paramos para explorar. Bajamos, bajamos, bajamos y, de golpe, llegamos a una cala solitaria en la que apenas se distingue la arena porque todo el suelo está cubierto de conchas de moluscos, sobre todo de mejillones. El sol ha empezado a descender y deja en el agua reflejos plateados. Cuando tomas una foto, la luz se refracta y hace que toda la imagen se llene de círculos de colores. Junto a la playa hay una isla minúscula y, en lo alto de ella, un árbol solitario desafía al agua del mar, que aún no lo ha logrado secar, no ha conseguido llegar hasta él. Con la marea baja es sencillo llegar a esta isla a pie, quizá dentro de unas horas ya no sea posible.

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¡Y la playa! / © Lola Hierro

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El sol baja y buscamos una buena puesta. / © Lola Hierro

El atardecer prosigue a su ritmo y pensamos que debe haber algún lugar más para otear una buena puesta de sol; hay que volver al coche. A los pocos kilómetros, cuando la hora ya es crítica, obtenemos nuestra recompensa: una playa rosa.

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¡Bingo! / © Lola Hierro

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Precioso atardecer. / © Lola Hierro

Es rosa, es violeta, es fucsia, es naranja. Es todos esos colores brillando sobre la arena mojada, que no hace otra cosa que reflejar el cielo, vestido de gala para nosotros. No hay manera de moverse de allí, ni siquiera somos capaces de decirnos nada porque la vista nos ha quitado hasta el aliento. Tomamos fotos y no sabemos hacia donde disparar, no hay manera de contener todo ese espectáculo en una imagen. Nos inmortalizamos a nosotros mismos en formato selfie y también posado, pues ese recuerdo debe quedarnos para los restos. Hacemos bromas, pintamos en la arena, celebramos nuestra amistad sin saber muy bien por qué. No sabíamos que una puesta de sol pudiera emborracharnos. Nos quedamos allí hasta que anochece y todos esos colores se convierten en un azul oscuro casi negro para el cielo y un gris plata para el mar. Ya no importa si Irlanda no nos concede más días de sol porque el de hoy ha merecido la pena por todo el viaje.

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Nuestros nombres, en la arena. / © Lola Hierro

Aún un poco ebrios de entusiasmo volvemos al coche con la misión de encontrar un lugar donde dormir. La carretera no está iluminada, solamente nos guían nuestros propios faros. No hay vida en las casas, no nos cruzamos con ningún otro vehículo. Todo es silencio. Avanzamos en busca de cobijo y comida durante una media hora hasta que llegamos a un pueblo llamado Waterville. En verano está a rebosar de turistas, dice Internet. También cuenta que es famoso desde que en él pasara Charles Chaplin muchas vacaciones. La villa, en gratitud por haberlo puesto en el mapa, erigió una estatua en su honor en pleno paseo marítimo. La oficina de turismo, cerrada a cal y canto, guarda diversos souvenir relacionados con el personaje. Son muy tentadores para los turistas que pasan por allí cuando hace buen tiempo. Pero hoy no hay ni un alma. Ha empezado a llover copiosamente y no tenemos a donde ir. En la calle principal distinguimos una única luz, titilante, de un bed and breakfast que hace las veces de pub y de restaurante. O al revés. El calor de la chimenea nos da la bienvenida y nos hacemos ilusiones con quedarnos allí a cenar, a dormir, a vivir… Pero el precio: 70 euros una habitación doble, nos asusta. Y nos damos media vuelta, cansados y hambrientos, en busca de una opción más adecuada a nuestro presupuesto.

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Waterville, súper nublada . / © Lola Hierro

Calles para arriba, calles para abajo… Recorremos Waterville de norte a sur y de este a oeste, llamamos a todas las puertas junto a las que hay un cartel de bed and breakfast y no tenemos éxito. O no abren, o abren pero no admiten huéspedes porque están oficialmente cerrados, o el precio es aún más elevado. Un buen rato después, y ya de noche cerrada, volvemos con el rabo entre las piernas a nuestra primera opción y asumimos que hay que vaciar el bolsillo.

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Y mañana, un poco más. / © Lola Hierro

Esa noche tenemos una habitación con calefacción y una ducha maravillosa de la que sale abundantísima agua bien caliente, nada que ver con nuestra pintoresca pero nada acogedora casa en medio del campo de Killarney. Cenamos los sándwiches y la fruta que uno lleva en la mochila siempre que viaja, escribimos, vemos las fotos del día, hablamos… Y caemos rendidos. Solo llevamos un día de viaje y estamos agotados. Creo que Irlanda va a dar mucho de sí.

6 respuestas a «Kerry, el verdadero anillo para gobernarnos a todos»

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