Nakuru, no te esperaba pero gracias

A veces una pasa por crisis de creatividad. Sobre todo cuando no tiene tiempo para escribir y cuando no sabe qué quiere contar. Prefiero saber las historias de otros, describir las escenas que ocurren delante de mí y dejar en cada relato un recuerdo de todas esas experiencias para que no se me olviden jamás. Me gusta llenar estas páginas virtuales de nombres y de historias que no son las mías, pero a veces no puedo. No puedo porque esas personas y esos testimonios no llegan, no me da tiempo a encontrarlos, a conocerlos. Si viajas aprisa, ocurre esto. Descubres que tu día a día se reduce a llegar-alojarte-comer-pasear-cenar-dormir-levantarte-transportarte-llegar-alojarte… Y así, en bucle. Y eso es un peñazo que no me interesa recordar ni a mí.

Han transcurrido dos meses desde que pasé mis vacaciones en Kenia y Uganda. Fueron 30 días justos yendo de aquí para allá. En unos sitios me lo pasé mejor y en otros, peor. En ninguno mal, en realidad. Pero algunos no cundieron como yo esperaba. La razón, otra vez, el tiempo, o la falta de él. Demasiadas horas en autobuses, pocas en tierra, conociendo gente, sin más. Cada destino hubiera dado para quedarse un mes.

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Vamos, que nos vamos. Un garaje en Nakuru. / © Lola Hierro

Y en Nakuru, la cuarta ciudad más grande de Kenia, acabé por accidente. Por culpa de las prisas, que en África no sirven para nada. Pole pole, se dice en suajili. Despacio, despacio, significa. Cuando salí de Naivasha, tenía prisa por llegar a Uganda cuanto antes porque era un país que no había visto nunca y quería exprimir al máximo. Pero las cosas no funcionan así por estas latitudes.

Madrugamos mucho y dejamos nuestro idílico camping a orillas de lago Naivasha  para coger el primer matatu que pasara por delante de la puerta de nuestro camping para llegar a la estación de autobuses de la ciudad del mismo nombre. Y este, milagrosamente, se dio bien. En la susodicha estación pasó lo que suele pasar: el trasporte a Nakuru debía salir tal que a las 9.30 de la mañana. Eran las 9.20. «¡Qué bien, llegamos justo a tiempo!», pensé. Pero cuando el vendedor de billetes me aseguró que me da tiempo a desayunar en la cafetería de enfrente, sospeché. ¿Diez minutos para un desayuno? Con la parsimonia que tienen en general en Kenia y en los restaurantes/bares/demás sitios del comer en particular, no las tenía todas conmigo. Aún así entré, pedí… y 40 minutos después nos sirvieron la comanda.

Desayuné tranquila, el autobús salió con casi dos horas de retraso. Y, por tanto, llegamos a Nakuru dos horas después de lo que yo esperaba. Y todos los autocares grandes que desde allí enfilaban derechos a Uganda ya no estaban. Preguntamos en una agencia, en otra, en otra… Lo más temprano: las siete y media de la tarde. Suerte que dimos con Rose en nuestra búsqueda.

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Hoteles con encanto en Nakuru. / © Lola Hierro

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Gente maja de Nakuru. / © Lola Hierro

Rose es una de esas personas que conoces de viaje, generalmente de forma fugaz, pero que te alegras de haber visto y te acuerdas para siempre de ella. Era la taquillera de la empresa de autobuses que elegimos para ir a Kampala, capital de Uganda. Un viaje de casi doce horas por menos dinero que el resto que habíamos visto: unos 1500 chelines, creo recordar. Decidimos salir más tarde para aprovechar a dormir durante el viaje y llegar a nuestro destino de día. Aterrizar en una ciudad a las tantas de la madrugada no suele ser buen negocio ni en África ni en ninguna otra parte. Rose fue muy amable y se ocupó de dejar nuestros billetes bien atados.

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La vida en la ciudad. / © Lola Hierro

¿Y qué se hace en una ciudad en la que no planeabas estar cuando tienes 12 horas por delante? En Nakuru, poca cosa. Rose nos hizo el favor de guardar nuestras pesadas mochilas y, ya liberados de una carga tan molesta, nos preguntamos a dónde ir, qué hacer… En esta ciudad, en realidad hay poca cosa porque toda la oferta turística se concentra en el Parque Nacional del Lago Nakuru, que es ese que sale llenito de flamencos rosas en todas las fotos de turismo de Kenia. Pero ni tiempo, ni dinero. En Internet vimos que se podía visitar una casa colonial a bastantes kilómetros de distancia. No me convenció.

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Paseando por un polígono industrial desconocido. / © Lola Hierro

Paseamos por los puestos de artesanía de una de las vías principales y descubrimos que esta es una buena ciudad para comprar recuerdos. Los tenderos de los puestos de souvenirs tienen ganas de hablar siempre, y de venderte lo que sea, de paso. Un recorrido que no debía durar más de 15 minutos se convirtió en casi  una hora de chácharas con unos y otros: con el que te quería enseñar a pintar las figuras de animales que luego vendía, el que quería que te compraras unas sandalias de cuentas de colores al estilo masai, la que te intentaba encalomar una estatua de madera de un metro de alto e insistía en que te la mandaba a casa por correo aéreo… Y todos, todos, al final solo pedían un rato de charla cuando veían que no ibas a comprar nada.

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Polígono en el que había más hoteles con encanto. / © Lola Hierro

Así, curioseando un poco y buscando algo que hacer, dimos con el lugar que ha hizo que mereciera la pena esta parada forzada. Es muy desconocido y está escondido en algo que se parece a un polígono industrial donde las únicas personas que se ven son trabajadores en talleres diversos, camioneros con sus camiones  y poco más. Pero en realidad es fácil llegar caminando. Es un taller y tienda de artesanía hecha con muchísimo gusto, se llama Krafty ArtZ y, por lo que contaban los pocos viajeros que han llegado hasta él, merece una visita.

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¿Qué hay tras este portón? / © Lola Hierro

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Un pavo real gigante nos da la bienvenida. / © Lola Hierro

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Termos, tazas y teteras secándose al sol. / © Lola Hierro

Cuando atraviesas el enorme portón azul, el feo paisaje de polígono industrial cambia por un bonito jardín donde lo primero que uno ve son una infinidad de tazas esmaltadas de muchos colores secándose al sol. Krafty Artz es un pequeño taller donde unos 60 artistas kenianos trabajan creando preciosas piezas de artesanía, todas hechas a mano. Fabrican de todo: artículos de cocina, de decoración, textiles, de papelería, accesorios para mascotas, juguetes, adornos de navidad, lámparas, jabones… Allí están, trabajando sus ocho horas diarias en un proceso en el que cada uno tiene un papel muy concreto. Si hablamos de una bandeja, hay un carpintero que diseña las piezas y las talla. Hay otro que la pinta de azul, otro que barniza y otro que dibuja sobre ella una cebra, por ejemplo, con todas sus rayas bien trazadas con mucho mimo una a una.

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Ebanistas fabricando las piezas de unas bandejas. / © Lola Hierro

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Este señor pintaba a mano animalitos de toda clase. Un artista. / © Lola Hierro

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Pintando detalles en cajas de cerillas de madera. / © Lola Hierro

Visitar la tienda y el taller es gratis y no es obligatorio comprar nada, aunque uno difícilmente se resiste. Cuando llegamos, una señora llamada Pepe Shaw nos acompañó a hacer un recorrido por todas las instalaciones, y así vi todos los procesos de fabricación de distintos artículos: por una parte, los que se pintan a mano, como los juguetes o las tazas. Por otro, los que llevan impresiones en sus diseños, como las telas.

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Llaveros y jabones, en la tienda de Krafty ArtZ. / © Lola Hierro

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Tazas, el producto estrella. / © Lola Hierro

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La dependienta de la tienda y un montón de artículos preciosos. Los quiero todos. / © Lola Hierro

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Hola! He aquí un selfie artístico. / © Lola Hierro

Pepe Shaw es la dueña del negocio. A pesar de que en español su nombre es de chico, ella es una mujer estadounidense. Llegó a Kenia con su marido en 2008 y compró la fábrica, que llevaba abierta desde 1990 aunque no había tenido mucho éxito hasta entonces. Apenas se fabricaban cuatro cosas, según nos contó. Pepe tomó las riendas y en cinco años el negocio mejoró sustancialmente. Multiplicaron los empleados y la producción, y comenzaron a vender sus productos por todo Kenia, incluidos los principales aeropuertos, y Reino Unido. Hoy día también se pueden adquirir por internet y te los mandan a casa.

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Dando una capa de pintura negra. / © Lola Hierro

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Pintando tazas. / © Lola Hierro

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Tazas que quedan así. / © Lola Hierro

A veces, lo inesperado es lo que hace que el día merezca la pena. Creo que si hubiera ido a Nakuru con la visita organizada y estudiada no habría pasado del lago y de los flamencos. No habría conocido esta tiendecita llena de tesoros, ni a sus currantes. Ya no recuerdo sus nombres, eran muchos y mi memoria es como la de Dori. Pero recuerdo qué hacían mientras conversábamos.

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Señoras lijando como si no hubiera un mañana. / © Lola Hierro

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Esta señora, muy simpática, nos enseñó cómo se hacía. / © Lola Hierro

Recuerdo al chico joven que pintaba las rayas de las cebras, recuerdo a las dos señoras que pintaban de rojo unas tazas metálicas. Recuerdo la habitación con el fuerte olor a barniz donde trabajaban otros tres empleados, y recuerdo al otro chico con mascarilla que era experto en una técnica que da textura a la pintura. Nos lo enseño con una bandeja (parece que solo hacían bandejas, pero no, ha sido casualidad): mojaba una brocha en un mejunje y salpicaba con ella la superficie a decorar. En vez de pintarla más, lo que hacía era disolver un poco los lugares donde caían las gotas. Pero sin borrar del todo la pintura. El efecto, precioso. También recuerdo a otra señora muy seria que lijaba lo que luego serían cajitas de cerillas de madera. Pero, al final, me sonrió.

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El artista de las texturas. / © Lola Hierro

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Barniz a caraperro. / © Lola Hierro

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Esta es la señora que al final me sonrió para la foto. / © Lola Hierro

Desde luego, esta visita no fue la única que mereció la pena en Nakuru. Con un día entero para vagabundear, nos dio tiempo a patear un rato la ciudad y respirarla un poco. Ese día hicimos una excepción y comimos en un restaurante occidental, de la famosa cadena Java Café. Y nos pusieron tanta comida que nos tuvimos que llevar la mitad en un táper porque no nos cabía.

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Vuelta a las calles de Nakuru. Y ahora, ¿dónde? / © Lola Hierro

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Taxi no, amigo. Taxi caro. / © Lola Hierro

Antes de que cayera el sol, descansamos un buen rato sobre el césped de un parque en el centro de la ciudad. Una especie de Parque del Retiro en pequeño donde había familias con niños, grupos de amiguetes adolescentes y también un buen puñado de señores con traje y corbata tirados en la hierba, leyendo el periódico o simplemente echando el rato. Conocimos a un vendedor de helados que nos contó un rato su vida y nos dio una lección de fútbol español.

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El Retiro versión Nakuru. / © Lola Hierro

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A la gloriosa memoria de… nunca lo sabremos. / © Lola Hierro

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Paisano repanchingado en el césped, tan a gusto. / © Lola Hierro

Ya con los últimos rayos de sol corrimos a la oficina de la empresa de autobuses con la que íbamos a viajar, donde Rose ya no estaba, pero se había encargado de que su sustituto nos guardara las mochilas. Como era de esperar, salimos con retraso, casi dos horas en las que nos dio tiempo a aburrirnos muchísimo. Y lo peor estaba por llegar: la noche que pasamos en ese autobús, con cruce de frontera incluido, fue de las que una quiere olvidar. Pero esa ya es otra historia.

Otros capítulos de este viaje

*Sigue este enlace para ver todas mis fotos de Nakuru

6 respuestas a «Nakuru, no te esperaba pero gracias»

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