LA ISLA DE LA LIBERTAD

Ayyyy, esta es una de las historietas que más ganas tenía de escribir, y al mismo tiempo es una sobre la que menos tengo que contar porque es muy sencilla, muy fácil, muy asequible… Es una historia que me gusta también porque responde a esos planes buenos, bonitos y baratos que los lectores pedís a veces. No siempre tengo respuestas para todos, pero esta vez sí. Este capítulo es un ejemplo de una idea de esas para todos los bolsillos, que saben a paz, a libertad verdadera y a soledad, lejos de las multitudes, de los que te dan tiempo para estar a tu aire.

Eso sí: quienes quieran apuntarse a esta aventurilla de las que no salen en la Lonely Planet (o sí salen pero con letra pequeña) tienen que viajar hasta Uganda, eso es una condición un poco especial, ya sé. Pero para aquellos que llegan a este país africano y que no tienen los 800 euros de rigor para pagarse una excursión a ver gorilas (quién pudiera…), esta es una buena alternativa de muy bajo coste y en un entorno precioso. Eso sí: los sibaritas y tiquismiquis, mejor que no se apunten.

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Así han sido todas mis puestas de sol en el lago Victoria. / © Lola Hierro

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También he tenido atardeceres rosas. Todo paz y libertad. / © Lola Hierro

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Aquí, haciendo el tonto con el temporizador de la cámara. / © Lola Hierro

Al grano: estoy hablando de irse a visitar las Islas Ssese y, en concreto, la isla de Bugala, que es la que yo he conocido. Es un poco difícil verlas todas, porque no son unas pocas como las Canarias o Baleares. Las Ssese forman un archipiélago de 84 islas en el lago Victoria, la mayor superficie de agua dulce de África y el segundo de todo el mundo. Tan grande que parece el mar porque no ves nunca el otro extremo.

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¡Todos al barco! / © Lola Hierro

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Echando el ratillo en el ferry. / © Lola Hierro

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Vacaciones en el mar. / © Lola Hierro

Y, precisamente, para llegar a Bugala tienes que cruzar esta superficie acuática, claro. La mejor manera es cogiendo un ferry desde la localidad portuaria de Entebbe, a 35 kilómetros de la capital ugandesa, Kampala. El barco, grandote y un poco destartalado a primera vista, sale a las dos de la tarde y tarda tres horas y media en llegar. Parece un plomo de travesía, pero nada más lejos de la realidad: es una maravilla cruzar una porción de este lago tan a gusto en tu butaca, mirando por la ventanilla kilómetros de agua hasta que se te pierde la vista en el horizonte, o desde la cubierta, donde a veces las olas te salpica un poco. A mí me gusta mucho navegar en cualquier medio de transporte, será por eso que disfruté el trayecto. El ferry es cómodo y barato. Tiene dos clases y la superior es muy barata, unos tres euros al cambio, y tiene cafetería donde sirven de comer y de beber. Ya el inicio del viaje es una delicia.

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Gente esperando el ferry en Bugala. / © Lola Hierro

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Curiosos y traviesos. / © Lola Hierro

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Barcos de pescadores en una isla que intuyo muy verde. / © Lola Hierro

Luego llegas, y encuentras a un montón de personas esperando en el muelle. La mayoría pertenecen a los hoteles de la isla, pero también hay pescadores, familiares y amigos que esperan la llegada de algún ser querido, curiosos… No conozco muy bien la oferta de Bugala, nosotros teníamos claro lo que queríamos: un pedazo de tierra donde nos dejaran acampar. Hay varios alojamientos que se encuentran al pie mismo del lago y ofrecen esa posibilidad. Nosotros nos dejamos llevar por las buenas críticas y nos quedamos con uno llamado Ssese Islands Beach Hotel. No habíamos hecho una reserva previa, pero cuando vimos a una chica muy bien vestida con una pancarta anunciando ese hotel, le preguntamos cómo llegar y con las mismas nos metió en una furgoneta y un chófer muy simpático nos llevó hasta la puerta misma de la recepción.

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Así es el sitio donde acampamos. / © Lola Hierro

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Con esta puesta de sol, ¿quién se pone a armar la tienda? / © Lola Hierro

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Nuestra tienda de campaña está debajo del árbol. / © Lola Hierro

Se nos dio bien el viaje porque con todo el ir y venir, subirse y bajarse del ferry, encontrar el sitio donde dormir y arreglar el precio y demás, nos vimos por fin libres para plantar nuestra tienda de campaña justo antes de la puesta de sol. Acertamos de pleno con este sitio: debió vivir su época de esplendor en los años noventa, y se ve que necesita un buen lavado de cara. Pero, eh, teníamos una explanada de hierba inmensísima que moría en la orilla misma del lago. En total, unos 300 metros de costa lacustre solo para nosotros dos. Los baños, también para nuestro único uso y disfrute. ¡El mundo es mío! De verdad, costó un trabajo inmenso no mandar a hacer gárgaras la tienda de campaña y ponerse a hacer fotos a la puesta de sol que, mira qué casualidad, caía justo al otro lado del agua, en nuestro horizonte.

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¡El mundo es mío! / © J. A. Cerván

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Las libélulas están por todas partes. / © Lola Hierro

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A última hora, mi playa desierta. / © Lola Hierro

Desde el mismo momento en que la tienda estuvo lista y todos los bártulos guardados, decidí ser y sentirme libre de verdad, despreocuparme de todo. Me descalcé, me acerqué al agua rodeada de un enjambre de libélulas que y a me acompañaría las 24 horas y ya solo pude mirar y admirar la inmensa bola de fuego que tenía ante mí, ese típico sol africano de las fotos y las películas que luego una no siempre se encuentra. Durante los tres días siguientes nos dedicamos a dormir, comer, pasear, ver pelis en el ordenador al abrigo de nuestros sacos de dormir, contar estrellas, hacer fotos de amaneceres y atardeceres, explorar la isla… Ya está. No necesito nada más para ser feliz. Durante esos días, nuestra humilde carpa verde fue mejor que el hotel más lujoso del mundo, y el paisaje que veía cada día al abrir los ojos, mejor que cualquier cosa que me encontrar en televisión o en internet.

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Paseos por el lago. Se pueden contratar excursiones. / © Lola Hierro

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El centinela del hotel cuya única misión fue cuidar de nosotros… No había nadie más. / © Lola Hierro

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Un ave autóctona, pensativa en el lago Victoria. / © Lola Hierro

Hablando de explorar la isla: explorarla, lo que se dice explorarla, la exploramos poco. Es muy grande, así que sin transporte a motor es difícil moverse por ahí. Y que estaba muy vaga, qué narices… Pero un día sí que decidimos espabilar y salir a ver mundo por allí, así que cogimos una moto taxi y subimos colinas arriba hasta Kalangala, la capital de Bugala. Cabe mencionar que los motoristas de estos lares van sobrados de confianza y cogen las curvas y las cuestas con una alegría que asusta. Yo creí morir varias veces durante el trayecto, sobre todo a la vuelta, cuando íbamos cuesta abajo y el paisano apagaba el motor y dejaba que nos deslizáramos los tres a toda velocidad por la carretera. Y sí, los tres. En Europa es algo prohibido y respetado lo de no ir más de dos en moto pero en el África que yo conozco no solo es lo habitual sino que negarse a hacerlo es como de ser un poco señoritingo. Lo mismo que si toca llevar una gallina, una cabra o diez toneladas de cualquier artículo que se le pase a uno por la cabeza.

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Desde lo alto de la colina donde está Kalangala se ve así. / © Lola Hierro

En fin, vuelvo a Kalangala, que es la capital de la isla de Bugala. Cuando digo capital, que nadie imagine una ciudad con rascacielos y aceras. Nada más lejos. Kalangala es una alegre calle principal de arena de unos dos kilómetros a cuyos lados hay casuchas de una sola planta de ladrillo con tejados de uralita. La mayoría son comercios y frente a ellos se ve a sus dueños realizando las actividades más diversas: desde planchar un traje a freír batata. No hay alumbrado público, no hay alcantarillado, ni edificios, ni nada que recuerde a una ciudad. Hay niños, como en todas partes, hay gallinas sueltas, hay oficios de los que ya apenas se ven en Europa. Como muchos ya se habrán imaginado, la pesca es la principal actividad económica de las Ssese, pero también viven de la agricultura y del turismo.

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La Gran Vía de Kalangala. / © Lola Hierro

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Carteles de ONG y demás instituciones presentes. / © Lola Hierro

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Un estudio de fotografía. / © Lola Hierro

A ambos lados de esta vía principal existen otras secundarias, también de arena claro, que se pierden en la espesura. No he dicho, por cierto, que esta isla es muy verde y frondosa, está cubierta de selva tropical. Si uno se aventura a caminar sin rumbo por estas veredas, descubrirá una tímida vida de pueblo, muy dispersa, muy discreta. Discreta es también la casa del VIH, una edificación más moderna y de mejor calidad donde se monitorea la incidencia de esta epidemia, se realizan diagnósticos y se proporcionan tratamientos. Porque esta es la cara oscura de Uganda y, sobre todo, de las Ssese, pues esta es la región del país con mayor número de seropositivos del país: el 27% de la población según datos de 2012, una cifra que cuadruplica la media nacional. Por fortuna, un proyecto puesto en marcha hace unos años está reduciendo esta cifra lentamente.

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Casitas entre plataneros. / © Lola Hierro

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Pescadores, uno de los colectivos con más VIH. / © Lola Hierro

Desgracias aparte, lo cierto es que merece la pena explorar y perderse por aquí. Porque es muy entretenido dar una vuelta y ver a qué se dedica la gente en un lugar tan apartado del mundo, por ejemplo. Así nos ocurrió en una tienda en la que paramos para comprar unas cervezas y unas palomitas de maíz recién hechas. En principio no íbamos a quedarnos, pero ya no recuerdo cómo fue la cosa, si es que alguien nos dio conversación o algo llamó nuestra atención o simplemente quisimos sentarnos un rato a la sombra del toldo para descansar y coger aire, pues ese día apretaba el calor. A los pocos segundos se nos acercó un hombre entrado en años y con evidentes signos de estar borracho como una cuba. Un beodo gracioso, divertido, que intentaba contarnos algo pero no podía ni vocalizar. Luego se le unió otro que también cantaba y bailaba, y otro más, todos con sus sacos de licor, que es un formato para beber que en España yo no he visto. La verdad, estos hombres eran inofensivos, los pobres, y lo pasamos muy bien con ellos intentando comprender qué nos contaban y participando de las risas y los bailes.

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Uno de nuestros amigos de Kalangala, un poco bebido estaba. / © Lola Hierro

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Otro de los borrachines, empinando el codo. / © Lola Hierro

Ojo, la máxima no se aplica a las actividades acuáticas. Y esta es la mala noticia, porque las playas son tan bonitas y el agua tan cristalina y apetecible que dan muchas ganas de pegarse un remojón. Aunque allá cualquiera dice que no hay peligro en bañarse en el lago, no es recomendable porque cabe la posibilidad de contraer esquistosomiasis, una enfermedad infecciosa. Por no hablar de los cocodrilos y los hipopótamos. Yo no los he visto pero haberlos, haylos, como las migas.

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Aves paseando de buena mañana. / © Lola Hierro

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Parece la playa. / © Lola Hierro

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Sensación de volar, de libertad, en la orilla del lago. / © J. A. Cerván

Fueron apenas tres días de descanso y relax frente al lago Victoria, un lugar que yo nunca pensé que fuera a ver con mis propios ojos, pero ahí estuvo, tan hermoso y tan tranquilo, cobijándome durante mis días de vacaciones. Exprimí al máximo todas las días y sus noches, todos los momentos de paz y silencio, porque es algo de lo que cada vez es más difícil disfrutar. Pero ahí está y seguirá él para quien quiera un rincón de paz.

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No me canso de fotografiar puestas de sol. / © Lola Hierro

Otros capítulos de este viaje:

*Sigue este enlace para ver todas mis fotos de las islas Ssese

7 respuestas a «LA ISLA DE LA LIBERTAD»

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  4. Emilio Fernández soriello

    Me fascinan tus historias, tan reales y a la vez tan alejadas de esa idea q parece que se empeñan en hacernos creer, de miseria, muerte, tristeza y espanto, que también habrá, presupuesto. Pero leerte es reconfortante. Me encanta. Un saludo.

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