La costa más solitaria del mundo

Vuelvo a estas fotos y las veo todas grises. Cementerios, carreteras, ríos, mares y casas, todo es lo mismo. Y pese al frío que me transmiten las imágenes, me cuesta escribir en medio de este caluroso Madrid del mes de julio sobre ese clima, sobre la melancolía y el silencio de la costa de la península de Iveragh, hundida en el sur irlandés. No llevé un cuaderno de notas en esa ocasión, pero sí que se quedaron millones de recuerdos prendidos de mi cámara de fotos, no tanto de mi memoria, que cada día es peor.

Aquellos días irlandeses en la costa más solitaria del mundo trajeron sosiego a mi alma, tiempo y espacio para la reflexión. Y para el debate, claro, porque Andrés, mi compañero de aventuras en esas latitudes, no me dio cuartel y me obligó, como un psicólogo terco, a exprimirme el coco en busca de respuestas. Las respuestas sonaron a libertad cuando llegaron. Y, precisamente, comenzaron a dejarse ver frente a las furiosas olas que chocan en los puertos de Portmagee y de Knightstown, entre las solemnes cruces celtas del camposanto de Derrynane, tras los muros del imponente castillo en ruinas de Ballycarbery, donde me pegué un golpetazo en lo alto de la coronilla contra un techo de piedra demasiado bajo y demasiado duro. No perdí el sentido de milagro, pero creo que ahí sí se me fue definitivamente la cabeza. De esos momentos me acuerdo bien.

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Carreteras casi desiertas. / © Lola Hierro

 

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Brumosa y solitaria, así es la costa de Irlanda. / © Lola Hierro

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Castillos de propiedad privada en medio de la carretera. Yo no lo abandonaría. / © Lola Hierro

Leía hoy un texto maravilloso de Leila Guerriero en el que describe qué es una crónica viajera y qué no es. No es una extensión de una guía de viajes, y sí es —o debe ser— fijarse en lo que es invisible, descubrir algo nuevo en lo que otros ya miraron antes que tú. Es observar y escuchar mucho, hablar poco. ¡Caramba! ¡Cuánto charlamos Andrés y yo esos días! Pero cuánto callamos, también. Callamos al recorrer las carreteras solitarias, abandonadas, absortos en el paisaje. Al detenernos en playas y acantilados abandonados para llenarnos los pulmones de brisa marina. Supongo que para los lugareños no tiene nada del otro mundo. A nosotros nos envolvía la niebla constantemente, y casi era un juego adivinar qué había detrás de tanta bruma.

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Parada para respirar. / © Lola Hierro

 

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El cementerio de la iglesia baptista de San Juan en Kilmore. / © Lola Hierro

Se nos acabaron los días de luz antes de salir del Anillo de Kerry, donde solo unas horas antes habíamos disfrutado de una puesta de sol de mil colores. La mañana del día siguiente todo eran charcos y viento y luto. Una playa cercana a Portmagee parecía un cementerio de ballenas. No eran tales en realidad, eran barcas de pescadores volteadas, con sus barrigas verdes y azules mirando al cielo. Ellas y una vaca despistada fueron las únicas que nos dieron la bienvenida, porque ni el agua del mar se movió.

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Nuestra amiga la vaca. / © Lola Hierro

 

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Las ballenas. / © Lola Hierro

Por allí encontramos una piedra en el camino, pero no de las que hacen daño sino de las que te alegran la vida porque son raras y porque te emocionan. Dos metros y 2.500 años de antiguedad ante tus ojos cohibidos por tanta antiguedad. Es la piedra de Ogham, y cuando la tienes delante casi puedes ver las manos que hace tantos siglos la colocaron allí. Y piensas en lo joven que eres tú y lo viejo que es el mundo. Da vértigo.

Ogham, una piedra realmente vieja. / © Lola Hierro

Hay pueblos en el sur solitario, pero no hay gente. En Knighstown, por ejemplo, dicen las guías de viaje que viven 156 habitantes. Pero yo solo recuerdo a la señora originaria de Malasia que atendía en la única tienda abierta de todo el pueblo. Esperaba diligente tras el mostrador, en un local antigüo, de techos muy altos y paredes cubiertas de estantes, atiborrados todos ellos de latas y productos alimentarios hasta tocar el artesonado superior. No recuerdo qué compré, sí me quedé con que ella me contaba que en invierno todo el mundo se iba a vivir a las ciudades y allí quedaban cuatro gatos. No hacía falta que lo jurase. Cuatro gatos y la bonita torreta roja con su reloj en el puerto, desde donde se ve la isla de Valentia, cuyo nombre me encanta. Valentia. Una mezcla de valiente y de Valentina, ¿no? Valientes deben ser sus vecinos, pues este es uno de los puntos habitados más occidentales de Europa. Viven allá unas 650 personas en 11 kilómetros de largo por tres de ancho. Toda una heroicidad no morirse por el miedo a que una galerna terrible sumerja un día este pedazo de tierra.

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Cafeterías desiertas. / © Lola Hierro

 

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A lo lejos, ¿Valentia?. / © Lola Hierro

Valentia también se ve desde Portmagee, el pueblito donde pasamos una noche en un hostal humilde a precio de palacio imperial. De uno y de otro salen barcos para que los turistas visiten la isla, pero no en pleno noviembre. De Portmagee poco recuerdo además de mi hotel y de todas las puertas a las que llamamos la noche de nuestra llegada. Todas lucían el cartel de bed & breakfast, pero la mayoría no abrieron. En las que sí lo hicieron, asomaron la cabeza personas de edad madura que nos decían que estaban cerrados, fuera de temporada. «En África (así, en general) nos invitarían a entrar», recuerdo que le dije a Andrés.

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Portmagee, vacío. / © Lola Hierro

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Knightstown, igual. A lo lejos me parece ver presencia humana. / © Lola Hierro

Y no sé si fue en Portmagee o en Knightstown o en alguna otra población sureña donde entramos en un restaurante a comer algo caliente y nos dieron una sopa sabrosísima con pan negro. Sumidos en la penumbra de las lamparillas amarillentas y las paredes de madera rojiza y cuadros de nudos marineros, encontramos algunos parroquianos al abrigo de la chimenea, que daba un ambiente muy acogedor. En una esquina, un señor de pelo cano pasaba el rato concentrado en su ordenador portátil. Este fue nuestro único contacto con la civilización aquel día.

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La bonita torreta roja de Knightstown y su reloj. / © Lola Hierro

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Delicia. / © Lola Hierro

Casi encontramos más presencia humana en los cementerios. En el de la abadía de Derrynane, cuyos muertos miran al Atlántico (me parece un lugar privilegiado para descansar por toda la eternidad) o en cualquiera de los otros en los que nos detuvimos. No guardo nombres, ni cifras, ni historias. Son todos iguales: espacios verdes, repletos de cruces celtas y griegas, algunas muy profusamente labradas con motivos vegetales y otras más sobrias. Hay inquilinos recientes y hay otros que llevan allí muchísimos años, que son de otro siglo y, casi, de hace dos. Tan viejos que las letras son góticas. Y algunas lápidas han sido talladas en irlandés y no supimos qué pone en ellas. Y como suele ocurrir en todos los cementerios del mundo, descubres epitafios que te hacen reír, llorar y pensar. En memoria de Dale Dougherty. Valiente y hermosa, rezaba una. El hogar es el marinero. El hogar del mar. El hogar del cazador en la colina. (¿?)

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Descanso infinito con vistas al mar. / © Lola Hierro

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Antiquísimo cementerio. Las tumbas, como setas. / © Lola Hierro

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Una humilde cruz. / © Lola Hierro

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Tradición celta. / © Lola Hierro

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Ni idea. / © Lola Hierro

Querría acordarme de más detalles y escribir relatos que fueran útiles a otros viajeros. Este día no dio para más. Hice una foto al cartel informativo clavado ante el castillo de Ballycarbery para contar su historia aquí. Pero ahora escudriño la imagen y en esas diminutas letras pone algo de su construcción en 1398, de que pasó de los McCarthy a los O’Donell, (seguramente a las malas), algo de la superficie y de las dimensiones de sus torretas… Y me aburro.

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El castillo donde me dejé la crisma. / © Lola Hierro

Tiene razón Leila Guerriero, para esas cosas ya existen las guías e internet. Yo prefiero recordar que subimos corriendo por la colina sobre la que está asentado. Corriendo porque anochecía y allí no hay ni una luz. Que el suelo está cubierto de una hierba mullida y larguísima bajo la que hay mucho barro y que las botas se te hunden en él y te las manchas irremediablemente. Que cuando llegamos a la fortaleza, aunque parece que no se tiene en pie, nos pareció divertidísimo trepar por sus escalinatas rotas, agarrándonos a los ladrillos que más sobresalen de las paredes, las pocas que no están cubiertas de hiedra, hasta llegar a lo más alto. Nuestras madres nunca nos los hubieran permitido. Y que desde allí arriba se ve la inmensidad del mundo. Y que hay que tener mucho cuidado con la cabeza porque te la dejas si te descuidas, como ya he contado que me pasó a mí, que a fin de cuentas no soy más que una rubia despistada. Me dolió durante dos días.

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Y hasta aquí nos subimos. / © Lola Hierro

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Todo esto que ves, es mío. / © Lola Hierro

Pero con despistes, lluvia, rayos, truenos y centellas llegamos a encontrar otra maravilla de cuento de hadas y duendes. De esta ni recordaba el nombre, ahora caigo en la cuenta de que me emocioné tanto con el escenario que olvidé preguntar dónde nos encontrábamos. Haciendo trampas (buscando en internet) doy con ella: la abadía de Muckross, y doy también con datos, los datos que como periodista siempre busco y con los que aliño mis artículos, es deformación profesional: es el primer monasterio fue fundado por un santo en el siglo VI, pero las ruinas que hoy podemos ver son del XV. Los monjes franciscanos que la habitaban fueron expulsados en 1650 por las fuerzas de Cromwell, el cementerio anexo se sigue usando hoy en día pese a que está un poco descuidado…

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Así es llegar a Muckross. / © Lola Hierro

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Al aire libre. / © Lola Hierro

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El árbol que crece y crece. / © Lola Hierro

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Laberintos. / © Lola Hierro

Yo, mientras escribo esto, me siento una guía de esas que van con paraguas y megáfono y una ristra de extranjeros con palos de selfie detrás. Por suerte, Muckross nos recibió prácticamente vacía a nosotros dos. Poca gente se aventuró a visitarla en un día tan frío y mojado. No sé por qué nadie ha contado que en el centro del claustro crece un árbol que parece estar a punto de tocar el cielo. Que la abadía no tiene techo y cuando llueve se mojan los suelos, los muros y las lápidas de piedra blanca y entonces todo se vuelve nacarado y es muy hermoso. Aunque mis fotos han salido ocres, supongo que tiene que ver con la luz. Que aunque está en ruinas, aún le quedan en pie los suficientes muros, pasillos, escalinatas y salas como para perderse y jugar al escondite. Que cuando sales de ella no se acaba la diversión porque, a unos metros de allí, existe un frondoso bosque que en fechas invernales ya no conserva las hojas pero todas ellas, rojas, doradas, parduscas…, alfombran el suelo, se quedan allí. Que huele a tierra mojada, que el viento se deja oír y que todo eso es una fiesta para los sentidos. Y, si aún tienes fuerzas, hay un rincón al que no sé ni cómo se llega donde hay unas cascadas saltarinas muy interesantes. Ahora me pregunto cómo demonios nos dio tiempo a ver tanto en un solo día.

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Cementerio al uso. / © Lola Hierro

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Suelos rojizos. / © Lola Hierro

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Cascada saltarina. / © Lola Hierro

Y así es como, al final, han venido a mi cabeza todos los recuerdos de aquellos días en la costa más solitaria del mundo. Que es verdad que muchos estaban a salvo en mis fotografías, pero otros han surgido de repente, como un conejo del sombrero de un mago.

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La vista de la doncella. / © Lola Hierro

De todos, uno de los que se agarra con más fuerza a mi memoria es el escenario que nos despidió cuando dimos la vuelta completa a este Ring of Kerry. Lady’s View se llama, y por su nombre y su aspecto merecería haber sido incluido en un libro como El señor de los anillos o similar. Menos mal que Andrés me obligó a bajar del coche. No quería ni parar porque era tarde, hacía frio, estaba cansada y quería llegar a alguna parte a descansar. Pero Andrés detuvo el vehículo y no hizo falta que dijera nada. Apenas unos minutos para inmortalizar en la retina y en la cámara las montañas y los lagos del Parque Nacional de Killarney, las nubes, la luz… Unos minutos para tener claro que estás en el lugar adecuado, en el momento adecuado, y que sí, que tienes que lograr que la vida, tu vida, tenga muchos días así.

5 respuestas a «La costa más solitaria del mundo»

  1. Pingback: Kerry, el verdadero anillo para gobernarnos a todos | Reportera nómada

  2. Pedro

    Esta entrada es preciosa. Una maravilla leerla, todo lo que transmite y lo bien que está escrita.
    Muchas gracias por estas genialidades que tenemos la suerte de encontrarnos los que te leemos.

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  3. Gustavo Prieto

    Personalmente me gustan las crónicas viajeras personales. Está bien meter algún dato, pero al final, como bien dices todo eso ya está en las guías y wikipedias. Lo interesante es leer el cabezazo contra la roca, que os costara encontrar B&B y la deliciosa sopa. 😉

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    • Lola Hierro Autor de la entrada

      Gracias Gustavo! pues sí, para mí vale más saber de las pequeñas anécdotas que no se encuentran en ninguna otra parte más que en la experiencia viajera, jeje. Y lo del cabezazo… dios, menos mal que no hay vídeo de eso. Vaya leche!

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