HE SOÑADO CON MI PUEBLO AFRICANO

La chica de ciudad nunca había tenido un pueblo. Cuando era pequeña, todos los niños se iban en verano al suyo y a la vuelta, en el inicio del curso escolar, traían historias de sus peñas, sus fiestas, sus primeros novios y novias… Ella no; aunque sus abuelos son de distintos puntos de España, en ninguno sentía ningún arraigo, pues sus veranos siempre eran muy dispares: a veces en uno, a veces en otro, a veces en un destino nuevo… Esto también tiene sus cosas buenas, piensa ella. Al menos ha visto mundo.

Quería tener un pueblo. Ella es una chica de ciudad. De capital grande, de vivir el barullo del centro, de luces brillantes, de comercios abiertos 24 horas, de asfalto, de saberse de memoria el mapa de metro y de dormirse como un bebé pese al ruido del tráfico y las sirenas de ambulancias/bomberos/policía. Es, además, periodista. Y trabaja en un medio grande y en un puesto que requiere mucha atención constante. Vive enganchada a la tecnología, a las pantallas de ordenador, a las redes sociales, a las alertas del teléfono, ¡a dos teléfonos a falta de uno! A la lectura y escritura eternas, a estímulos visuales y sonoros, a la última hora, a las noticias rápidas y a los reportajes de fondo, a las portadas de los diarios, a que no se le pase nada, como si fuera un guardameta parando balones 24 horas al día, siete días a la semana.

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Caminos de mi pueblo africano. / © Lola Hierro

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Calles y transporte. / © Lola Hierro

Y últimamente viaja a menudo, con lo cual pasa muchos ratos en aviones, aeropuertos y hoteles, pero poco en su casa, una buhardilla que adora y que es su refugio. Le da pena que nunca está lo suficiente como para aburrirse de ella. Su nevera suele estar vacía y, cuando la llena de comida, se le acaba caducando toda porque ni tiempo saca para cocinarla y comérsela.

Por eso quería un pueblo. La chica de ciudad necesitaba uno donde la vida transcurriese más despacio, donde estuviera a salvo de todos esos estímulos que la agotan intelectual y emocionalmente. Necesitaba bajar de la montaña rusa en la que vive subida desde ni sabe cuándo. Así que, cuando le dieron vacaciones, se dijo: «me voy a buscar un lugar para estar tranquila».

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La calle principal . / © Lola Hierro

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Amigas de la frutería del pueblo. / © Lola Hierro

En uno de sus viajes a África, un continente que ella ama y está loca por descubrir de cabo a rabo, se había fijado en un pueblito con muchas posibilidades. En pleno Sahel, apartado de todo, a tres horas de la carretera más cercana, sin electricidad, sin calles asfaltadas y con una malísima conexión a internet, tan mala que a veces la población pasaba días y semanas enteras incomunicada.  Ese sería su pueblo africano. Ni corta ni perezosa buscó un vuelo y allí se plantó. ¡Cuántas cosas estaba por descubrir!

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De noche apenas hay luces. / © Lola Hierro

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Un carro tirado por burros. / © Lola Hierro

Quería paz durante esos días. Pidió a sus compañeros de trabajo, amigos y familia que no contaran con ella, que se iba a desconectar del mundo. Y, durante un tiempo, así lo hizo: el ratón de ciudad se convirtió en un ratón de campo y tuvo oportunidad de hacer una pausa.

Durante ese tiempo desaparecieron preocupaciones como leer las noticias o atender los correos electrónicos, pero surgieron otras. Por ejemplo: obtener agua. Porque en este pueblo se corta el suministro desde las ocho de la tarde hasta las diez de la mañana del día siguiente, así que hay que almacenarla para asuntos tan importantes como beber, cocinar y ducharse. Lo de ducharse no es una cuestión de higiene, sino de supervivencia: en primavera la temperatura alcanza los 43 grados. Con una humedad del 3%, cualquiera imaginará el horno en el que se vive allí. Y sin aire acondicionado, claro.

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En la puerta de la carnicería. / © Lola Hierro

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Un chaval lleva ruedas de bici a saber dónde. / © Lola Hierro

La casita en la que han acogido a esta ratona de campo es una de las mejores del pueblo, porque es de una ONG que trabaja allí. Tienen electricidad gracias a paneles solares, y por eso se pueden permitir un par de ventiladores en el salón, pero por supuesto no hay aire acondicionado. Así, las duchas son indispensables para no morirse de calor. Y por eso, la chica se pone como loca a llenar cubos y cubos con la manguera del patio en cuanto vuelve el agua. Por si acaso se marcha sin avisar. Y se ha dado cuenta de que es una floja, que tanta zumba y tanto gimnasio no le valen para mucho porque apenas puede cargar con esos pesados baldes desde el patio hasta el baño de la casa, y se tambalea tanto que derrama la mitad por el camino. Se pregunta cómo se las arreglarán todas esas mujeres que ella ha visto tantas veces en sus viajes para no volverse locas transportando litros y litros sobre sus cabezas a diario, durante kilómetros a veces, y en muchos casos con un niño a la espalda.

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Niños jugando en una bomba de agua. / © Lola Hierro

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Madre e hija… La niña me tenía miedo. / © Lola Hierro

Esto de remojarse continuamente le ha hecho darse cuenta de que le sobran la mayoría de bártulos que utiliza habitualmente. Es muy incómodo ponerse y quitarse toda la ropa cada vez que una quiere refrescarse y también aplicarse todos y cada uno de los potingues para la piel, el pelo y la cara que a diario, en la ciudad, sí que utiliza. Poco a poco, vuelve a lo básico y destierra la espuma del pelo, el suavizante, las cremas hidratantes, la antiarrugas... Total, con echarse un poco de jabón por encima ya va una limpia. Y con la ropa lo mismo: apenas un par de vestidos muy simples. Y siempre que puede, va descalza, aunque solo puede por la casa y el patio ya que en la calle se pincha los pies y le duelen. Una no está acostumbrada. Pero se siente muy libre sin depender de tantos productos y piensa que vivimos convencidos de que necesitamos un montón de cosas que, en realidad, no son tan importantes.

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Un paisano agarra a su carnero de un cuerno. / © Lola Hierro

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Frutería. / © Lola Hierro

Más allá del pequeño inconveniente de la falta de agua y del calor, no hay nada más que suponga un problema. Más bien son circunstancias nuevas a las que una chica de ciudad no está muy habituada. Pero le gustan. Es raro no tener internet. Por primera vez en muchísimo tiempo, descubre el placer de leer un libro o ver una película sin prisas y pensando en lo siguiente que tiene que hacer cuando acabe, o de simplemente tumbarse en un sofá y hacer… nada. ¿Qué has hecho esta mañana? le preguntan los chicos de la ONG cuando vuelven de su trabajo en el campo. Y ella, medio avergonzada, responde: «Nada…». Ni un libro, ni una película, ni coger un bolígrafo… Nada. Solo tumbarse, mirar hacia el techo con las manos en la barriga y ponerse a pensar en cosas, algunas más tontas y otras menos. Y así, hasta que se duerme, como un jubilado.

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Niños guapos de mi pueblo africano. / © Lola Hierro

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Un burro descansa muy a gusto en la calle principal del pueblo. / © Lola Hierro

Una actividad que le encanta es salir a pasear. Lo haría todo el tiempo si el calor no fuera tan agobiante. Pero pese a todo, sí se escapa unas cuantas veces. Un día decidió dar un paseo ella sola, a ver a dónde llegaba. Caminaba y caminaba sin rumbo, mirando a su alrededor distraídamente. A última hora de la tarde el sol no molesta apenas pero ese día soplaba un viento muy caliente que quemaba la piel. Se cruzó con una caravana formada por varios carros de burros, algo un poco extraño en este pueblo donde apenas hay movimiento y, por supuesto, casi nada de vehículos a motor más allá de unas cuantas motos. Allí todo el mundo se mueve en bicicleta, en carro o a pie. Esa tarde quería ver una puesta de sol pero una neblina pardusca tapaba el cielo, no hubo suerte. A cambio cruzó cultivos, árboles, vacas escuálidas, alguna que otra piara de cerdos y docenas de casas de adobe y paja, muy humildes por fuera, muy ricas en calor de hogar.

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En bici. / © Lola Hierro

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De paseo con las vacas. / © Lola Hierro

Otro día se fue a ver cómo los muchachos jugaban al fútbol en una pista cercana. Las niñas del pueblo se quedaban con ella y, como no tenían otra pelota, decidieron que bailarían. Al principio no iba muy bien la cosa: la chica de ciudad creía que las pequeñas conocerían los éxitos africanos que ella lleva en el móvil, pero no gustaron mucho. Quién le iba a decir que lo que iba a poner a las chiquillas como locas eran las canciones de Shakira, la danza Kuduro y  el Everybody needs somebody de los Blues Brothers. Bueno, al final se divirtieron mucho.

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Todas las niñas querían ponerse rubias. / © Lola Hierro

 

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Puesto de comida callejera. / © Lola Hierro

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Un ejército de sinvergüenzas. / © Lola Hierro

Hasta en un pueblo enano hay acontecimientos de gran magnitud. Como el día que Modest llegó lloriqueando con la cabeza partida a la casa de los cooperantes. Modest tiene 10 años y es el hijo de Georgette, la señora que limpia la vivienda. Resulta que este pueblo está lleno a rebosar de mangos, y en esta época del año los niños se entretienen tirando piedras a los árboles para que caigan los frutos. En esas estaban el chico y sus amigos cuando una de las piedras le cayó en toda la coronilla y se la abrió. La chica de ciudad cogió al niño y se lo llevó al centro de salud volando. El diagnóstico y tratamiento fueron inmediatos: brecha en la cabeza y puntos de sutura.

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Modest después de que le dieran puntos. / © Lola Hierro

Pobre Modest, cuánto lloró. Se portó como un valiente todo el tiempo: le rasuraron, le pincharon con una jeringuilla gordísima en toda la cabeza, le cosieron con una aguja en forma de garfio bien gorda… El niño lloraba en silencio y apretaba la mano de la chica de ciudad, que se hacía la valiente y le decía que eso no era nada con una mezcla de francés, bambara y gestos. Y por dentro muriéndose de la aprensión porque ella no está acostumbrada a esas barbaridades. Es que es ver una gota de sangre y marearse. Pero bueno, había que aguantar el tipo por el niño. La historia acabó bien: cuando el doctor terminó de coser a Modest, volvieron a la casa y ella le dio un batido de chocolate y unas galletas para que se recuperara del mal rato. Fue mágico: a la media hora estaba de nuevo en el campo jugando los amigos.

Otro día hicieron una barbacoa. Pero en ese pueblo africano no hay súper mercado para comprar la carne, no. Ni siquiera una tienda. Las tiendas, de hecho, son puestos formados por cuatro palos de madera y una cubierta de paja o de uralita. La comida llegó viva: los cooperantes compraron un cerdo de 15 kilos nada menos e hicieron la matanza con más gente del pueblo que les ayudó. La chica se quedó en casa… Una nunca estará preparada para determinadas cosas. Eso sí, luego salió estupendamente: comieron un montón y no solo ellos, pues invitaron a varios amigos y compañeros de trabajo. Todo un festín.

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Idriss y su esposa, amigos del pueblo. / © Lola Hierro

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La barbacoa. / © Lola Hierro

También ocurrió al revés: en una ocasión, uno de los parroquianos del único bar que hay en el pueblo invitó a los extranjeros, los chicos y la chica, a cenar a su casa, en otra aldea. Hasta allá que se fueron con la furgoneta por un camino que no habían recorrido antes ninguno de ellos. Se sorprendieron porque era más verde de lo que uno está acostumbrado a ver por allí en esa época del año. Y fue muy bonito recorrerlo porque todo era silencio: el suyo era el único automóvil por esa vereda de arena rojiza, como tantos otros caminos africanos, y fuera parecía que el mundo se había detenido. Se cruzaron con apenas diez personas en media hora de trayecto.

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De visita al otro pueblo. / © Lola Hierro

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Construcciones tradicionales. / © Lola Hierro

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Esta niña no se atrevió a tocarme. / © Lola Hierro

La visita fue inolvidable: la aldea es muy pintoresca, parecida a otras de los alrededores, llena de vida, de niños que lloran y corren despavoridos cuando ven a los visitantes porque quizá es la primera vez en su corta existencia que se han topado con una gente de color blanco y pelo rubio. Sin duda, lo mejor de esa noche fue la cena: la esposa del anfitrión cocinó un pollo con vegetales y patatas fritas que supo a gloria a los extranjeros. De hecho, para la chica de ciudad ese plato se ha convertido en lo más delicioso que ha probado en el país.

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La artista que hizo la mejor cena de todo Malí. / © Lola Hierro

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Esta niña lloraba porque yo le daba miedo. Detrás, su madre se partía de risa. / © Lola Hierro

 

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La mejor cena del mundo. / © Lola Hierro

Hay hasta tiempo para ir de compras, en concreto a la tienda de Papa, el sastre, que es de Costa de Marfil pero vive allí. Los chicos de la ONG le han encargado unas cuantas camisas a medida con las telas más llamativas que han podido encontrar. Y han quedado perfectas, ellos las lucen con mucho orgullo y piensan que serán la envidia de todos los hypsters de España. La chica de ciudad, animada por el éxito, escogió una tela y pidió una falda, una cinta para el pelo y un vestido. Las dos primeras prendas quedaron muy bien. La tercera… bueno, digamos que Papa sabe hacer vestidos para caderas de africana y la chica de ciudad no lo llenará en la vida.

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La sastrería de Papa. / © Lola Hierro

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Papa, muy concentrado, cosiendo una camisa. / © Lola Hierro

Y, cómo no, el acontecimiento estrella es el día del mercado, que en este pueblo es cada sábado. A la chica de ciudad no le gustan nada las multitudes, es su talón de Aquiles pese a haberse criado en una gran urbe. Pero no podía perderse el mercado así que se armó de valor y se sumergió en ese mundo de colores, olores, sabores, calor y polvo, muchísimo polvo. Eso era un sálvese quien pueda. A más de 40 grados y con cinco personas por metro cuadrado es difícil no perder la paciencia… o la vida. Hay que esquivar niñas con bandejas de fruta en la cabeza, señoras con bebés a cuestas, señores que transportan carretillas, cuerdas que sostienen lonas a la altura del cuello, cabras que buscan escapatoria a una muerte segura…

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Día de mercado: jaleo. / © Lola Hierro

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Color y más color en el mercado. / © Lola Hierro

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Dos cabras temiéndose su destino. / © Lola Hierro

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La carnicería… muy rojo todo. / © Lola Hierro

Todo esto transcurre en un espacio atiborrado de puestos de toda clase de productos: frutas, verduras, condimentos, carne (qué pedazos tan gigantescos de carne, madre mía…), panes, pescado seco, hierbas desconocidas… Y también cacharros como cazuelas, cuchillos, huchas de hojalata, palanganas y cubos de plástico, bisutería mala y adornos para el pelo de las mujeres, carretillas, ruedas, telas de miles de estampados y colores diferentes, artefactos variados de carpintería y ferretería… Imposible definir semejante horror vacuii de mercancías.  De hecho, ese mercado merecería un relato para él solo.

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Artesanos del hierro. / © Lola Hierro

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Señoras vendiendo sus productos en el mercado. / © Lola Hierro

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Una espía entre las telas. / © Lola Hierro

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Descargando una cabra viva de un autobús. / © Lola Hierro

Calor en la ropa, calor en la piel, calor en el viento, calor en el agua. Caminos de tierra roja. Saludar en bambara y que no le salga bien. Señores y mujeres que se ríen de sus dificultades pero son amables y cariñosos. Vacas flacas. Cerdos gordos. Los cachorrillos de la perra de las monjas que viven al lado. Niños que regalan mangos. Niñas que le cogen de la mano por la calle y acarician su pelo, sorprendidas por el color rubio. Mirar el termómetro para comprobar la temperatura. Mirarlo otra vez y ver que no ha bajado. Cambiar la vista hacia las estrellas y quedarse así hasta caer dormida. Desayunos, comidas, cenas en el porche. Celebrar que ha vuelto el agua. Ducharse una, dos, mil veces. Leer con el sonido del ventilador de fondo. La penumbra de la hora de la siesta en el sofá.  Descubrir que ha visto tantas lagartijas que ya no le dan miedo. Descubrir que con las ratas y las cucarachas no ocurre lo mismo. Rezar para que no aparezca ninguna de esas dos especies malditas. Pensar que está cogiendo mucho cariño a sus nuevos amigos y a su nuevo pueblo… Pensar que no se quiere mover nunca de allí. Y despertarse.

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Ratón de campo. / © Lola Hierro

La chica de ciudad se despierta en su buhardilla, en su escritorio. Mira a su alrededor, se descubre con el pijama de invierno, hasta siente un poco de frío. Escucha las sirenas de las ambulancias/bomberos/policía. Bebe un vaso del agua que sale del grifo, de la que llega sola sin tener que ir a buscarla. Piensa que igual ha soñado que tenía un pueblo africano donde pasaba muchísimo calor pero no le importaba porque se sentía muy feliz con todo lo demás. Se fija en sus pies y su manos, que están pintados con la henna de una niña de 15 años maliense que trabajó durante cuatro horas para adornarla así. Entonces es que no, no lo ha soñado. La chica de ciudad ya tiene un pueblo, un pueblo africano.

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Mis nuevos pies. / © Lola Hierro

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Mis nuevas manos. / © J.A.C.


OTROS TEXTOS SOBRE MALÍ

Relatos publicados en Reportera Nómada: 

Reportajes y artículos publicados en El País:

Artículos publicados en el blog África no es un país:

Galerías de fotos en Flickr

20 respuestas a «HE SOÑADO CON MI PUEBLO AFRICANO»

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    • Jesús Alfonso Gallego Moreno

      Querida Lola. No sé si me recordarás. Soy el médico con el que compartiste recuerdos del hospital de Gambo de Etiopía hace ya aproximadamente un año en este tu blog.
      Decirte que me ha encantando tu entrada y he disfrutado un montón leyéndola. Tanto las fotos, como sobre todo lo que cuentas. Me he sentido totalmente identificado, salvo en los dos primeros párrafos, pues yo sí nací en un pueblo, grande, pero pueblo, al fin y al cabo.
      Querría abusar de tu amabilidad y pedirte si podría, al divulgar tu entrada en mi red de Facebook y Twitter podérsela dedicar a mi mujer y mi cuñada, pues esos dos primeros párrafos me han recordado un montón a ellas. En espera que me des tu conformidad, empiezo a divulgarlas de forma normal.
      Encantado de volver a poder hablar contigo, aunque sea a través de este medio.
      Un abrazo.

      Responder
      • Lola Hierro Autor de la entrada

        Hola! Claro que me acuerdo de ti, qué alegría leerte!
        Muchísimas gracias por tus palabras, por supuesto que puedes compartir la entrada donde quieras, para mí es un honor.
        Pasa por aquí a visitarme cuando puedas y escríbeme, me encanta saber de ti y que quienes me leeis alguna vez me digáis qué os parece.
        Un besote!!

        Responder
  9. su

    Precioso relato, Lola . yo me he quedado hace poco sin pueblo, porque vendieron la casa de mis abuelxs y me han entrado unas ganas inmensas de conocer el tuyo. Un besazo y sigue contándonos pedacitos de tus historias.

    Responder

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