Crónicas etíopes (III): Crisis de valores

Estás dormida. Un leve traqueteo, un olor. Abres los ojos y no ves nada conocido. No estás en casa, sino en un todo terreno que circula a gran velocidad por una carretera bien asfaltada y sin tráfico. Arriba, el cielo, muy azul a esa hora del día. Abajo, dorados campos de cereales y campesinos cosechando sin descanso. Y algún árbol de vez en cuando. Subo una foto a Instagram y una amiga me dice que parece Cuenca. Quizá, pero es Etiopía. Y es lo primero que ves del África rural en toda tu vida.

Pasan las horas dentro del coche, donde también viajan dos misioneros italianos y un conductor local. Recuerdas que Etiopía es el país con mayor índice de mortalidad por accidentes de tráfico. Dejas de pensar en eso. En un silencio a veces interrumpido por algún comentario esporádico llega la tarde y la puesta de sol, que no es grande y naranja como una imaginaba, sino rosa. Las últimas luces del día tiñen de plata y oro los campos, y hay miles de fotos increíbles ahí afuera, donde los jornaleros tiran de sus burros y las mujeres recorren trabajosamente los márgenes de la carretera cargadas con bidones de agua o fardos de leña.

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Campos de Castilla… digo, de Etiopía.

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Sí, son camellos.

Es noche cerrada cuando llego a mi destino, un hospital olvidado en lo profundo de un bosque a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar. Pero no estoy enferma; aparezco por allí para contar una historia: la de unos hombres y mujeres que se baten el cobre a diario con pocos recursos pero muchas ideas para salvar vidas de las garras de algunas de las enfermedades que más miedo da oír: la tuberculosis, el sida, la lepra… y la peor de todas, la más absurda a mi juicio: el hambre, un hambre que existe aún hoy en este mundo híper desarrollado donde, en una ciudad, un niño tiene sobrepeso porque le alimentan más de lo que necesita y en otra, a unos cuantos miles de kilómetros, otro se muere en brazos de su madre cuando ya solo es un saco de huesos, unos ojos hundidos y un cráneo deforme.

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Una mamá con sus dos hijos en pediatría.

Pero esa noche en la que yo llego no imagino todavía lo que voy a ver aquí. Solo sé que estoy sucia, cansada y hambrienta. Por eso, cuando entro en una cálida habitación donde un grupo de cooperantes italianos me ofrece sentarme a su mesa, se me abre el cielo. Puré de calabaza con caracoles de pasta, algo de carne, ensalada, fruta, café… La mesa de Francisco, el director del centro, es sencilla pero abundante. Se lo dije en su momento y se lo vuelvo a decir aquí, por si alguna vez me lee: no puedo estar más agradecida por haber hecho sentir como en casa a esta reportera solitaria y medio perdida en un país, un continente y un episodio de su vida tan nuevos y desconcertantes.

Es él quien me lleva a esa pradera cuajada de casitas donde dormiré los siguientes días, y es entonces cuando conozco a Rosa María y Carmen, valenciana y catalana, ambas enfermeras, que forman parte del equipo de un reconocido cirujano ortopédico, Francisco Lorente. Ellas son mis segundas salvadoras esa noche porque me invitan a entrar a su hogar mientras mis futuras compañeras llegan. Me dan un té caliente que entra solo porque allí refresca a esas horas y hasta chocolate me ofrecen. Y me cuentan mil cosas que nunca reproduciré porque quedamos en que era una conversación y no una entrevista. Charlamos y charlamos hasta que llegan Carol 1, Carol 2 y Olga: residente, enfermera y doctora respectivamente, todas unos pocos años por encima o por debajo de mí. Y en el salón de las dos últimas me acoplo durante los siguientes días.

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Olga ausculta a una chica con tuberculosis.

Ellas y otras voluntarias como Amada o Cristina o María me descubren el día a día en el hospital, un sitio para mí tan ajeno pero que para ellas es ahora su casa. Entablamos amistad y me transmiten sus opiniones, proyectos y quejas pero, por encima de todo, me contagian su amor y su compromiso por lo que están haciendo. Maravilla observarlas en silencio cuando trabajan, el cariño con el que tratan a cada paciente y la seriedad con la que abordan cada pequeño o gran inconveniente diario en un lugar donde los recursos no abundan y hay que usar la imaginación desde que uno se levanta hasta que se acuesta.

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Este bebido tenía bronquitis, pero tiró para adelante.

Ellas no tratan con enfermos de catarro, precisamente; su día a día transcurre entre leprosos, tuberculosos o seropositivos. A más de uno en casa le daría repelús acercarse a alguno de estos pacientes porque vivimos en una burbuja donde el miedo suele ser más fuerte que el sentido común. Aquí esto no va así. Olga se protege con una mascarilla adecuada y visita a todos los hombres y mujeres de la planta de tuberculosis, tanto los que contagian como los que no. Carol cura las úlceras de los leprosos día sí y día también, pero no solo eso. Es su amiga y les abraza, les cuida… Se preocupa.

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Olga con Sarah, a quien salvó la vida.

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Carol, con una de sus pacientes de la leprosería.

Las veo y me hacen sentir orgullosa de mi gente. Nos dicen que en España somos unos vagos, que somos unos ninis, unos fiesteros… y otras mil lindezas. Pero yo veo a unas mujeres que podían haber decidido llevar una vida más facilona y cómoda en sus ciudades con sus familias, novios, amigos y mascotas, con sus comodidades, sus noches de fiesta y todo lo demás. Pero no. Están lejos de casa, en un lugar donde ni siquiera hay cobertura para llamar por teléfono a una madre o a un marido, donde muchos días ni hay luz, de hecho. Se tiran meses aquí y ven morir a muchas personas cuyas vidas podrían haberse salvado si hubieran nacido en el otro hemisferio. Y ni siquiera cobran por este trabajo, es más, llegan hasta aquí por sus medios, pagan su manutención y todo el tiempo que pasan en Etiopía es tiempo en el que han dejado de percibir un sueldo porque cogen excedencias en sus trabajos o porque, simplemente, no los tienen. Esas mujeres se implican con cada paciente como si fuera lo único que en ese momento les importara en el mundo. No les han visto antes ni les volverán a ver cuando salgan de la clínica. Si les va bien o mal en la vida, ellas no lo sabrán, pero no importa: allí están ellas rompiéndose el coco para mantener con vida a un bebé con neumonía o para evitar a toda costa la amputación del pie de un hombre cuyas úlceras no cierran.

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Una paciente de la leprosería, súper guapa en la foto.

Yo las miro, luego miro a los niños esqueléticos que están ingresados y me acabo sintiendo mal. Dicen mis allegados que es normal y me intentan animar diciendo que mi trabajo también es importante, pero yo no lo tengo tan claro. En estos días, sobre todo una vez he salido del hospital y empiezo a masticar todo lo que he visto, reconozco que sufro una crisis de identidad, o de valores, o las dos a la vez.

Esto es un poco demasiado; estoy emocionalmente exhausta y eso que aún no he visto casi nada de este país y que, de lo visto, mucho es muy bueno. Pero lo malo quema. Ya me lo preguntaba en otro texto hace meses y lo vuelvo a hacer ahora: ¿Cómo se las arreglan los periodistas que van a guerras abiertas y ven a tanta muerte, destrucción y sinsentido? ¿Cómo no se vuelve locos? ¿Cómo no tienen ganas de llorar todo el día? No sé cómo se vive luego con esos recuerdos, no sé cómo se logra ser feliz con la vida privilegiada que le ha tocado a uno sabiendo que en otro lugar pasan cosas tan terribles.

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Sala de maternidad. Hay pocos recursos, pero son dignos.

Creo que cada vez me cuesta más, que en vez de hacerme la coraza más dura, me voy desgastando. Son muchas cosas terribles las que ocurren en el mundo y no puedo hacer nada por remediarlas. Yo llego, husmeo, escribo una historieta que nadie se leerá o que servirá solo para atragantar el desayuno a alguien durante cinco minutos antes de olvidarse para siempre de ella. Y luego regreso a mi zona de confort, a mi hotel, a mi casa… Los protagonistas, se quedan, y yo me voy sin haber conseguido que cambie nada. Un médico salva una vida, un ingeniero hace un pozo y lleva agua, un maestro enseña a leer a un niño. Pero, ¿qué hago yo? ¿Alguien me puede recordar por qué el periodismo era tan necesario? Me siento mala persona.

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Un médico etíope enseña a los leprosos cómo lavarse los pies para que les hagan las curas.

Las mujeres víctimas de trata que conocí en Almería, los niños de los campos de refugiados sirios, los inmigrantes africanos de Melilla, estos enfermos de Etiopía ahora… Una vez que haya escrito mi reportaje, no volveré a saber de ellos y, aunque quisiera, tampoco puedo ayudarlos a todos, solo soy yo. No puedo arreglar el mundo, pero me siento un poco cómplice de lo mal que va todo en el momento en que apago la cámara, cierro la libreta y me doy media vuelta.

Veo a los niños de las calles de Addis, tan sucios y hambrientos, a los que no tienen ni un gramo de carne en este hospital o a las niñas que no van al cole porque las ponen a trabajar a los cinco años y las casan con 13 y siento unas ganas terribles de abrazar a mis sobrinos, Seydi y Panchita, y de dar gracias a dios, al guionista, a la Pacha Mama o a la estadística porque están bien, porque tienen zapatos y tantas otras cosas que les hacen falta.

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Dos de los niños que prácticamente viven por el hospital.

No sé si realmente pongo de mi parte con mi trabajo. ¿Para qué sirven los reportajes? Para ponerlos en Facebook, que me digan que qué bien escribo y ya está. No puede ser así. Hay que ayudar más, todo el mundo debe hacer más. Nadie debería sentarse a la mesa a comer como un sátrapa mientras haya un solo niño muriéndose de hambre. Muriendo literalmente. Que están tan débiles que ni llorar pueden, ni succionar el biberón siquiera. Y escribo esto desde una mullida cama con sábanas limpias y la tripa llena después de haber cenado. ¡Qué hipocresía, por dios!

PD: No sé si alguna de las personas que conocí en el hospital de las montañas pasará alguna vez por este blog. Si tú eres una de ellas, desde aquí te quiero dar las gracias más enormes del mundo por toda la colaboración y la paciencia que tuviste conmigo para que pudiera escribir mi reportaje pero, sobre todo, por todo lo que tú y el resto de voluntarios me habéis transmitido durante mis días con vosotros: amor, dedicación, profesionalidad, compromiso, sensibilidad… No voy a olvidar nunca la lección de humanidad que me habéis dado.

22 respuestas a «Crónicas etíopes (III): Crisis de valores»

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  11. Xabier

    Cuando estoy enfermo y aburrido de guardar cama suelo sentir que necesito tener la luz encendida, que me reconforta. El periodismo ejerce esa misma labor en mi humilde opinión, es esa pequeña luz que reconforta en este mundo enfermo.

    Hablamos el martes!! sigo haciendo los deberes leyéndome cada palabra 😛

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  12. Daniel

    Lola! Poca gente es capaz de plasmar en palabras emociones y sensaciones tan complejas y contradictorias. Vos lo lográs y encima alcanzás la fibra sensible.

    Supongo que toda persona con un mínimo de humanidad se tiene que plantear en algún momento de su vida dilemas éticos como los que vos te planteás, sino no seríamos personas completas.

    Hay esperanza mientras haya gente como la que protagoniza tu relato.

    Una delicia leerte!

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    • Lola Hierro Autor de la entrada

      Muchas gracias Daniel, ya sabes que me hace ilusión encontrarme comentarios cuando abro el blog 🙂
      Ciertamente es una rallada cuando te planteas estos dilemas, pero creo que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad lo hace. Si no, es que son robots…

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  13. Laura

    Hola Lola, yo también he estado en Gambo. Me acabo de emocionar con lo que has escrito. Y sobre todo porque te entiendo. Yo fui para hacer de contable. Mientras el resto de cooperantes estaban con las personas, yo estaba delante de un ordenador. También sentía que no estaba haciendo nada. Pero mi labor era necesaria, como la tuya de informadora. No podemos cambiar las vidas, pero si podemos compartirlas. Yo me dejé un trozo de mi corazón allí, y me traje un montón de corazones conmigo. Yo veía un ordenador, pero al cerrarlo, veía personas. Las conocía, comía con ellas, visitaba los alrededores, me reía. Me paseaba por el hospital a ver mis compañeras. Y cada persona era una historia, un abrazo, una sonrisa. Y conocía a los pacientes por lo que mis compañeras me contaban. Hubieron momentos durísimos, pero sólo recuerdo lo bueno, y siempre estoy deseando volver. Un abrazo.

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    • Lola Hierro Autor de la entrada

      Hola Laura, una vez más te agradezco que te hayas pasado por aquí, no había visto este comentario hasta hoy! La verdad es que, de contable, de médico o de cocinera, creo que todos hacéis una gran labor en Gambo. Es por gente como vosotros que yo aún creo en el futuro de la humanidad, porque hay otras veces que me dan ganas de dedicarme a otra cosa. Luego os veo y me llenáis de ánimo 🙂

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  14. Jesús Alfonso Gallego Moreno

    Querida Lola. Yo estuve allí hace unos diez años. Fue sólo un mes. Era mi primer mes de vacaciones oficiales de mi primer contrato indefinido. Quise gastarlo en ayudar algo a los demás. La experiencia fue intensa. Soy médico, geriatra, de los que se dedican a los viejos. ¿Y que me ocurrió nada más llegar allí? Que el médico que se ocupaba del pabellón infantil estaba de baja, y yo tuve que cubrir su puesto. Hice todo lo posible. Cuando acababa la jornada laboral iba a la biblioteca para consultar sus libros, pues todo lo que había repasado los tres meses anteriores, preparándome para mi estancia allí no valía la pena.
    Quería comentarte esto porque he leído tu entrada. Me ha impresionado. Y sobre todo cuando dices que qué sentido tiene tu profesión. Que los médicos curamos a gente, los ingenieros hacen puentes, pero que tú ¿qué trascendencia tiene tu trabajo?
    Es la misma pregunta que me hacía yo, perdido en medio de las montañas de Etiopía, atendiendo un pabellón de pediatría cuando no era mi especialidad. Se lo consulte a Francisco y al enfermero que había entonces, creo que se llamaba José o Javier, no recuerdo bien. ¿Sabes lo que me contestaron?:
    «Jesús, ten en cuenta que, si tú no estuvieras aquí, lo que haces no lo haría nadie.»
    Y era verdad, lo que hice allí, para mi, con mi «conciencia» de primer mundo, servía de muy poca ayuda. Eso creía yo. Sin embargo, lo autenticamente importante es que eso que yo hacía, si no hubiera estado, se hubiera quedado sin hacer.
    Fue una de las lecciones más importantes que me traje de allí. Y procuro recordarla en los momentos, que no son pocos, en los que creo, como tú reflejas en esta entrada, que mi trabajo no vale la pena y que no sirve.
    Mira, gracias a tu trabajo, he vuelto a sentir la emoción de aquellos días. He relanzado tu relato a las redes sociales a las que pertenezco, esas tres de los iconos de abajo.
    Recuerda, la playa sería menos playa sin el grano de arena.
    Ya ves, tu relato, tu profesión sí tiene sentido.
    Un fuerte abrazo.

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    • Lola Hierro Autor de la entrada

      Jesús, me ha emocionado leerte, te doy mil gracias por haberte pasado por aquí y haberme dejado este mensaje ya que me anima mucho. Es muy duro cuando te das media vuelta y vuelves a tu vida cómoda, yo me siento mal. Me queda el consuelo de que si mis historias se difunden mucho, a lo mejor contribuyo a llevar más dinero, más personal y más actividad a Gambo. Y eso beneficiará a alguien, antes o después, espero. ¿No te apetece volver? Sería buenísimo, eh? 🙂 Un abrazo 🙂

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  15. Carmen

    Gracias Lola. Muchas gracias por hacer pública la labor humanitaria que tanta gente joven realiza en distintos lugares de nuestro mundo. Gracias, por hacernos sentir orgullosos de nuestro familiar directo, una de las protagonistas de tu relato. Y sobre todo, gracias, por airear, denunciar ly recordar la situación en la que viven tantas y tantas personas en este planeta de locos.

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    • Lola Hierro Autor de la entrada

      Gracias a ti por pasarte, Carmen. No me extraña que estéis orgullosos, no es para menos; yo que he sido testigo directo puedo asegurarte que tienen un mérito tremendo. Un fuerte abrazo 🙂

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  16. Iratxe

    Decía Kapuściński que “el verdadero periodismo es intencional… Se fija un objetivo e intenta provocar algún tipo de cambio. El deber de un periodista es informar, informar de manera que ayude a la humanidad y no fomentando el odio o la arrogancia. La noticia debe servir para aumentar el conocimiento del otro, el respeto del otro.»

    Tu objetivo es claro y tu ayuda, aunque ahora no lo creas, fundamental.

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