Apuntes de Zanzíbar (IV): Un plan diferente

Tengo comprobado que los planes improvisados son los mejores. Los momentos que recuerdo con más cariño de los días en Zanzíbar son aquellos en los que hice la guerra por mi cuenta, como cuando encontré en medio de la nada a un señor vendiendo cocos y decidí comprarle uno y echar el rato con él. Como preparar una cena precaria con productos de un supermercado local en la habitación del hotel. Y soplar una vela de cumpleaños hecha con un cartón enrollado. Como llegar casi por casualidad a una playa que no sale en ninguna guía, encontrar un merendero olvidado y desayunar allí un buen sandwich de Nutella, cortesía también del súper local. En Stonetown, capital de Zanzíbar, es complicado zafarte de los reclamos turísticos. Si bien perderse por sus calles es fácil y es una experiencia interesante, siempre expones a ser acosado por tipos que se ganan la vida vendiendo cosas a guiris: desde excursiones hasta discos de música, películas en dvd, collares o camisetas. Y así no hay quien se relaje.

Cazaturistas

Pescadores y cazaturistas. / L.H.

Ayudando a la dama

Unos turistas bajan de un barquito. / L.H.

Limpiando el barco

Un pescador limpia su barco al final del día. / L.H.

Cuando ya pensaba que no iba a poder perderme ni un ratito, viví uno de esos momentos únicos del viaje, de los que recuerdas siempre, de los que te hacen sentir libre. Que nadie se espere un relato súper original; no fue más que una bonita y sencilla tarde, un plan inesperado en un rincón desapercibido que ahora cuento para que otros viajeros, si tienen ocasión y les apetece, puedan repetir. El escenario fue en Prison Island.

La isla de los prisioneros

Su nombre real es Changuu, pero aún se la conoce como Prison Island. y es minúscula: solo 800 metros de largo por 230 de ancho. Allá por 1860 se utilizó como cárcel para esclavos rebeldes y en 1893 la compró el primer ministro británico de Zanzíbar (no olvidemos que esta era una colonia) y construyó un complejo penitenciario, pero finalmente ningún prisionero llegó nunca a habitarla. Otro de sus nombres es Isla de la Cuarentena porque desde 1923  sirvió para acoger a pacientes de fiebre amarilla y otras enfermedades contagiosas, aunque solo cumplió esta función durante año y medio. Desde entonces se convirtió en un popular destino turístico tanto para los zanzibareños como para los colonos británicos.  

Fachada con encanto

Antiguas instalaciones de Changuu. / L.H.

Hoy en día es enteramente de propiedad privada y en ella se ha construido un hotel de lujo con piscinas, pistas de tenis y un restaurante carísimo. Así, su principal, y yo diría único, interés es que acoge a un buen número de tortugas gigantes originarias de las islas Seychelles. Atraidos por esta curiosidad decidimos acercarnos.

Ancla a punto

Rumbo a Changuu. / L.H.

La playa de Prison Island

Unos pocos tanzanos bañándose en Changuu. / L.H.

Desde Stonetown es muy fácil realizar una excursión a Prison Island. Está tan solo a cinco kilómetros y medio de la costa de la capital y, de hecho, es fácil verla a cualquier hora del día desde los muelles o las cafeterías de la playa. Se puede hacer en plan millonario, esto es, pagando unos 40 euros por una excursión organizada con alguna empresa que te llevará dos o tres horas de paseo. La opción de pobre es pedir a algún pescador de Stonetown que te acerque. Esta alternativa no es nada difícil; ellos mismos se acercan a los que ven con pintas de turista para ofrecer sus servicios. Es infinitamente más barato, claro, pero hay que regatear: a mi compañero de viaje y a mí nos pedían 60.000 chelines tanzanos (30 euros) por ir y volver los dos. Esto ya sería la mitad de precio que las agencias, pero aún así lo negociamos un poco y obtuvimos un precio mucho mejor: 35.000 chelines por los dos, es decir, unos 17 euros, casi la cuarta parte.

Pescadores

Con ellos hay que regatear. / L. H.

El problema de Prison Island es que no se puede hacer casi nada si uno no es cliente del hotel. Y eso es un lujo que no todos nos podemos permitir. Mi decepción fue enorme cuando alcanzamos sus playas a bordo de un barquito pesquero. O, mejor dicho, la playa. Resulta que el hotel ocupa toda la extensión de la isla, así que apenas queda espacio para que los que no son clientes pasen el rato. Nosotros teníamos pensado un plan de baños en el mar y bocata, pero vimos que iba  a ser un poco complicado: la marea estaba alta, así que apenas quedaban un par de metros de arena hasta la muralla de piedra que rodea todo el complejo hotelero. Una vez nos hubimos apeado en el embarcadero, encontramos que no había más camino posible que seguir que hacia la recepción del hotel pijo. Allá que fuimos, y allá fue donde descubrimos que ver a las tortugas gigantes no es gratis: ellas viven en un espacio al aire libre dentro del hotel, rodeado con una alambrada, al que llaman santuario. Y cuesta casi ocho euros acceder al mismo. Lo segundo que supimos es que lo único que se puede hacer es entrar al comer al restaurante o visitar algunas de las antiguas instalaciones del hospital que hoy son parte del complejo hotelero.

Esperando turistas

Así son los barcos que te acercan a Changuu. / L. H.

Aunque pagar seis euros por ver unas cuantas tortugas parece un atraco a mano armada, nosotros accedimos; yo tenía mucha curiosidad. Y creo que mereció la pena. Tengo en casa una tortuga chiquita que se llama Tomasita y me cabe en la palma de la mano, pero nunca había estado tan cerca de sus primas mayores. Menudos especímenes. Llevan allí desde 1919, cuando el gobernador británico de las Islas Seychelles regaló a Zanzíbar cuatro ejemplares de estos animales gigantescos. Comenzaron a reproducirse y en 1955 ya eran 200 ejemplares los que vivían allí, pero entonces la gente empezó a robarlas para venderlas en el extranjero o para quedárselas de mascotas y en los años siguientes la población descendió: 100 en 1988, 50 en 1990 y solo ocho en 1996. Lo que no imagino es cómo hacían para llevárselas de allí, supongo que las cogerían cuando aún eran pequeñas. Al final, el Gobierno de Zanzíbar tomó cartas en el asunto: introdujo nuevos ejemplares y metió a las nuevas y las antiguas en las instalaciones donde hoy en día están. Gracias a eso el número volvió a aumentar y hoy en día, que la especie se ha reconocido como vulnerable, siguen enviando ejemplares de otras partes del mundo a este lugar para que sean protegidas convenientemente.

Tortugas colegas

Unas tortugas colegas. / L. H.

Retrato de una tortuga gigante

Retrato de una tortuga gigante. / L. H.

Todas en fila

Todas en fila. / L. H.

Hoy estos animales viven muy bien y están muy cuidadas a mi entender, porque yo las vi muy a gusto: tienen un espacio enorme para moverse a sus anchas con pequeños laguitos donde pueden beber agua, muchísima comida que les dan sus cuidadores —sobre todo lechugas y coles— y encima están muy mimadas por todos los turistas que van a verlas y se hacen fotos con ellas y las alimentan. No me pareció que estuvieran descuidadas, ni manoseadas, ni explotadas. Aunque había unas 20 personas de visita cuando yo llegué, no resultamos invasivos. Los encargados están pendientes de lo que hacemos en todo momento y la mayoría de los que estábamos allí no nos acercamos mucho, más bien hacíamos fotos desde una distancia prudencial. Sobre todo cuando una decidió preñar a otra ahí mismo, con público y todo. La verdad es que su tamaño y edad impresiona: las hay recién nacidas, casi como una tortuga de las que uno tiene en casa de mascota, pero hay otras cuyo caparazón llega casi a la cadera. Y además, la edad impone: ¡había ejemplares de más de 100 años!. Yo encontré una de 127 años, pero un empleado me explicó que la mayor tiene 154. La verdad,  da un poco de respeto acercarse a ellas aunque solo sea para hacerte una foto, pero luego piensas que como son muy lentas, si les surge el instinto asesino te daría tiempo a batirte en retirada, así que todo bien al final.

Un poco de agua...

Un poco de agua…. / L. H.

Alimentando a la tortuga

Alimentando al bicho. / L. H.

11866499_10153580605470439_3323080233240598420_n-2

Encontré a Morla…

Una vez visitados estos curiosos animales, quedan dos opciones: comer y visitar las pocas instalaciones que te dejan ver gratis. Lo de comer allí, descartado: un plato de pasta cuesta 15 dólares. Lo segundo, podía ser curioso, así que nos fuimos a explorar pero la aventura no duró más de 15 minutos porque no hay más que un antiguo edificio a pocos pasos de la entrada del hotel. Es un edificio cuadrado de dos plantas con un patio central viejo y un poco destartalado, pero eso lo hace encantador. Dentro, supuestamente, se dan comidas, pero no vimos ninguna señal de actividad, solamente entraron y salieron un par de empleados de las habitaciones que daban al patio.

Antigua prisión de esclavos

Instalaciones de Changuu. / L.H.

Un rinconcito

Un rinconcito. / L.H.

El patio de la antigua prisión

El patio central. / L.H.

Husmeamos lo que pudimos, que no fue mucho, y nos quedamos sin más que hacer. Como aún quedaban un par de horas hasta nuestra marcha, decidimos buscar un trocito de playa donde aposentarnos pero era una misión complicada porque todos los accesos están cerrados, pertenecen al hotel. No había manera en la parte de los embarcaderos porque apenas quedaban ya espacios secos. Las pocas familias de tanzanos que estaban allí bañándose habían colocado sus pertenencias sobre arbustos para que no se mojaran. Lo que hacen los turistas con pasta es irse con una barca a bucear en los alrededores de la isla, pero nosotros no teníamos esa opción. Entonces, lo vimos claro: el embarcadero.

Camino a la felicidad

Camino a la felicidad. / L.H.

El paraíso

Aquí instalamos el puesto de mando. Paraiso. / L.H.

Changuu Island tiene un muelle de madera que parece nuevo y al que apenas se acercan las barcas de pescadores. Ellos prefieren ir a una plataforma de piedra, la misma en la que nos dejaron a nosotros. Pues bien, ese embarcadero de madera es perfecto para pasar el día. En él no hay gente, no hay tampoco peligro de que se te moje nada y encima tiene a cada lado unas escaleras que finalizan en una plataforma, ya bajo el agua, desde la que es muy fácil darse un baño en el mar. El descubrimiento nos alegró la tarde, pues ya nos veíamos aburridos sin nada que hacer. Nos apalancamos en las escaleras laterales que bajan al mar; en lo más alto, sobre el muelle, dejamos las mochilas, y nos fuimos a nadar. Está profundo por allá, así que hay que saber mantenerse a flote pero, por lo demás, es perfecto: agua transparente, arena blanquísima al fondo, peces de colores paseándose entre tus piernas y temperatura ideal: fresca como para quitarte el calor pero sin cortarte la respiración.

A la española en África

A la española en África. / L.H.

Stonetown-208

Haciendo la típica foto…

Nos bañamos mucho, nadamos, nos hicimos fotos… De todo. Y, cuando nos entró el hambre, almorzamos. Habíamos sido previsores porque intuimos que el restaurante de la isla iba a ser prohibitivo, así que llevábamos las mochilas llenas de comida, y qué comida: tomates, pan hecho de ese día, samosas, aceite de oliva y… ¡jamón ibérico! Sí, este fue un presente que me llevé yo de España y encontramos que ese era el momento ideal para probarlo: sentados en los escalones del muelle, en bañador, cubiertos de sal y con el pelo mojado, cansados de nadar, hambrientos, felices, solos y con un atardecer espectacular ante nuestras narices. Nos hicimos unos bocadillos muy de casa que nos supieron a gloria y fue ahí, en ese instante, cuando me di cuenta de que ese iba a ser otro de los momentos especiales  de mi estancia en Zanzíbar que recordaría siempre.

Adiós muelle

Adiós y gracias, muelle. / L.H.

Prison Island

Y adiós y gracias, sol. / L.H.

PD: Por si no fuera suficiente, tuvimos un regalo extra muy inesperado: un tremendo atardecer que vimos desde el barquito que nos llevó de vuelta a Stonetown. Las fotos, desde luego, no hacen justicia al sol que nos dijo adiós esa tarde; tan rojo, tan inmenso, tan majestuoso. Una de las estampas que han quedado para siempre grabadas en mi retina.  

Atardecer en el mar (VI)

Atardecer a la una…. / L.H.

Atardecer en el mar (IV)

Atardecer a las dos… / L.H.

Atardecer en el mar (III)

Y atardecer a las tres. Brutal. / L.H.

 

Más información sobre Zanzíbar:

6 respuestas a «Apuntes de Zanzíbar (IV): Un plan diferente»

  1. Pingback: PERIPECIAS DE UNA GUÍA DE VIAJE, IV: TANZANITAS Y BOTELLAS DE RON ESCONDIDAS | Reportera nómada

  2. Pingback: Apuntes desde Zanzíbar (V): La ciudad por todos ignorada | Reportera nómada

  3. Pingback: Apuntes de Zanzíbar (VI): Viajar de rico, viajar de pobre | Reportera nómada

  4. Pingback: Apuntes de Zanzíbar (III): Tierra de esclavos | Reportera nómada

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.